De hibiscos e insectos
Siempre vivimos a destiempo. Así se siente vivir en esta época. Lo importante siempre está en otro lugar, en otro tiempo que no es el presente. Esta vez fue un poco distinto: a Escargot y a mí nos cayó la pandemia y, como a todxs, también el miedo, un nuevo miedo. Quizá porque la muerte nos hablaba de cerquita decidimos irnos un rato de la ciudad. La pandemia apenas llevaba unos meses; no fue difícil ahorrar cuando había desabasto de chela y casi todo estaba cerrado. Cuando algo amenaza, urge más afirmar la vida: queríamos un tiempo propio, una aventura, aunque fuera infinitesimal, como dice Vladimir Jankélévitch —según él la aventura, para serlo, tiene que tener una dosis de proximidad con la muerte—. O tal vez no teníamos claro nada de esto y decidimos irnos porque queríamos un respiro de todo lo que estaba pasando: por temerarios o por idiotas. O sólo porque sí. Quién sabe, la verdad ya ni me acuerdo. La razón no importa tanto. Escargot y yo tomamos la carretera por varias horas pasando por ciudades grandes y pueblos más chicos, bosques fríos, planicies aburridas, subidas a las que no se les veía fin, lluvia con amenaza de neblina y luego vegetación más tropical. Condujimos hasta los límites del camino: después ya era puro bosque. Allí estaba la casa donde nos quedaríamos.
No quería meterme a las redes sociales en esos días. Cerca de cerrar todo leí un tweet en el que alguien recomendaba una aplicación llamada Picture Insect, que servía para identificar insectos. Suponiendo que podría aprovecharla en ese lugar tan lleno de plantitas, la descargué. El funcionamiento era muy sencillo. Había que tomarle una foto más o menos nítida al insecto y la app identificaba de qué especie podía tratarse: ofrecía una serie de opciones y el usuario decidía cuál era la correcta. Brindaba nombre, clasificación, características, distribución, fotos. Era una enciclopedia personalizada. Yo no tenía idea de que ese tipo de cosas existían. Se podía usar de forma gratuita durante siete días. Al octavo se cobraban automáticamente 389 pesos, que era el costo por un año. Puse una alarma en mi celular para borrar mi suscripción el séptimo día. Con mi prótesis de entomóloga consagrada, salí al jardín a explorar.
Fue mi primer insecto “recolectado”: así nombraba la aplicación los hallazgos de cada quien. De inmediato me cautivó la idea de recolectar insectos. Se trataba de un tipo de ciempiés anillado en amarillo y negro que puede llegar a medir hasta 15 centímetros. No tenía ojos, sino ocelos. Busqué “ocelo” en el celular: un órgano rudimentario de visión que no capta imágenes, sólo luminosidad. Sonaría muy lejano al mundo digital si no fuera porque el principio irreductible de la imagen como interfaz entre espacio y tiempo también es la luz. Entonces el Paeromopus angusticeps no me vio, pero probablemente se extrañó de una oscuridad súbita que lo abrazaba. Yo volví a la casa y para él volvió la luz.
Por motivos que no acabo de comprender (seguro tiene algo que ver con su escurridizo nombre), Escargot tie-ne una obsesión con las cañerías y sus pestilencias. Evidentemente estaba fascinado con la mierda que día con día se acumulaba en nuestro baño seco: de nuestras nalgas y en caída libre hasta tocar fondo, se erigía poco a poco una majestuosa torre hecha de mierda, ceniza y tierra que admiraba, intrigado por el proceso metabólico que producía camadas y camadas de moscas ruidosas. Descubrí que casi todas eran:
Musca domestica,
aunque también había una que otra gigante, de ésas panteoneras. No me sorprendió el nombre:
Cynomya cadaverina.
