Concurso 53 | Palimpsesto / No. 235
La última oportunidad de Cariguante
Crónica: Primer premio
Con la voz entrecortada por un llanto que se esfuerza por ocultar, Edgar Cuenca —también conocido como Cariguante— me advierte que su historia no es la del deportista disciplinado, que no se droga y que deja un mensaje de inspiración para los demás. No quiere que se lleven una idea falsa de lo que realmente es —o de cómo se piensa a sí mismo—: un vendedor de dulces divorciado que muchas veces tiene que dejar el entrenamiento para trabajar y poder enviarle dinero a sus hijos y que, además, fuma mariguana cotidianamente.
Si algo exige el boxeo es tiempo. Tiempo para correr, ir al gimnasio, cuidar la alimentación, dormir. Tiempo es lo que le falta a Cariguante.
A sus 32 años es un hombre corpulento. Mide un metro con 73 centímetros. Pesa 82 kilos, de los cuales gran parte son músculos. Su aspecto podría parecer amenazante: nariz ancha, marcas de acné, labios gruesos y una mirada penetrante de ojos verde olivo. Habla con voz cantadita y gruesa, en un tono chilango, imperativo. Usa gorra, bandolera al hombro y ropa deportiva. Siempre va limpio y con el porte firme estilo militar.
A Cariguante se le encuentra en la esquina de Eje 3 con Calzada del Hueso, en los límites de las alcaldías Coyoacán y Tlalpan. Allí vende dulces en los camiones de la ruta 13 desde el 2011, esos que rezan "Tláhuac paradero" en el parabrisas.
A la par, entrena boxeo desde hace tres años. Aunque en realidad toda su vida ha estado atravesada por los golpes.
El apodo Cariguante lo persigue desde la secundaria. En ese entonces golpeaba a quienes lo llamaban así, haciendo alusión al rojo de su cara por el acné. No obstante, dice que cuando estuvo preso dos meses en el Consejo Tutelar para Menores Infractores, conoció a un recluso muy respetado al cual también apodaban Cariguante. Lo describe como un tipo callado e inteligente. Así que al salir del tutelar recuperó su antiguo apodo, esta vez sin pena alguna.
En el cuarto de un taller mecánico me cuenta su dilema personal: ir al gimnasio o mantener a su familia.
—En las mañanas hago ese servicio de padre, ¿no? En las noches hay que tomar la decisión de ser egoísta y decir: voy y sigo mi sueño, voy y boxeo... Pero no saqué los gastos necesarios, ¿me entiendes? Me tengo que quedar a trabajar. Como deportista, no ir al gimnasio es estar frito.
Fuerte y tierno como Tyson
Cariguante conoció el boxeo gracias al líder de los vendedores ambulantes de la ruta de camiones donde trabaja. El Sargento-General, le dicen al líder. Es maestro de krav magá, la técnica de defensa personal que inventó el ejército israelí. Él le enseñó a utilizar cuchillos, hacer llaves y otras técnicas de ataque. Pero lo que más lo enganchó fue el box.
Muchos le decían que no llegaría a ser boxeador. Primero, por su edad: los boxeadores sobresalientes generalmente empiezan a entrenar desde niños o adolescentes. Segundo, por su corpulencia: algunos creen que para este deporte hay que ser ágil y que su gran cuerpo podría estorbarle.
Pero Cariguante piensa en Mike Tyson quien, a pesar de sus 99 kilos y 178 centímetros de estatura, fue un peleador asombrosamente ágil.
—Me identifico con él porque es un demoledor arriba del ring. Yo pienso que cuando él estaba arriba recordaba de dónde había salido. Cada que yo boxeo pienso que soy un vendedor de dulces común y corriente, un padre de familia. O, mejor dicho, recuerdo que vengo de una familia disfuncional y que yo también creé una familia disfuncional. Todo eso creo que me da fuerza.
Al igual que Tyson, Cariguante estuvo preso cuando era menor de edad. Sin embargo, ambos descubrieron el boxeo en distintos momentos de su vida: Tyson en la cárcel, Cariguante cuando ya tenía dos hijos.
Cariguante creció en Predio Degollado, un asentamiento irregular ubicado en la colonia Desarrollo Urbano de la alcaldía Iztapalapa. Su hogar estaba en uno de los llamados "campamentos", terrenos invadidos en los que viven cientos de familias. Su casa era de lámina y piso de tierra. Según el Reporte Iztapalapa 2021, la Degollado es un predio con altos índices de marginación, violencia y consumo problemático de alcohol.
