Suerte / No. 232

¡Menuda suerte ser agua de fuente!
 
 


¡Menuda suerte ser agua de fuente!

Rodeada de árboles, por la mañana, una fuente casi al centro de la plaza suelta cuatro chorritos de agua, caen en platos de piedra y después en el azul claro del abrevadero. Hilos de agua dulce y apacible bordan y desbordan los cuatro rumbos de la ciudad, apenas un rumor, pues la costumbre del oído se inclina por el repicar de las campanas. Al agua de la fuente de nada le sirve la luz diáfana cuando es el ir y venir domesticado de las aves lo que realmente la atraviesa. Impasibles trayectos de vuelo aterrizan en ella para limpiar sus alas y sorber el agua. El culmen de todo: mirar el centelleo índigo en sus pechos.

El agua del mar, ¡vaya diferencia! Es ella la que rodea todo aunque parezca lejana, es la que da a luz cada día y revela, con ello, la multiplicidad de los rumbos. El mar está ahí, entero, en cada reventar de ola que se extiende hasta los indicios de la partida. Al mar es deber mirarlo primero, luego al cielo y al final, sólo hasta el final, a la gaviota. El mar no acepta la costumbre, la vida particular, los ecos menores; en cambio, entrega su embriagante expansión que es y deja de ser, que puede o no ocurrir. ¡El mar es la luz!

Pero si tenemos suerte, si aquello, si una parte de aquello se condensara en una nube con un dejo de sal y, con un poco más de suerte, viajara rumbo a la ciudad y esa agua se precipitara los primeros días de enero sobre esa fuente… Entonces, esa mañana oleríamos el mensaje lejano pero envolvente de la brisa marina: una niña en las aguas del mar salta las pequeñas crestas blancas, lleva en sus manos un ramillete de flores. Y pensaríamos con regocijo: ¡menuda suerte ser agua de fuente!