Cada quien sus patologías: a mí me llamaban más la atención otros seres, como las pequeñísimas:
Si volteo hacia atrás y contengo el parpadeo en mi infancia, puedo decir: “siempre le he temido a los insectos”. Tiene sentido si luego evoco a mis papás alarmados ante cualquier artrópodo colgante de las paredes o a las escalofriantes representaciones fílmicas con las que crecí. En esos mundos no hay insectos nobles. Siempre corresponden a plagas insalubres o monstruos metamorfoseados, amenazas de aniquilación. Una de las primeras noches en ese lugar tan ajeno a la metrópoli, reviví esas historias de terror y de misterio.
Estaba acostada en la cama cuando vi lo que parecían tres patas bastante largas asomándose del foco pegado al techo. Pensé: “si ésas son las patas… ¿de qué tamaño es el bicho?”. Pegué un brinco cuando la araña que se ocultaba decidió salir de su escondite. Era de color marrón sombrío, de unos ocho centímetros contando las patas y, con mi léxico no experto, puedo decir, peluda. Me quedé pasmada. Pero no: tenía que matarla antes de que ella viniera por mí. Agarré mi chancla y me le acerqué con todo el sigilo posible. Ja, obviamente ya me había visto con uno de sus tantos ojos. Ni siquiera estaba tan cerca cuando salió disparada y cruzó todo el techo en un santiamén. Nunca había visto una araña tan ágil. No sé quién estaba más aterrorizada. Se resguardó en una ranura y cuando quiso salir, yo ya la estaba esperando.
Al verla muerta, recordé algo que escribió Ida Vitale en De plantas y animales:
¿Por qué siempre hay alarma al aparecer la araña? No asco como ante una cucaracha, sino un llamado inconsciente que pone en línea todas nuestras posibles tensiones. ¿Salta la araña? “Nosotros, al menos, nos disponemos para el salto”, dice Francisco Ponge, que supone condiciones acrobáticas a la criatura que yo empiezo a imaginar remolona.Yo no me dispuse para el salto: lo ejecuté.
“No hay nada más ‘otro’ que la otredad de un insecto”, dice Pablo Soler Frost en su famoso libro entomológico-literario Oriente de los insectos mexicanos. Es como si en ellos habitara una alteridad irremediable que llama a los sustratos más hondos: un puente con la oscuridad primordial.
Maurice Maeterlinck, quien se intrigaba por el fondo oscuro del inconsciente y también fue acusado de plagiar a un autor sudafricano en su libro La vida de las termitas, escribió: “El insecto ofrece algo que no parece pertenecer a la moral y a la psicología de nuestro globo. Se diría que vienen de otro planeta, más monstruoso, más enérgico, más insensato, más atroz, más infernal que el nuestro”. Tantas patas en seres tan diminutos hacen que Maeterlinck pueda tener razón.
En “El miedo a los insectos”, uno de sus primeros ensayos —lo digo porque su escritura ya poco tiene que ver con eso: ahora hace increíbles máquinas anticapitalistas de novelas inexpertas y escribe con plantas—, Vivian Abenshushan dice que los insectos no le dan ñáñaras, más bien le molesta que se cuelen a su biografía sin avisar. A mí sí me dan ñáñaras: por esa Aranae de hábitos nocturnos mi cuerpo experimentó un pavor cuya genealogía no alcanzo a ubicar. Sea lo que sea, el punto es que ese miedo —fundado o infundado— me había hecho masacrarla.
¿Qué demonios significa eso de “pensar con el cuerpo”? Hasta parece que está de moda. ¿A poco así de fácil abandonamos el cogito ergo sum cartesiano? Empecemos por ahí. Actualmente, René Descartes tiene muy mala fama por sus ideas racionalistas de corte antropocéntrico. Por eso me sorprendió que, en las Meditaciones metafísicas, él mismo pida que lo imaginemos empiyamado con una batita de seda junto al fuego en su debraye. No era lo que esperaba de un racionalista. Piyama o no (porque incluso más adelante menciona su desnudez), lo que dice en sus meditaciones sí es muy serio: para Descartes el cogito, el “yo”, es el principio, el fundamento. Es decir: las condiciones que hacen posible nuestra relación con el mundo las ponemos nosotros, los sujetos. De nuestra capacidad de pensar se desprende todo lo demás. Y de esa hipótesis, por ejemplo, se llega fácilmente a la superioridad de lo humano sobre todas las demás especies.