La prueba de fuego
Lejos de las pantallas de televisión y de las historias de éxito, están los sparrings. Ellos asumen una de las tareas más importantes del ring: exigir a los boxeadores que —quizás— lleguen a ser figuras reconocidas que den todo de sí. Un sparring debe ser fuerte: tan fuerte como el verdadero rival o, al menos, lo más parecido a éste. Llevan una vida casi tan disciplinada como la de quienes compiten de forma oficial. Corren en las mañanas, hacen dieta y entrenan una o dos veces al día.
Cuando Cariguante llevaba un mes en el gimnasio, Fabio, uno de los entrenadores, le dijo al Tigrillo: "mira, éste es el chavo que te decía". "¡Uy, pero si ya está viejo!", respondió el Tigrillo, el entrenador principal del gimnasio. Cariguante se sintió ridículo entrenando a sus 32 años, pero algo le dijo que debía probarse a sí mismo. Al fin y al cabo, estaba allí para aprender a boxear.
Fabio encontró en él a un prospecto para ser sparring de los boxeadores más fuertes del gimnasio, lo cual sólo significaba una cosa: al principio Cariguante sería carne de cañón.
***
"¡Ármense!", dice Fernando Jiménez, entrenador del gimnasio, a Zombi y Cariguante. Ésta es la señal para que ambos se preparen para subir al ring.
Hace tiempo que el Tigrillo bautizó a Cariguante con un nuevo apodo: Boyka. Es su apodo de boxeador, el mismo nombre del protagonista de la película Invicto (2017), que narra la vida de un boxeador callejero.
Una risa chueca delata el nerviosismo de Cariguante, las piernas le tiemblan. No será el mismo después de este combate. Pero todavía no lo sabe. Por el momento, intenta concentrarse. Zombi luce tranquilo: es un tipo inexpresivo que confía en su preparación. Para él esto es mera rutina, parte de su entrenamiento para una de las competencias más fuertes de su vida: el torneo Ring Central. Todos conocen a Zombi por su pegada. Además, es rápido. Tiene 21 años y un talento innegable.
Suena la campana: comienza el combate.
Abajo del ring todos dejamos de entrenar. Ya no le pegamos al costal, a la pera ni practicamos golpes con un compañero. Durante los sparrings no se les permite a los boxeadores dejar su entrenamiento. Sin embargo, es inevitable: estamos absortos viendo a Zombi boxear con aquel tipo rudo que no se raja a pesar de que le conectan durísimo una, dos, tres veces.
Boyka mueve la cintura, procura contragolpear. Los golpes suenan como látigos: es la piel de los guantes chocando contra la piel de los hombres. El sonido de los látigos inunda el espacio.
Ahora Zombi tiene a Boyka en una esquina. Estamos ya en el tercer round. Boyka sube la guardia, absorbe el castigo. Se le ve cansado. Y pensar que, apenas unas horas antes, estuvo bajo el sol, vendiendo dulces, subiendo y bajando los escalones de los microbuses, intentando hablar con la gente, repitiendo la misma cantaleta:
—Buenas tardes, pasaje. El día de hoy salgo a las calles a vender este producto que mi compañero pondrá en tus manos. Por favor, no me rechaces. No te compromete a nada. Puedes checarlo. No viene maltratado, no viene caducado. De antemano muchas gracias, que Dios te bendiga y que llegues con bien a tu destino.
Zombi lo acecha en la esquina del ring. Espera el momento para lanzar una brutal combinación de golpes. Tira dos rectos, luego gira la cintura y le conecta un upper de derecha que impacta de frente en su nariz.
¡Crack!
Es un golpe limpio, bien ejecutado.
Boyka está tirado en la lona. Fernando lo mira, ve lágrimas en sus ojos.
—Ya no puedo... —dice Cariguante a sus entrenadores.
Todos estamos pegados al ring, estupefactos. Fernando no sabe cómo reaccionar. Tigrillo se acerca a las cuerdas, toma a Cariguante por la careta, lo levanta:
—¡Boyka, cabrón! ¡No te des por vencido! ¡Tú eres un perro! Siempre has sido un perro en la calle y tienes que ser un perro aquí. ¡Esfuérzate por tu hija, porque le tienes que dar el ejemplo de no darte por vencido!
Entonces Cariguante se levanta. Vuelve a mover la cintura, esquiva los golpes de Zombi. Suena la piel. Suenan los pies rozando la lona del ring.
