Placer / No. 231

Estampas
 
 


Debí ponerme otros zapatos —dije mirando las botas en el pavimento que brillaba bajo el sol.

Sasil tomó asiento junto a mí en la banca del parque, bajo la sombra del flamboyán. Flores rojo candela habían formado una alfombra para mis botas, pesadas y negras, y para sus livianas sandalias. Tenía calor desde la punta de los dedos hasta la coronilla; el sudor se acumulaba en mi rostro. Ella inundó la plaza con su risa estridente.

—Me da gusto que encuentres alegría en mi desgracia —le di un codazo de juego en las costillas.

Extrañaba su risa.

—¿Sí o no te dije que trajeras algo más fresco? Ya hasta pareces turista —contestó.

—No sabía que ibas a querer repartir volantes todo el día.

—¡Qué larga, pelaná! —ahora fue ella quien me dio un codazo ligero—, con trabajo ha pasado una hora.

—¿Ya nos podemos ir? Se me están cociendo los pies.

—Hasta crees —se levantó y me extendió la mano—. Ándale, vamos al mercado ahora.

—Sasil-Ha, ya vámonos, por favor —me quejé.

Ella sólo se me quedó viendo con las cejas levantadas hasta que acepté su mano.

Recorrimos la plaza principal. Las palomas se levantaban torpes con nuestros pasos. Cruzamos frente a la iglesia construida con piedra, entre las palmeras que se sacudían con el viento estival, hasta el mercado. Sasil me iba contando que en Mérida había ido a un karaoke y cantado a Paulina Rubio, su ídolo de la adolescencia. Valía la pena repartir los volantes si eso me permitía caminar de su mano.

Al día siguiente fuimos a una reunión con el recién formado Comité Kaajal. Sasil explicó qué tal nos había ido en la jornada informativa. Omitió la cara de aburrimiento de la mayoría de las personas que, como a mí, le costaba vislumbrar los peligros, y en consecuencia preocuparse, de una granja porcina que apenas estaban construyendo a varios kilómetros del pueblo. En cambio, las mujeres del Comité, entre las que estaba mi madre, encontraban indispensable involucrar a todos en una manifestación contra el proyecto. Doña Chuuch, que aparte de ser la líder oficial del Comité era la madre de Sasil y me conocía desde antes de empezar a caminar, argumentaba que los desperdicios de la granja contaminarían el manto acuífero de los cenotes que proporcionaban agua al pueblo. Su hija había sido la primera en creerle, y por ella yo pasaba mis vacaciones escuchando discursos y repartiendo volantes.

Cuando terminó su turno, Sasil regresó a su lugar junto a mí. Nuestras sillas estaban pegadas y su brazo rozó el mío varias veces durante la reunión. No escuché nada, toda mi atención estaba en los parches de piel que sentía de Sasil-Ha. La junta terminó cuando el sol se puso. El cielo se fue pintando de tonos rosas hasta llegar a un rojo muy parecido al del flamboyán, como si se estuviera quemando dulcemente. Saqué mi teléfono para tomarle una foto. Sasil entornó los ojos y se rio.

—¿Qué? ¿No hay atardeceres así en México? —guardé mi celular—. ¿Quién te manda a irte tan lejos? —contestó mientras caminábamos.

Atrás venían nuestras mamás conversando.

—Tú también te fuiste.

—A la capital del estado, no del país.

El resto del trayecto lo hicimos calladas. Al llegar a la puerta amarilla de mi casa ella propuso andar en bici al otro día; agregué ir por un helado a La María Félix. Quería comer todos los sorbetes de coco que pudiera antes de regresar a la universidad.

Nos vimos a las ocho de la mañana, antes de que el calor se hiciera insoportable. En vez de las botas que usaba a diario en la ciudad, me calcé las sandalias que había dejado en casa cuando me mudé. Sasil llegó con el cabello mojado, oliendo a su champú de coco y a jabón. Tuve que contener el impulso de meter los dedos en su pelo húmedo y besarla ahí mismo, en la calle en la que crecimos y en la que solíamos jugar al resorte y a brincar la cuerda.

