Efectos colaterales / No. 233
El regreso
Toda mi vida he tenido un sueño recurrente: alguien o algo me persigue, y aunque yo me esfuerce en correr lo más rápido que puedo, avanzo lento, temiendo que aquello que me sigue a toda velocidad me alcance en cualquier momento. Por mucho tiempo interpreté esto como una consecuencia del estrés provocado por la rutina. De acuerdo con los resultados que me mostraba Google, aquella amenaza de la que me advertía el subconsciente era sólo una representación de las numerosas tareas e incontables pendientes que me atormentaban día con día. Lo cierto es que estaba entendiendo todo al revés. Todas estas presiones cotidianas no eran el problema, sino el escape.
La llegada de la crisis sanitaria me arrebató la inquietud imparable a la que estaba acostumbrada, tanto física como mentalmente. De repente me vi estancada, no sólo porque no podía salir de casa, obligada a desempeñar toda actividad a través de la pantalla de una computadora, sino también porque la modalidad de clases en línea se llevó tanto mi capacidad como mi motivación para aprender. Después de varios meses de haber perdido la irónica estabilidad que encontraba en el dinamismo constante de la vida académica, me empecé a perder, por lo que intenté encontrarme de nuevo tratando de recapturar esa familiaridad desaparecida.
Conseguí un empleo de ocho horas diarias con la intención de saciar la urgencia de movilidad. También tomé una posición como becaria en una revista académica, pensando que esto se sentiría como regresar a la escuela, a la complicada y confusa charla de los eruditos. Al cabo de un par de meses con esta nueva rutina, comencé a tener ataques de ansiedad frecuentes y episodios en los que no podía parar de llorar por horas. Cuando ya no pude resistir más, decidí renunciar, lo que me dejó completamente derrotada y desorientada. Aún recuerdo salir por la puerta de ese helado edificio de oficinas y cubículos, encender un cigarro y romper a llorar sobre la banqueta. ¿Qué hacer ahora? ¿Acaso era incapaz de seguir adelante? ¿Cómo regreso a ese refugio que era la vida antes del covid-19?
Más que nada, extrañaba la sensación de progreso que me brindaba mi vieja rutina, la cual consistía en, primero, trasbordar de Buenavista a Guerrero para luego dirigirme a Universidad mientras leía un libro o escuchaba algún podcast; segundo, llegar a mis clases de alemán y tener una o dos horas libres para comer en algún lugar cómodo de las Islas desde el cual pudiera ver a las personas pasar y, finalmente, tomar mis clases de literatura, que terminaban cuando el cielo ya estaba oscuro. A causa de toda esta actividad, en cuanto lograba ocupar un asiento libre en el metro, terminaba dormida. Pero a veces, si administraba bien mi tiempo y mi dinero, podía asistir a un coloquio, un bazar o ir a ver una película a la Cineteca Nacional.
Así que, motivada por la nostalgia que me provocó la llegada del invierno, lo único que se me ocurrió fue volver a Ciudad Universitaria, pues era época de cierre de semestre. Mi mente no dejaba de viajar a aquellos días cuando las hojas de los árboles caían teñidas de tonos rojizos y yo caminaba sobre ellas, mientras me apresuraba para llegar a tiempo a clases y entregar los ensayos finales a los que les había dedicado largas noches de desvelo. Cada año, este ritual inspiraba la sensación de que, a pesar de que este preciso momento estaba llegando a su fin, a la llegada del verano se volvería a repetir.
Cuando me subí al tren suburbano esa mañana para emprender aquel familiar viaje de tres horas desde el Estado de México hasta el campus central, me imaginaba que, una vez que volviera a hacer la caminata desde la estación del metro Copilco hasta la torre de Rectoría, encontraría en sus
terrenos de piedra volcánica eso que me hacía falta, el motivo por el que ahora me sentía tan vacía, aquellas sensaciones que se habían quedado atrapadas allí desde la última vez que había recorrido los pasillos de mi facultad. Sin embargo, lo que encontré al llegar a este lugar de recuerdos añorados fue un pueblo fantasma. El bullicio de los estudiantes, maestros y académicos había desaparecido sin dejar rastro. En su lugar, uno que otro hombre en traje caminaba lentamente por las explanadas, mientras el pasto, antes verde y saludable, ahora se miraba amarillo, árido y descuidado.
