Efectos colaterales / No. 233

Cosas que pienso antes de dormir
 
 

El monstruo de adentro es peor que el de afuera. Afuera sólo debes mantenerte a dos metros de distancia de cualquier otro ser que camine en dos piernas y cante mientras se baña. Te lavas las manos de forma frenética, usas gel antibacterial y te tomas la temperatura en la muñeca por miedo a que se te quemen las neuronas si lo haces en la frente. Limpias tus pies en una jerga o en un tapetito que está más seco que los limones de la taquería de la esquina de tu casa. Adentro no puedes huir a ningún lugar. El monstruo vive contigo, en la habitación de al lado e incluso come contigo.

Me sentía atrapada en mi habitación, que era como la esquina de una pequeña pecera, así que decidí convertirla en una fortaleza. Una fortaleza de dos pisos. Nunca he tenido un cuarto propio, así que me he acostumbrado a partir todo a la mitad, por eso decidí que la parte inferior de la litera sería mi fuerte; mi hermana podía hacer lo que quisiera con la otra parte. Colgué una cobija a modo de cortina para que nadie pudiera verme y para que yo no pudiera enterarme ni siquiera cuando el sol se pusiera. Saqué las luces led de los adornos de Navidad y las colgué alrededor de lo que sería el techo. Comencé a mantenerlas encendidas toda la noche por miedo a que el monstruo aprovechara la oscuridad para entrar.

Acurrucada entre las cobijas, me sentía como un pollito de feria, de esos que venden pintados de colores. Creo que yo sería uno de color rojo, mi nombre me suena a ese color. Cuando las luces no estaban encendidas dejaba de sentirme pollito y me convertía en un perro. Veía la cortina bailar al ritmo del viento de mi ventana, me estiraba de vez en cuando y entreabría los ojos cuando alguien hacía algún ruido. A veces me gustaría ser un perro, sólo guaf guaf y nada de sí se oye, profesor. Cuando pienso cómo era hacer mis tareas, exponer frente a 30 personas sin poder abrir otra pestaña para leer un guión improvisado o siquiera hablar con otro ser vivo que no tuviera mi sangre, siento como si estuviera intentando recordar mi primer día en el kínder.

Diario escucho iniciales que hablan a través de la pantalla de mi computadora. Algunas veces son fotos, pero no se mueven, sólo se ilumina su contorno. Y otras tantas es un nombre y un apellido el que habla. Pero al final, no son seres vivos que caminan en dos piernas y cantan mientras se bañan. Es como si estuvieran pero sin estar. Han pasado casi dos años y lo único a lo que no me acostumbro es a escuchar a la letra del recuadro decir mi nombre. Siento que un escalofrío blanco azulado me recorre el cuerpo, que una bola verde llena de picos se me clava en el estómago y me hace querer vomitar, los oídos me tiemblan y siento como si se volvieran amarillos. Todo en un segundo. Cuando abro el micrófono siento como si un globo morado apareciera en mi estómago y se inflara con cada palabra que digo. Va subiendo lentamente hasta llegar a mi garganta y tengo la sensación de ahogarme. Cuando apago el micrófono y exhalo, el globo se desinfla y puedo volver a hablar.

Pensé que regresando a clases presenciales dejaría de sentir esa bola de sensaciones coloridas, pero estaba equivocada, es aún peor. Siento como si todos me juzgaran: mi pelo, mi ropa, mi maquillaje, mi voz, mi exposición, absolutamente todo. Antes sabía que había algo detrás de la pantalla, pero ahora ese algo tiene dos ojos que se me clavan como las garras de mi gato. Me pregunto si en algún momento volveré a ser la misma que hace dos años, aunque, en realidad ¿cómo era yo antes de todo esto?