—¿Nos vamos? —preguntó.

Me había quedado embobada. Monté en la bici y pedaleé sin contestar. Le dimos varias vueltas al pueblo. El aire era cálido, casi arenoso, y nos soplaba en todo el cuerpo. Espantamos un grupo de gallinas que estaba muy quitado de la pena en la calle, cerca del Ayuntamiento. Un gallo poco tempranero cantó. Cruzamos la estación de las combis que se iban llenas hacia Mérida: no eran vacaciones para todos. Yo dejé que ella se adelantara varias veces porque me gustaba ver su cabello flotando y su bicicleta, que habíamos pintado hacía ya años de verde manzana. Cuando cruzamos la plaza principal, coloreada de morado y rojo con las buganvilias y los flamboyanes en flor, Sasil pareció atravesar una pintura. Lamenté no haber llevado mi cámara.

Don Tenorio apenas estaba abriendo La María Félix, como había bautizado a su negocio hacía 30 años. Nos saludó con la mano al vernos llegar.

—¿Una paleta de tamarindo y un sorbete de coco? —dijo apenas nos acercamos lo suficiente para escuchar su voz ronca por los años y el cigarro.

Nos sentamos bajo una vieja y descolorida sombrilla blanca. Igual que cuando era una niña, Sasil mordió su paleta de hielo como si no tuviera sensibilidad en los dientes. Yo chupé el dulzor de mi helado. De repente, ella estiró el brazo y pasó un dedo por la comisura de mi boca para limpiar una mancha. Fue sólo un segundo. Por suerte, en ese momento ella decidió levantarse para invitar a don Tenorio a la asamblea del próximo viernes, lo que me dio oportunidad de estremecerme sin que nadie lo notara. Escuché que él interrumpía varias veces la explicación de los peligros de la granja porcina: dijo que ya estaba viejo para esas cosas, pero Sasil supo convencerlo diciéndole que le quitarían poco tiempo y que, aparte, a doña Chuuch y a las demás mujeres les daría mucho gusto verlo por ahí. Sonreí mientras dejaba que el helado de coco se derritiera y se escurriera en mis dedos por estar escuchando la interacción.

Regresó levantando ligeramente la barbilla como siempre que estaba satisfecha consigo misma, con las manos en las caderas como si estuviera dispuesta a convencer a quien fuera que se plantase enfrente. Deseé, todavía más que antes, haber cargado con la cámara. Sasil me había pedido que documentara las actividades del Comité y yo sólo quería documentarla a ella: sus piernas largas, su piel oscura, el lóbulo de sus orejas, la forma ancha de su nariz, tan parecida a la de doña Chuuch y tantas otras personas del pueblo, pero única en ella. En la noche fuimos a mi casa. Abrí todas las ventanas, que mi madre cerraba por manía, y prendí el ventilador de techo del cuarto. El interruptor estaba apagado para evitar el calor y la luz blanca del celular de Sasil le alumbraba el rostro; cuando empezó la película, dejó el teléfono y se acostó en su lado de la cama. Me tendí junto a ella. A diferencia de todas las otras veces, sentí el cuerpo tieso, como si estuviera hecho de madera. Los hombros de ella eran luces tersas que yo me moría por alcanzar con los dedos. Cuando se fue a su casa, me mojé la cara y el cuello con agua fría, mientras mamá veía la televisión en la sala.

El jueves anterior a la asamblea, Sasil me pidió que la ayudara a hacer carteles. Mis amigas de la Facultad no dejaban de mandar mensajes diciéndome que le expresara cómo me sentía, pero ella sólo quería hablar de la granja. Era como tratar de tener una conversación con doña Chuuch y no con mi amiga. Le pedí una tregua: dije que no. Era ya bien entrada la tarde y nuestras sombras se estiraban en el piso. Estábamos en el marco de la puerta de mi casa, justo en medio del calor acumulado adentro y el frescor que el aire arrastraba en la calle. En el umbral. Sasil-Ha me recordó que le había prometido ayudarla con todo lo gráfico: los volantes, los carteles y las fotografías. Tomó un paso hasta quedar muy cerca de mí. Bajé los ojos para no ver sus hombros rodeados sólo por unos finos tirantes.