De cierto modo me vi reflejada en esta nueva escena: desierta, desolada, triste.
Filosofía y Letras mostraba aún en sus ventanas las marcas del último paro suscitado por la necesidad de cambios sumamente importantes. Así, recorrí el famoso Tren de las Humanidades de regreso al metro Copilco, pasando por la Facultad de Derecho, en donde solía encontrarme con Ana para pasar el rato en mis tiempos libres. Mientras procesaba este nuevo duelo con el llanto atorado en la garganta, me di cuenta de que lo que extrañaba no era el lugar, sino a la persona que era yo mientras lo habitaba en aquellos días ya lejanos. Ahora miro con nostalgia a la joven estudiante con hambre de conocimiento que tenía la motivación para levantarse todos los días a hacer ese largo recorrido en transporte público, leía vorazmente y corría de un lado para otro a través de las Islas, soñando con algún día convertirse en una persona de mucho saber. De ella era de quien estaba orgullosa su familia y quien tenía un largo camino por delante.
No obstante, el vacío que me dejó esta travesía también me hizo ver que aquella persona había vivido su vida huyendo. Siempre saltando de una rutina a otra intentando escapar de forma desesperada de todo lo que la lastimó en el pasado; yendo de un lado a otro con heridas que no habían sanado, esforzándose por ignorarlas. La validación académica, la prisa de la vida cotidiana y el contenido de los libros, aunque pesados, eran sólo distracciones.
Así, recordé la última vez que caminé por los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras. Señales de protesta se podían apreciar en las paredes. Era claro que una fuerza colectiva había surgido y que había llegado el momento de un cambio radical, pero yo estaba muy ciega para verlo venir. Así como ocurrió en este lugar que transitaba todos los días, mi vida había entrado en un paro total, pues había que implementar muchos cambios. Me di cuenta de que aquella amenaza de la que me advertían mis sueños finalmente me había alcanzado y, sin tener otro lugar hacia dónde correr para esconderme, entendí que había llegado el momento de enfrentarme a todos los demonios que ya se habían cansado de gritar mi nombre por tanto tiempo.
Ese día, al regresar a casa, tomé un baño, pues, como dijo Sylvia Plath “debe haber muy pocas cosas que un baño caliente no pueda curar”. Después de salir y cambiarme para dormir, me metí a la cama y, bajo el confort de las cobijas, recordé que la última persona con la que hablé antes de toda esta turbulencia fue el chico que me gustaba. Habíamos estado intercambiando miradas y sonrisas tímidas por demasiado tiempo, por lo que aquel martes decidí darme la oportunidad de dejar el miedo atrás y por fin dar el primer paso. No charlamos sobre nada en particular, pero nunca podré olvidar lo último que le dije ingenuamente: “Nos vemos la próxima clase”. Fue una afirmación, no para él, sino para mí, de que ahora poseía el valor necesario para hacer algo que antes me había parecido inconcebible; una promesa de que la vida podría mejorar.
Volví a Ciudad Universitaria, y a pisar un salón de clase, después de dos años llenos de pérdida e incertidumbre. Afortunadamente, esta vez el regreso fue distinto, pues ya no era el mismo lugar; tal vez porque ahora tanto los espacios como todos los que circulamos en ellos nos habían adaptado a una nueva realidad, pero también porque yo había cambiado. No sólo me perdí a mí misma, sino también a personas importantes que se llevaron consigo grandes partes de mi alma. Pero, en retrospectiva, el efecto colateral más significativo de estos tiempos oscuros fue que me forzaron a detenerme para poder llevarme hacia un territorio no explorado. De cierta manera, mi camino se tuvo que desviar para que yo pudiera empezar de nuevo y encontrarme realmente. Mientras tanto, el sol de primavera comienza a asomarse detrás del Estadio Olímpico Universitario y, así como después de la lluvia los árboles cobran vida otra vez, espero hacerlo yo también.