Mariantonieta
Yo también quisiera sudar. Sentir cosquillas en la planta del pie o en las axilas, comezón en mi corteza. Desearía que alguna vez me picara un mosquito o sentir el aguijón de una abeja. Me conformaría con derramar una lágrima cuando el día se tornara gris y despintarme esta falsa sonrisa. Ojalá me creciera el cabello para que las trenzas me llegaran a la cintura o, por lo menos, que me brotaran hojas y raíces de nuevo. ¡Este pensamiento arbóreo! ¡Yo no debí ser Mariantonieta!
Les cuento: nací de los restos de un oyamel que fue talado ilegalmente en un bosque de Amecameca. Vi la luz por primera vez en el taller de un artesano. Mario nació unos días después que yo. Una noche, luego de un mes, nos vendieron juntos en la feria del pueblo a un exdramaturgo que nos dio casa, empleo y que dirigió los hilos de nuestras vidas casi todo el tiempo. Fuimos actores en su pequeño teatro hasta el día de la tragedia. Hui. ¿Cómo quedarme? Nunca volveré a ser la misma.
La mayoría de las veces gozaba ver mi sonrisa reflejada en el rostro de los niños. Supongo que Mario prefería los aplausos. Nuestra comedia en tres actos consistía en sus aventuras para conquistarme. Y siempre lo conseguía. Seguro que muchas niñas suspiraban por él. Guapo, moreno y bigotón. Tallado del mismo árbol. Al final del segundo acto había un entremés. Salía a escena el Todojunto: un paje gordo y chaparro, de aspecto desparramado, nariz enorme y más enorme aún por su enorme grano. Parecía no tener cuello y estar todo junto. Él llegó acompañando al dramaturgo desde España. Interpretaba su pieza a la perfección. Era la historia de un paje muy preocupado porque debía preparar la cena de un rey y no sabía cocinar. Arrancaba las sonrisas de los pequeños mientras Mario y yo nos cambiábamos de vestuario en el foso.
Uno frente al otro, sin división alguna. Me sentía reverdecer cuando su mirada tocaba mis pechos. Estoy segura de que él sentía lo mismo en su cuerpo. Para el último acto yo me cambiaba el vestido por uno color blanco y él se ponía un traje. Siempre me enamoraba con una serenata al final de la obra. Yo, luego de tirarle encima un balde de agua helada, bajaba de mi balcón a darle un beso y se cerraba el telón.
Nos presentamos en distintos lugares. En parques, avenidas, escuelas, mercados, iglesias, ferias, circos. Todos los días, las manos que tiraban nuestros hilos nos impulsaban a buscar un nuevo público con el fin de ganar unas monedas. Nuestro jefe era un ser vicioso que casi todas las noches se empinaba una botella al cobijo de dos mujeres parecidas a mí. Las golpeaba la mayor parte de la noche. Luego, completamente ebrio, se recostaba entre ambas y les acariciaba los senos. Si pudiera acostarme así, abrazar a Mario y sentir la tibieza de su cuerpo, sería un incendio forestal andante. Pero no he sentido más que la astilla de sus besos antes de que cierre el telón. A veces tibios, otras más helados, ¿se habrá hartado de mí? ¿De mis labios?
Cuando ya no hubo más esquinas nuevas, más escuelas, más iglesias ni nuevos parques, todo comenzó a desmoronarse. Si teníamos suerte, el rostro de algún niño conocido venía a vernos, alguna paloma, un perro, de vez en cuando uno que otro gato y, a veces, una pandilla de ratas. Si el patrón no amanecía borracho, tenía una resaca de los mil y un demonios. No se tomaba el tiempo de montar nuestros ensayos. No lavaba nuestra ropa. No había vestuarios nuevos. Mucho menos otra obra. Nos volvimos cotidianos. La gente se aburrió de nosotros. Las monedas que recibíamos eran caridad de sujetos que ni siquiera se detenían a apreciar nuestro trabajo. Eso no le gustó al jefe y, entonces, tuvo una brillante idea.
No sé qué pensó Mario. Debió agradarle. Igual todos los hombres son unos borrachos. Sin duda al Todojunto debió parecerle una maravilla. Al tener que presentarnos en pulcatas y cantinas, él pasó de ser un entremés a ser el protagonista. Y ni siquiera existía un guion, el jefe no se tomaba la molestia, lo único que se tomaba eran varios mezcales, colocaba un tabaco tras otro en la comisura de su boca y comenzaba a improvisar. Pasamos de ser actores de teatro a unos simples juglares. Y Mario y Todojunto a veces se las daban de trovadores. Pero yo no soy tonta. Soy consciente y tengo ojos. Pasamos a ser entretenimiento barato. La paga era alcohol y cigarros. Yo ya no era una dama. Entre el jefe y los otros dos ebrios me maltrataban. Abusaban de mí en pleno escenario. Y a los mundanos espectadores les gustaba. Parecía excitarles. Al final del show el escenario era un desastre: si no terminaba vomitado, alguien lo usaba como cenicero y, casi todas las noches, éramos testigos de una trifulca entre todos los hombres. La noche de la tragedia no fue distinta.
Nuestro jefe terminó la presentación, nos arrumbó en una esquina y fue a saciar su sed a la barra. Mientras estaba distraída, un sujeto hediondo me tomó por las trenzas y me llevó con él al baño. Me puso sobre el retrete y, mientras se desabrochaba los pantalones, comenzó a hablarme al oído.
—Ahora sí, Mariantonieta, mi muñequita linda. Vas a ver lo que es bueno.
Y comenzó a frotar su pedazo de carne contra mi cuerpo. Luego de algunos minutos me ensució el vestido. Encendió un cigarro. Afuera ya había comenzado la pelea de cada noche. Esta vez la había iniciado nuestro jefe.
—¡Que me han roba'o! ¡Joder! ¡Que me han roba'o! —decía. Y se escuchaba el vocerío de las bestias, las botellas estrellándose contra la pared y al cantinero intentando apaciguar la situación. Cuando aquel hombre me devolvió al escenario, arrojó su medio cigarro conmigo. El fuego alcanzó el telón y por primera vez sentí el calor muy cerca de mi cuerpo. Nadie le dio importancia. Las llamaradas se extendieron por el escenario. Subieron por el cuerpo del Todojunto y de Mario. ¡Mi Mario! Intenté moverme, pero no pude hacer nada. Me dolía el cuerpo y eso a lo que llaman alma. La lumbre besó mi espalda, mi cuello, de a poco consumió mi vestido y los hilos a los que estaba atada. Fue el cantinero quien nos arrojó una cubeta de agua para que de paso no nos lleváramos la cantina.
La pelea siguió un buen rato hasta que estuvieron exhaustos. Casi todos se largaron a rastras. Nuestro jefe estaba tumbado en el piso, molido, hecho polvo, como el teatro y dos de sus marionetas. Yo me sentía cada vez más deshecha y al mismo tiempo más liviana, con más soltura. Me sentí tan ligera que pude girar la cabeza hacia ambos lados, subir los hombros y mover las manos. Un borrachito con el hocico roto balbuceó desde una esquina, aterrado, que la muñeca estaba embrujada, que se movía. Pero sólo era yo, Mariantonieta, que me había puesto en pie y que me iba.