Concurso 53 | Palimpsesto / No. 235

Entelékheia familiar
Ensayo: Segundo premio


Un profundo deseo de no ver lo real permite ver la imagen.
Pascal Quignard




 
A la izquierda, una mujer, mi madre, con un hermoso vestido blanco, quizá de seda, un maquillaje discreto que delinea sus ojos y realza la forma de sus labios con un rojo apuntando al naranja; la mitad de su rostro la cubre una cabellera ondulada; el único ojo que muestra observa suplicante, mira directamente hacia la cámara. A la izquierda, un hombre, mi padre, sostiene asustado a una bebé; su ropa resalta entre los grises y blancos fúnebres. En sus brazos, la bebé, yo, cubierta de blanco: medias, zapatitos y vestido. Dos manos fantasmas logran asomarse; una de ellas sostiene mi pulgar y lo presiona en una hoja. Al fondo una mujer camina sonámbula, da la impresión de no percatarse de lo que sucede en esa habitación.

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Como Joan Didion, al preguntarse sobre las notas que guardaba en su libreta, en aquel espléndido ensayo "Sobre tener un cuaderno de notas", siempre que observaba esa fotografía me podía imaginar diferentes historias. ¿Fue mi madre una de esas mujeres que bebía directamente de las botellas de champaña y lucía cortes extravagantes como las famosas flappers? ¿Habrá fumado un cigarrillo después de firmar los papeles y hecho sonar su tacón de 12 centímetros mientras abandonaba las oficinas moviendo las caderas de forma exagerada? ¿Habría por fin tirado todas las playeras estampadas de mi padre y comprado camisas de vestir en colores celestes, corbatas de seda, trajes estilizados? ¿Habrá llorado por no ser ninguna de esas mujeres?

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Las fotografías son quizás el mayor artilugio para mostrar falacias disfrazadas de verdad. Tal vez por eso Roland Barthes no soportaba ver fotos de su madre fallecida, o Susan Sontag criticaba la terrible obsesión del turista por entorpecer el tráfico con sus cámaras desechables y sombreros ridículos.

Bastante común es escuchar la frase "hasta no ver, no creer", aunque durante muchos años pareciera haber sido sustituida por "hasta no ver fotografía, no creer". Sin embargo, el paso del tiempo hizo evidente que muchas imágenes intercambian espejos por oro; muestran realidades fragmentadas, trozos casi perfectos. En esas realidades, el hambre, la pobreza y la violencia no existen.

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Muchos años más tarde, descubrí la verdad de esa foto. Nada de botellas de champaña ni vestidos de seda. Nada de historias felices ni corbatas caras. El rostro de mi madre no se escondía detrás de un peinado rebelde; su cabello guardaba las marcas, el llanto, el dolor.

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La fotografía da la impresión de ser la única capaz de enmarcar pequeños instantes del presente. Por ello, en algunas culturas existe la creencia de que fotografiarse no sólo implica la apropiación de la imagen de una persona, sino el hurto de su alma.

Se podría tachar de ignorante esta creencia, pero si miramos atentamente nuestra construcción actual de la realidad, notaremos cómo poco a poco nuestra alma se va desdibujando a cada retoque en Photoshop, a cada momento planeado que busca verse real. Como escribe Susan Sontag: "En vez de limitarse a registrar la realidad, las fotografías se han vuelto norma de la apariencia que las cosas nos presentan, alterando por lo tanto nuestra idea de la realidad y el realismo". Ya no nos interesa la verdad, importa la verosimilitud. Desaparecemos en cada pincelazo para convertirnos en la mujer del retrato oval. Hambrientos de atención. Si en un principio el alma era atrapada en pedazos de papel, ahora ha sido condenada al scroll de las pantallas.

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En la parte de atrás la foto se encuentra fechada. Aquel día, mi madre miraba al fotógrafo y suplicaba con su único ojo a la vista que parara de fotografiarnos. Como tantas otras veces, los puños de mi padre habían callado los gritos desesperados de mamá. Debajo del cabello, las manchas púrpuras alrededor de su otro ojo soñaban con ser libres.

No recuerdo exactamente por qué mi madre me contó la historia de esa fotografía. Sólo recuerdo que me encontraba hurgando en cajas llenas de fotos familiares, escribía un ensayo sobre mi nombre y me vino a la mente esa imagen del día de mi registro. Mi madre entró al cuarto mientras escribía, la vio en el escritorio y la tomó: ¿Puedes pedirle a Víctor que lo borre de ahí? Le dije que sí, aunque no sabía si un diseñador gráfico también podía cambiar la mirada triste de mi madre, si podía borrar aquella fecha de nuestro pasado.

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Point de vue du Gras. La primera fotografía de la historia se realizó en 1826. Luego de ocho horas con diez minutos de exposición, Joseph Nicéphore Niépce fotografió, desde la ventana, el techo de su finca. En la imagen puede notarse que ambas paredes tienen sombra. Esto se debe a que Niépce no sólo capturó la primera fotografía, logró, incluso mejor que Monet, guardar para la posteridad el movimiento del sol.

