Efectos colaterales / No. 233

Maternar en soledad
 
Soy Asunción Cabrera Castellanos, mamá de Libertad. Tengo 27 años y durante la pandemia fui madre, maestra, estudiante de Ciencias de la Comunicación y becaria en Corriente Alterna.

En 2015 nació mi hija. Para sus cuidados, siempre tuve el apoyo de las mujeres de mi familia. Cuando Libertad cumplió un año, ingresó a una estancia infantil subsidiada por Sedesol, y posteriormente a preescolar. Por ser de tiempo completo, la escuela de mi hija, además de aprendizaje y desarrollo socioemocional, le brindaba servicio de comedor. Eso me permitía asistir a la universidad de manera tranquila porque sabía que ella se encontraba bien y en un lugar seguro. Estos espacios para las infancias quedaron en el pasado por su desaparición durante el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador.

Sumado a ello, la pandemia me enfrentó a una maternidad absorbente que no conocía. Se cerraron las escuelas. Pronto terminé siendo reportera, estudiante de licenciatura —haciendo mi servicio social— y también la profesora de mi hija, porque la Secretaría de Educación Pública dejó la educación en manos de las televisoras.

Por las mañanas, antes de tomar mi primera clase virtual, preparaba el desayuno. Soy una adulta funcional y sé cocinar lo básico, pero a veces se me queman los alimentos o no tienen el mejor sabor. “Quiero desayunar con mi abuelita”, me dijo mi hija a los pocos días de comer lo que yo hacía. Libertad y yo tomábamos clases vía Zoom en el mismo horario. Era difícil poner atención a lo que decían en mi clase y en la de mi hija. Para ella también era complicado estar escuchando dos audios a la vez.

Durante el día intentaba concentrarme en un texto y avanzaba dos párrafos cuando escuchaba: “Mamá, ¿así estoy recortando bien?”, “¿qué más sigue?”, “¿cuándo vamos a regresar a la escuela?”, “extraño a mis amigas”, “tengo sed”, “quiero ir al baño”, “ya me cansé”. Además, Libertad necesitaba que yo le dictara palabra por palabra, indicación por indicación. Hacíamos juntas toda su tarea, pero, cuando caía en cuenta, se había consumido el día y yo todavía tenía pendientes mis trabajos.

Empecé por entretener a Liber con la televisión, después con videos en mi celular. Necesitaba silencio. Sólo un poco de concentración. Para mi sorpresa, Libertad se quedaba dormida, aunque no era de cansancio; percibí en ella una suave tristeza. Su vida había cambiado. Sentí repugnancia por mí y una amargura que galopaba con gran velocidad en mi ser. ¿Qué significaba que yo quisiera silenciar a mi hija? Pedirle a una niña que guarde silencio, en una etapa en la que el mundo es un signo de interrogación y siente la inherente necesidad de comprender, es violencia.

Una madrugada Libertad me despertó llorando —“es que soñé que te morías”—. Le había transmitido el terror que me provocaban las muertes por la pandemia. Como sociedad, nos preocupamos muy poco por el impacto psicológico que tiene la percepción del virus en las infancias.

Tener cinco años y vivirlos en confinamiento debe ser lo peor. Mi hija se quedó sin escuela, sin amigos, sin otras personas con quienes convivir. Sus angustias y descontentos los empezó a verter en mí como un río que se desborda. Ella reclamaba mi totalidad. Se colgaba de mí porque yo era su puerto seguro. El sentimiento de culpa me acosaba todo el tiempo. Claro que amaba a mi hija, pero también me llevaba al límite. No podía con todo. “La maternidad es un cuchillo sin empuñadura. Imposible agarrarlo sin clavártelo”, dice Isabel Zapata citando a Nuria Labari en In vitro (2021). Los meses transcurrieron y el filo de ese cuchillo ya me había cortado. Sentía que me desangraba por una herida que no lograba encontrar.

En agosto de 2021 mi hija regresó a clases presenciales. Durante las primeras reuniones con las autoridades educativas nos hicieron saber que madres, padres y tutores debíamos sostener la escuela, darle mantenimiento y diseñar medidas y protocolos para prevenir los contagios en las aulas. No había presupuesto de la sep para ello. Así que en esta pospandemia debo ayudar —como todas las mamás— con el filtro de sanitización de ingreso de los alumnos, en el aseo del salón de mi hija durante una semana, en las faenas generales y del salón una vez al mes, además de estar al pendiente de los insumos de limpieza que ella necesita para estar en clases.

Maternar durante la pandemia ha sido difícil y desgastante en todos los sentidos, mientras las autoridades siguen recortando el presupuesto destinado a la educación y a las infancias, ignorando a las niñas y niños de este país.




N. de la E.: Una primera versión de este texto fue publicado en el blog de Corriente Alterna UNAM. Formó parte de los testimonios de la pandemia leídos durante el homenaje a la escritora Elena Poniatowska en la inauguración de la Fiesta del libro y la rosa 2022.