Carrusel / No. 232

La suerte de los libros
 

Irene Vallejo
El infinito en un junco
Siruela/Debolsillo
México, 2021, 451 pp. 


Hubo una época en que las ideas y los sentimientos sólo se decían con gestos y palabras que después de pronunciadas se perdían en el aire. Pero una planta acuática concedió a las personas lo inimaginable: rollos en los que detener con tinta estas palabras, inmovilizarlas para escuchar la vibración de su sonido por más tiempo. Ésta es la historia de un junco llamado papiro que nace en el río Nilo, en Egipto. Esta planta palustre es sólo el había una vez de una historia aún sin fin, que Irene Vallejo rememora en El infinito en un junco.

La obra está dividida en dos partes: “Grecia imagina el futuro” y “Los caminos de Roma”. En la primera nos sumergimos en la Biblioteca y el Museo de Alejandría, en ese sueño de hacer asequibles los libros del mundo, de ponerlos en un solo lugar y darles un orden, hasta aquella Atenas repleta de enamorados del discurso y las arengas. En la segunda parte, la historia de los libros se ve a la luz de las relaciones entre griegos y romanos: voces femeninas de la aristocracia romana que han sobrevivido a su época, esclavos filósofos y escritores —en exilio como Ovidio—, y en su contraparte los lectores ricos y la lectura en pergaminos, tablillas y rollos, esa relación con el libro a la que cada época da rumores y rituales distintos.

Sin embargo, pese a la cronología del mundo antiguo que sigue este ensayo, la autora dialoga con el presente. Ya ha dicho Liliana Weinberg que el ensayo sirve como puente entre mundos diversos, entre lo que no creíamos que podía habitar junto pero que, gracias a las palabras, nos muestra su fusión enigmática que deviene, se hace mundo. Aquí el mundo antiguo interactúa con el ahora y ambos se unen para dar voz a la historia de los libros.

Irene Vallejo nos cuenta que la letra “E” proviene de un jeroglífico egipcio que representa a un hombre levantando los brazos, y que tiene el poético significado “da alegría con tu presencia”. Por eso, la actividad tan cotidiana de escribir esta vocal nos une a los fenicios, quienes, preocupados por la eficiencia de sus negocios y para prescindir de la paga de un amanuense, se apropiaron de los signos de los escribas y crearon una escritura propia.

Alejandro Magno anhelaba un mundo cosmopolita —nacido de ese otro sueño que tuvo Aquiles en la Ilíada, y que llevó al macedonio a leer y a releer el libro (incluso al dormir lo ponía bajo su almohada con el deseo de que aquel sueño de palabras se convirtieran en la vida que él vivía)—. Se dice que Aristófanes de Bizancio sabía de memoria todos los libros de su región y de su época; su pasión desbordada, cercana a la de Alejandro, lo llevó a aprender cada verso y le atribuyó un rostro indistinguible a cada poema, como si el mundo de las letras fuera un mundo cosmopolita y paralelo al nuestro. Estos dos grandes personajes, a través de sus obsesiones, nos muestran que ni siquiera nuestros sueños son tan diferentes a los de la Antigüedad. Para citar un ejemplo contemporáneo basta leer en Borges “La biblioteca de Babel” y “Funes el memorioso”, cuentos que nos hacen sentir como propios estos sueños tan antiguos: el de tener una biblioteca en donde estén, simultáneamente, todos los libros y los pueblos y el tiempo y la memoria para hacerlos nuestros.

Con la lectura de El infinito en un junco, el mundo de estos objetos nos encapsula. Todo alrededor de ellos empieza a murmurar porque no sólo son un legajo entre pastas, son los bibliotecarios y los libreros, el ritual de caminar mientras se lee en voz alta o cuando, sentados en silencio, un mundo que no es el nuestro nos habita. Irene Vallejo nos acerca a este proceso sutil y complejo, a esta génesis a la que el asombro rodea porque, a pesar del fuego —la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, las varias quemas de libros, de los libros prohibidos, las guerras y el exilio— es por suerte que ciertos libros, oficios, sueños y rituales hayan llegado a nosotros. Aquellos vendedores de libros a los que se les daba el nombre de bybliopólai y que por un dracma vendían rollos fuera del ágora, o Calímaco, quien fue el primero que organizó la literatura por géneros, o los amantes anónimos de la literatura son, sin saberlo, parte de este ahora de los libros.

Que no cause alarma si en la lectura de este libro nuestros dientes muerden un lápiz —ese que tenemos como compañero de lectura para subrayar nuestras partes favoritas—, pues la resolución estética que da Vallejo a su ensayo —como lo es la traducción libre de textos antiguos— nos hace soñar, escuchar el pie de aquel griego que no conocía la lectura silenciosa y utilizaba su cuerpo como metrónomo para entonar letra a letra un rollo, o sonreír cuando, al leer, nos miramos en la poeta de Pompeya que también aprieta algo con los dientes: un cálamo, mientras en una mano sujeta cuatro ceras y su mente forja un verso. La historia de los libros es tan antigua como contemporánea, Irene Vallejo lo demuestra una y otra vez.

Leer este ensayo es escuchar nombrar el mundo cosmopolita que soñó Alejandro Magno, que sin tiempo ni frontera está en cada biblioteca y en sus fieles peregrinos que entran en ella en busca de remanso. A modo de talismán nos aprendemos un verso, lo recitamos en las noches de insomnio o ponemos bajo la almohada algún libro predilecto. Los libros son esa patria que es muchas, e Irene Vallejo trae a sus fieles este ensayo, escrito desde la pasión de una amante de los libros, que nos llena de agradecimiento, de magia. Es asombrosa la suerte que rodea la historia de los libros. Ese milagro de ser frente al fuego del olvido.