Sin embargo, algunos creen que ésa no fue la primera fotografía, pues propiamente Point de vue du Gras era una heliografía: un procedimiento que necesitaba de betún de Judea —una sustancia fotosensible—, aceite de espliego, papel, placas de vidrio, metal y una cámara oscura. Por su parte, Roland Barthes, en La cámara lúcida, nos muestra la que sería la verdadera "primera fotografía": una instantánea borrosa de la mesa servida de Niépce que data de 1822.





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"Fotografiar es ver con rayos X, como Superman, en la fantasía infantil: todo se hace visible, pero desde lejos. Es reunir todas las imágenes posibles de un mundo que a veces controlamos, pero en el que no participamos", escribe Eliot Weinberger. Me pregunto si el fotógrafo de ese día habrá visto el rostro completo de mi madre, si fue él quien le sugirió cubrirlo. Es probable que él mirara desde lejos a aquella familia fragmentada, sin poder participar; controló el balance perfecto de luces para regalarnos una foto que intentaba ocultar la realidad de los siguientes cuatro años que mi madre pasaría junto a mi padre. También puede ser que el fotógrafo ni siquiera lo hubiera notado.

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Nota sobre Nocturno hindú de Antonio Tabucchi

Christine le muestra al protagonista un libro con sus fotografías. Una de ellas es la ampliación de un hombre: "La foto reproducía a un joven negro, únicamente el busto; una camiseta con un letrero publicitario, un cuerpo atlético, en el rostro la expresión de un gran esfuerzo, las manos levantadas como en señal de victoria". A falta de un título o leyenda, la fotografía podría indicar que este hombre acaba de llegar a la meta después de una carrera de atletismo. Sus ojos expresan el final de algo que lleva esperando desde hace mucho. Pero la fotografía engaña. La imagen completa muestra otro escenario. Un policía acaba de dispararle. El hombre murió segundos después de que Christine hiciera clic.

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Existen muy pocas fotos de mi madre sonriendo después de 1997. Parece que desde hace mucho las instantáneas robaron su sonrisa del alma. No importa cuántos cumpleaños o momentos importantes sucedan, ella siempre mira a la cámara de la misma forma: suplicando que, por favor, den el clic. Las manchas púrpuras se borraron de su cara, pero no de las fotografías.

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Una de las cosas que caracteriza al siglo XXI fue la llegada de las selfies. En 2006, Paris Hilton posteó un tweet en el que avisaba al mundo que Britney Spears y ella habían inventado las selfies; sin embargo, la primera data de 1839, y a Robert Cornelius le tomó al menos unos 15 minutos de exposición guardar su retrato a los 30 años.


La gran duquesa Anastasia Nikoláyevna, hija del emperador de Rusia, tomó en 1914 otra de las selfies más conocidas. A sus 13 años sostuvo la cámara frente al espejo y esperó a verse reflejada: "Tomé esta foto de mí misma mirando al espejo. Fue muy difícil ya que mis manos temblaban", escribió en una carta a su padre.

A diferencia de la selfie contemporánea, tomarse una selfie hace más de 100 años requería mucha paciencia; obligaba a contemplarse a uno mismo por tanto tiempo que, como cuando nos observamos un gran rato en el espejo, dejamos de reconocernos. El autorretrato de Anastasia no es sólo el reflejo de su silueta, es también el temblor de sus manos, los fantasmas del tiempo.


Hoy las cámaras tardan microsegundos en capturar un instante. Una cámara frontal en el celular nos permite controlar la historia que desearíamos narrar de nosotros mismos, mediante un balance de luz y tiempo de exposición perfectos. No necesitamos cubrir el rostro con pelo; un programa informático o una sencilla aplicación de nuestro teléfono inteligente borra las marcas, las imperfecciones e, incluso, el pasado. Si "la historia de los espejos —ensaya Andrea Chapela— es la historia de mirar(se)", la historia de la selfie es la historia de cómo quisiéramos mirar(nos).

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Me pregunto si mi madre habría preferido una selfie en lugar de aquella foto; sentir que controlaba su vida. Pero no. Mi madre tampoco soporta las selfies. Como Sontag, piensa que: "La fotografía se propone como un modo de conocimiento: una manera de vencer al mundo con ingenio en vez de atacarlo frontalmente". Su cabello venció con perspicacia la violencia de esos años, pero aquel ojo visible fue el único capaz de atacar de frente a los hematomas que su sexo la había condenado a ocultar.

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"La fotografía es una trampa porque nos regala un imposible: la ilusión de que uno puede apropiarse de lo observado al mirarlo". ¿Por qué nos retrataron ese día de febrero? Sin duda, para conservar el instante en que mi padre se adueñó del cuerpo de mi madre y del mío al regalarme su apellido. Sin embargo, también habló su miedo. En el fondo, él supo que su poder era efímero: "Retratar algo por miedo a perderlo equivale a intentar detener el paso del tiempo. Usar una imagen como amuleto contra el cambio es intentar bañarse dos veces en el mismo río. El río no es el mismo y la persona no es la misma y el mundo no es el mismo" (Isabel Zapata).