Volviendo al cuerpo, hay un filósofo interesado en la corporalidad que planteó algo totalmente distinto al cogito cartesiano: Baruch Spinoza (autor del multicitado hit “nadie sabe lo que puede un cuerpo”). Según él, Descartes se equivoca al poner al “yo” como fundamento, cuando realmente el único principio es Dios: para Spinoza, Dios no es un hombre barbado que castiga desde quién sabe dónde; Dios es la Naturaleza, el cosmos en su totalidad. Y todos los seres participamos en la misma medida de esa sustancia que es la Naturaleza. Para que se entienda: a partir de Spinoza podríamos decir que hay una suerte de equivalencia entre los humanos y las piedras, o entre las arañas. La diferencia es lo que puede cada cuerpo, nada más.
A ver, entonces, ¿“pensar con el cuerpo” significaría confiar en él, atender a su propia escucha? Si es así, por ahí puedo empezar. Aquí estoy parada: crecí en la ciudad, convencida de que las arañas son peligrosas. Reconozco que mi cuerpo reacciona desde esa configuración que no recuerdo haber elegido. No me enorgullece. Tampoco me apena afirmar mi cuerpo, sus afectos. Carajo, qué hermoso poder decirle al cuerpo: te creo. Qué urgente imaginar el cuerpo como espacio donde habita una verdad mucho más porosa y necesaria que la del saber. Partir del cuerpo para, entonces sí, cambiar de posición, de ideas.
Spinoza es todavía más radical: leyéndolo con cuidado, ni siquiera tendría sentido pensar al cuerpo separado de la mente, del pensamiento: para él cuerpo y mente son simultáneos, inseparables. Fue tan radical que a los 24 años, antes de que publicara cualquier cosa, los rabinos ya lo habían excomulgado. Era el siglo XVII y sus papás venían huyendo de la Inquisición en Castilla; así llegaron a Ámsterdam, donde él nació. Era “marrano”: un judío obligado a convertirse en cristiano. Dicen que pensaba en español, la lengua negada de sus padres. Según su biógrafo Colerus también tenía una afición rara: “buscaba arañas a las que hacía luchar entre ellas, o bien, moscas a las que lanzaba a la tela de araña, y contemplaba después estas batallas con tanto placer que algunas veces no podía contener la risa”.
Quién sabe qué sea “pensar con el cuerpo.” Por cierto: no todas las arañas son ponzoñosas. En México las únicas arañas realmente peligrosas —que podrían aparecer en una casa— son la viuda negra y la araña violinista. Pero no, no basta con saber.
Si todas las genealogías son ficciones, yo también quiero imaginar la mía para especular sobre la supuesta maldad inherente a los insectos. Pienso en las mañosas descripciones que hace de América el conde de Buffon, un ilustrado del siglo XVIII que pasó a la historia como inspiración para Darwin, nombre capital en la racionalidad científica de Occidente, ni más ni menos.
Una de las cosas que más enorgullecían al naturalista francés fue haber descubierto que las especies de América eran distintas a las europeas. En uno de los 44 volúmenes de su Historia natural describe las tierras americanas (sí, sí, todas ellas por igual, donde fuera que acabaran) como pantanos putrefactos bullentes de insectos y culebras gigantes. “Porque frío es el salvaje como fría es la serpiente”. Era obvio que el salvaje americano era un hombre frígido en el amor: por eso no había dominado a la naturaleza. O sea: que no se le paraba y que por eso no podía darle forma a su lodazal, pues.
