Carrusel / No. 232

Trayectos


Parece de noche. Siempre me ha resultado penoso salir tan temprano para ir a clases y luego regresar antes del anochecer, como si fuéramos esclavos que trabajan de sol a sol.

Llego a la base de combis y la fila es larga por tantos otros que no duermen; a las cinco de la mañana ya están bañados, arreglados y apresurados. Apenas empieza el día y seguro que ya todos vamos tarde, pero ¿tarde a qué?, ¿a la chamba, a la escuela o a la vida?

Tres combis después me subo y voy al asiento del fondo para evitar ser el que alcanza los pasajes de los demás. No tan lejos de ahí, veo las ventanas de las casas cercanas al paradero, seguro que algunas personas apenas están despertándose y otras más andan en el sueño rem. Cuando estaba de vacaciones, a esta hora apenas me disponía a dormir o no, según lo que me ofreciera Netflix.

La combi ya está llena, una señora se sienta a mi lado y, tras arrancar el chofer, ella se recarga contra mí y su cabello húmedo me moja el hombro de la sudadera. No hago nada, al menos la mitad de los pasajeros también duermen. En medio de un ambiente que apesta a mezcla de perfumes, yo escucho música porque a oscuras no puedo leer.

Hoy es mi cumpleaños, en unos días iré a tramitar mi credencial para votar, aunque lo que menos haré con ella será eso. Quiero ir a los antros de Insurgentes sin tener que pedirle chance al de la entrada, billete en mano, ni tener que mandar a alguien más a comprar las caguamas.

La carretera a esta hora está congestionada, todos vamos del norte al centro, son casi tres horas extra de trayecto entre combis, metro y camiones para tomar una clase que empieza hasta las ocho. La señora de al lado se despierta, se disculpa y se baja, no respondo, me da envidia ver que muchos otros ya llegaron a su destino. Se sube un tipo, me empuja contra la ventana y cruza los brazos para dormirse.

El encierro en el viaje; más tarde en el salón; por la noche, en un cuartito de dos por dos. Ojalá se arme algo, unas chelas, unos becerros de las compañeras, y si no, la vieja confiable: seguro que, a mi regreso, mi mamá me tendrá un pastel, quizá dinero en vez de ropa, y todos me cantarán “Las mañanitas” aunque sea de noche. El tipo de al lado hurga en su ropa, sólo falta que se saque el pito, después de todo, no es la primera vez que sucede en esta ruta.

—Ya se la saben, gente… —hubiera preferido que sacara otra cosa, que me embarrara el pantalón si eso lo hacía feliz. Me quita el celular y los demás le entregan carteras y relojes.

Bonito cumpleaños, encerrado y a merced de un hijo de la chingada, un pinche huevón que le vale madres la vida de otros igual de jodidos… Pinche escuela lejana, pinches madrugadas ojetes, pinche pobreza que me va a tener quién sabe cuánto tiempo sin celular hasta que me pueda comprar otro, para dárselo a la siguiente rata.

Un señor sentado en la banca de en medio se le pone al brinco, me emociono, vamos a partirle su madre, y saldré en un video que se hará viral, todas las de mi salón se van a morir por mí y me voy a dar el agasaje del siglo. Se hacen de palabras, el señor le dice que no nos quiera ver la cara de pendejos con una pistola de juguete. La gente grita, el chofer amenaza con estacionarse, el ratero nos la mienta, yo ya estoy de pie para hacerle esquina al señor, jugándonosla mientras otros duermen, o tal vez soy yo el que sueña su ascenso a héroe.

El disparo dice más que cualquier grito, llanto y amenaza. El don se queda en el asiento y, de a poco, su cuerpo se resbala. Me quedo en mi rincón, el siguiente en la mira del tipo es el chofer.

La gente baja de la combi entre gritos, mi rostro está húmedo. Yo, hasta el fondo del vehículo, quiero romper la ventana y salir de ahí. Mis botas pisan el charco fresco y la sangre del señor se mete en cada rincón de mis suelas. No quiero verlo, pero mis ojos necesitan registrarlo para no cometer su error en el próximo asalto, me tallo las lágrimas, pero éstas son rojas, mi sudadera está manchada y la dejo en el suelo.

Es mi cumpleaños, me digo mientras entro al metro en playera, es mi cumpleaños, repito frente a un espejo empañado en el baño de la facultad. No tenemos la última clase y vuelvo a casa temprano. Los murmullos, las televisoras y patrullas se desvanecen ante mí como el recuerdo del señor de la banca de en medio al lado mío, como fragmentos de sueños que no recordaré cuando despierte.

Llego a casa y mi mamá apenas va a guardar el pastel que compró para la cena. La miro, qué fortuna poder verla una vez más, qué grande me parece el departamento y qué ganas de encerrarme en un lugar donde nadie me hará daño. Mis hermanitos ven la tele y corren a abrazarme las piernas mientras me felicitan. Mi mamá pregunta cómo me fue y por qué llegué tan temprano. Ese afortunado “llegué” de un cuerpo que aún existe me apura a contestar:

—Bien, ma, hoy es el mejor día de mi vida.