—De verdad, prefiero quedarme, siento que me voy a enfermar.

—¿Cómo crees? ¿Te duele algo? —acortó todavía más la distancia y me puso la mano en la frente—. No parece que tengas fiebre.

Ese roce fue más de lo que pude tolerar. Me incliné o, más bien, me dejé caer sobre su hombro. Recargué la frente en una esquina de su cuello. Olía a ella, a su sudor de sal y al detergente de limón con el que lavaban la ropa en su casa.

—¿Estás bien? —preguntó.

Levanté la cabeza. Sus labios me quedaban a centímetros, que sin embargo no me atreví a cruzar porque ella insistió:

—¿Me vas a acompañar a hacer los carteles o no?

Cuando habló me llegó el olor a menta de su pasta de dientes, la misma marca y el mismo aroma de hacía años. Desde que jugábamos softball en el parque con otros niños, desde que veíamos caricaturas en su cuarto; desde que llegábamos de la secundaria a tomar una siesta, las dos con nuestros respectivos uniformes de falda café y blusa blanca.

—Ándale, vamos, yo sé que no me vas a dejar hacer los carteles con mi letra horrible.

La menta del dentífrico me estaba volviendo loca y Sasil-Ha sólo podía pensar en la asamblea. Le dije que los iba a tener que hacer sola. Ella me tomó de la mano, un gesto que nada tenía de inusual, pero que hizo que se me acelerara el pulso desde los dedos, la muñeca, al resto de las arterias, hasta llegar a mi corazón húmedo y terco.

—Si me ayudas yo invito los helados a la próxima —balanceó nuestras manos juntas. Miré el gesto y luego su sonrisa de convencimiento. Me recargué en la pared, sin fuerza.

—No puedo.

Ella soltó mi mano.

—¿No puedes o no quieres?

—¿Eso importa?

—Claro que importa, ¿cómo puedes actuar así?

Mi pulso se aceleró todavía más, pero esa vez por el enojo que empezaba a hervirme dentro.

—¿Actuar cómo, Sasil-Ha? Si no he hecho más que ayudarte todas las vacaciones.

—¿Ayudarme? No me estás ayudando, ¿qué éste no es también tu pueblo, tu agua?

—No le ha pasado nada al agua.

—¿Dudas de lo que has escuchado a mi mamá explicar mil veces? ¿Tú también crees que somos paranoicas? ¿Entonces por qué has estado todo este tiempo en el Comité Kaajal?

—Por ti.

El enojo se desvaneció y me quedé sólo con la fuerza que me había dado. Le tomé la mano nuevamente.

—Si tú me dijeras vamos a botar piedra por piedra la granja esa, yo iría sólo por estar contigo.

Volví a acercarme hasta que casi no quedó espacio entre nosotras. Sin soltarla, le puse la otra mano en la mejilla y la acaricié con el dedo pulgar. Sentí el vello suave y casi imperceptible que tenía en la línea de la mandíbula, bajo la oreja. Su expresión pasó de la confusión al entendimiento en unos segundos que espesaron el tiempo de manera definitiva. Con el brazo que tenía libre ella quitó mi mano de su rostro, me soltó y caminó fuera del marco de la puerta. Yo me quedé del otro lado, dentro de mi casa, en su calor asfixiante.

—¿Por qué tienes que hacer esto ahorita? —preguntó.

—Sasil, llevo todo el verano esperándote.

—¿Entonces no te importa nada? ¿Ni la asamblea ni el Comité?

—Me importas tú. ¿No me vas a responder?

—Mi respuesta es que no tengo tiempo para esto. Tú escuchaste a mi mamá: nuestra supervivencia está en riesgo y a ti se te ocurre venir a enredar las cosas.

Se dio la vuelta sin titubear. Ni por un segundo. Vi su espalda y su pelo liso y negro alejarse sobre la bicicleta verde manzana. A pesar de estar ahogándome, pensé que era una imagen linda: el color vibrante de la bici, la textura submarina de su cabello. De nuevo deseé tener mi cámara.