Para Buffon, América era un mundo sumido en la inmadurez mental y física, embrionario y decadente. Por eso aquí pululaban los insectos, animales rastreros que en ningún otro lugar alcanzaban proporciones tan monstruosas. En este continente no existían las especies grandes, sólo las minúsculas y viles, las que se reproducían con pavorosa fertilidad, a diferencia de esas otras que eran nobles, los animales robustos y hermosos del Viejo mundo que defendían su valor, como el león. Todo esto lo dijo un hombre corpulento y seguro de sí mismo que portaba una peluca empolvada y se la vivía entre París y Montbard. Nunca pisó América.
Pero si Buffon relacionaba de inmediato la vileza con los insectos a la hora de desplegar su escabrosa argumentación, es muy probable que no fuera el primero, quizás era una idea común en ese tiempo. El antropocentrismo y el desprecio por lo pequeño —así como la relación entre el dominio violento y lo fálico— tienen muchos años escribiendo una buena parte de la historia occidental.
Aunque no todas sus observaciones fueron así de indeseables, sí es evidente su racismo descarado que, por cierto, se incorporó a la ciencia de los siguientes siglos. Esto es tenebroso porque según Michel Foucault así se produce la verdad o eso que llamamos discurso verdadero.
Igual y sólo digo todo esto para justificar mi alevosía sobre la araña del techo (†). Esa noche después del incidente no dejé fracciones desnudas de mi cuerpo: apenas por una ranura de la cobija se asomaban mi nariz y ojos. Me costó mucho quedarme dormida. Era difícil dejar de ver el techo buscando una pata que anunciara un cuerpo entero. “Sé que me presiente y sé que, por la altura de la noche, me espera. Si duermo, danza sobre mi frente, su ojo sobre mi ojo”, repetí, sepultada bajo las sábanas, ese fragmento de “La araña”, el tétrico cuento de Guadalupe Dueñas.
Una de esas mañanas preparé agua de jamaica. Afuera llovía, así que no podíamos salir a curiosear al bosque.
Escargot y yo nos quedamos en la casa tratando de leer, escribir o nada más ver sobre qué debrayábamos. Mientras las flores hervían me di cuenta de que no sabía cómo era la planta de Jamaica. Nunca había visto una en vivo ni en foto. Siempre llegaba a mí en flores secas que resucitaban al contacto con el agua. La busqué en internet:
Era un arbusto no muy grande con flores color granate que a simple vista parecen guardar espinas bajo sus pétalos. La forma de sus hojas me recordó a las de la Cannabis. En el primer resultado decía con una letra gordinflona y sin patines: “Hibisco de la familia de las malváceas, originario de África tropical, desde Egipto hasta Sudán”.
Puede que no tenga nada que ver, pero pensé que hibisco rimaba con obelisco. Así que me puse a buscar su etimología. No la encontré como tal, sólo decía que el quingombó es un fruto comestible proveniente de África llamado por Linneo Hibiscus esculentus (de ahí la relación con lo que yo averiguaba.) Al parecer la palabra “quingombó” viene a través del portugués “quingombô”, y éste del umbundo, un idioma bantú de Angola. En Cuba le dicen quimbombó: lo decía ahí y lo sé también porque así lo llama mi abuelita Tere, que creció allá. Es un fruto verde y alargado con interior carnoso y semillas viscosas. La verdad nunca me ha gustado lo fibroso, me da repugnancia esa textura. Perdón por mentir y comerlo encantada, abu: tal vez lo que me gusta del quimbombó es saberte cerca de una partecita de Cuba.
Seguí buscando en otras páginas —ese atisbo de la deep web que puede ser ir más allá de la primera página de resultados de Google— y por fin hallé la etimología de Hibiscus (o algo así): “Nombre genérico que deriva de la palabra griega ιβίσκος (ibískos), el nombre otorgado por Dioscórides a la Althaea officinalis”. Vi que ésa era otra planta físicamente muy parecida a la de Jamaica, conocida como malvavisco. Algo era cierto: la palabra hibiscus había sido creada por Dios(córides), un médico y botánico que nació 60 años antes que Jesucristo. Su libro De materia medica fue muy popular como manual de farmacopea durante la Edad Media y el Renacimiento. Se tradujo del griego al latín y al árabe. En 1555 Andrés Laguna, que fue médico del entonces papa, trasladó el libro al español en una edición a la que añadió más de 600 dibujos de su autoría. Con un par de clics, en la Biblioteca Digital Mundial se puede descargar íntegro ese libro del siglo XVI.
Siguiendo la marginalia de orlas frutales entrelazadas en columnas toscanas busqué la Althaea officinalis. Confiaba en que podría reconocer el dibujo, pues sería parecida a la Hibiscus que yo andaba buscando y que, a estas alturas, ya estaba disfrutando en un vaso con hielos. Luego de escrolear sin tantísima atención 616 folios antiguos con descripciones más poéticas que científicas sobre benévolas plantas medicinales, descubrí que también había espeluznantes narraciones “de los venenos mortíferos, y de las fieras que arrojan ponzoña”.
Me llamaron la atención las orugas del pino que al tragarlas producen “tan bravo dolor de tripas, que juzga el paciente, serle roídos todos los interiores miembros”. Se parecían a las orugas que acá en México les dicen azotadores. ¿Pero es que a quién se le ocurriría tragarse una oruga con picos?
Aunque ya no es un buen momento para enaltecer el humanismo, no puedo evitar recordar la bellísima defensa que le hace Erasmo de Rotterdam a partir del proverbio Dulce bellum inexpertis. Mi amigo Ricardo, estudiante de Letras Clásicas (el más antiguo que tengo, en todos los sentidos de la palabra), lo traduce así: “La guerra es dulce para los que no la conocen”. Según Erasmo, que tengamos una piel suave y delicada en lugar de espinas o garras es un signo claro de que no estamos hechos para la guerra, sino para la amistad. ¿Por qué tendríamos brazos sino para abrazar? ¿Cuál sería el sentido del beso? “Que las almas puedan unirse al mismo tiempo que se unen los cuerpos”.
Quien se tragó la oruga del pino desmintió la universalidad de Erasmo: supongo que vio espinas y no pensó “peligro”, sino “amistad.” Así llegué al final de De materia medica sin hallar la Hibiscus. Lo que sí encontré fue un índice de las plantas en diez denominaciones distintas. En latín: Altaea, página 368. Claro que había pasado por ahí, pero no le encontré mucho parecido con la Hibiscus, por eso ni me detuve a corroborar de qué planta se trataba. Inesperadamente, el dibujo que le seguía era una planta de Cannabis. Me sentí partícipe de un encuentro. ¿De qué, para qué? Para nada. No me di cuenta de en qué momento oscureció.
Un lugar siempre es, al menos, dos lugares: uno de día y otro de noche. En esa casa al lado del bosque, el ocaso llegaba acompañado de criaturas muy distintas a las que salen con el sol. Esa tarde vi otra araña caminando por la pared, idéntica a la primera que había visto aquella noche. Mi reacción inmediata fue la certeza de que debía tomarle una foto para recolectarla. Tratando de que mis movimientos pasaran inadvertidos me acerqué a ella lo más que pude. Movió una pata y yo retrocedí. Cambió de sitio. Acechante, la seguí:
Se le conoce como araña cangrejo de pared. No es peligrosa. Vive entre las rocas o en los bosques. Con las fotos me di cuenta de que no era color marrón, sino arena con manchas oscuras. No fue difícil encontrar un parecido entre sus movimientos y los de un crustáceo que se pasea despreocupado por la playa. Después de cenar no la vi más.
Los siguientes días las arañas me preocuparon menos. Las veía por las paredes y sabía que si ninguna se interponía en el camino de la otra, todo continuaba su curso. Al fin pude dormir a pierna suelta.
Escargot y yo estuvimos en San Pablo Etla, Oaxaca, por dos semanas. Decidí pagar el año completo de Picture Insect. Al día de hoy he recolectado 86 insectos. Bueno, haciendo bien la cuenta, 72: apenas descubrí que ni los ciempiés ni las arañas son insectos.