Hasta que suena la campana.
Después de esta batalla, Cariguante no volverá al gimnasio en una semana.
"Lo retiraste, Zombi. Hasta tenía lágrimas en los ojos", dirá Fernando, seguro de que no volverían a verlo. Zombi sentirá cierta culpa y, sobre todo, tristeza por perder un buen sparring, algo difícil de encontrar. Pasada una semana, Fernando decide ir a buscarlo, pero ese mismo día, Cariguante regresa por cuenta propia.
Al principio, los boxeadores y los entrenadores piensan que su regreso es para dar las gracias, despedirse y anunciar que se retira del ring. Pero no. Cariguante se disculpa por su ausencia y dice que está dispuesto a volver a intentarlo, a mejorar como boxeador.
—Es una prueba por la que todos pasamos —dice Fernando—. Imagínate, te preparas tres, cuatro, seis meses para una pelea, para un torneo: obviamente entras con la idea de salir campeón y cuando no se te logra pasa por la cabeza de todos retirarse. Para él a lo mejor no fue en una pelea, sino en un sparring, pero tuvo su pelea interna y la ganó.
Tláhuac paradero: Las reglas de la calle
El primer dulce que vendió Cariguante se llamaba Algodatrón: un algodón azucarado con relleno líquido envuelto en un empaque negro y azul. Fue hace unos diez años cuando se subió por primera vez a vender a un camión y decidió no volver a asaltar. Ganó 250 pesos. Un botín nimio si se le compara con los 1 500 o hasta 3 000 en un día "jodido" de cuando el robo era su principal actividad.
El ingreso de un vendedor ambulante es irregular. Hay días que Cariguante gana hasta 700 pesos y otros en los que se lleva menos de la mitad. Hay quienes venden en parejas: uno de ellos habla con los pasajeros mientras el otro les reparte los dulces. En ese caso la ganancia se divide en dos. Considerando esto, el salario promedio de un vendedor de dulces es de 300 diarios. Una cantidad cercana al salario mínimo de un reportero de prensa diaria, que es de 387.09 pesos, según la Comisión Nacional de Salarios Mínimos (Conasami).
Lo que más le disgusta a Cariguante de su oficio es la gente que lo juzga por su aspecto.
—Cuando me subo al camión, a pesar de que llevo ya casi diez años vendiendo aquí, la gente se sigue espantando. Guardan sus cosas, algunos me barren de pies a cabeza. Se me quedan viendo como si fuera un extraterrestre, como si fuera leproso. Todos esos prejuicios son los que me desagradan de esto de vender.
La organización de vendedores ambulantes para la que trabaja Cariguante existe desde hace 25 años. La ruta de camiones a la que tienen permitido subir pasa por Taxqueña, Acoxpa, Calzada de Tlalpan, Canal Nacional y Canal de Chalco.
Su jerarquía está bien establecida: lidera la organización el Sargento-General; luego sigue el capitán, que es Cariguante; después vienen los sayayines o los soldados, que son los vendedores de menor rango. Además, hay borregas, ellos son los encargados de vigilar que nadie ajeno a la organización se suba a vender. Y, de vez en cuando, alguien es designado como misionero: es quien hace la "misión" de ir por la mota de Cariguante al punto de compra en la colonia Carmen Serdán.
La mayoría de quienes trabajan en esta ruta han practicado algún deporte de combate. Por eso a la gente de esta organización —de entre muchas que existen en el área metropolitana— se le conoce como "los Bofes". En México la palabra "bofe" es sinónimo de boxeador.
—En la calle no puedes agarrar tu bolsa de dulces y subirte a un camión —explica Cariguante—. No puedes, te baja la gente porque hay organizaciones que ya llevan muchos años vendiendo. Se llaman, ora sí que como quien dice, "reglas de calle".
Cuando alguien quiere empezar a trabajar en esto se dice que esa persona "se aventura". "Aventurarse" significa estar a prueba: ver si aguanta vara en el oficio callejero. Al nuevo integrante se le hace un interrogatorio en el que se le pregunta de dónde viene, si ya ha trabajado en otra organización de ambulantes y si ha estado en la cárcel. La cuota diaria es de 100 pesos y el vendedor decide sus horarios.
—Ahí en nuestra organización se respeta a los choferes, se respeta al pasaje y la decisión del chofer de si te da permiso de subir a vender. Si no te da permiso, no te subes. Y pues al integrante de la ruta que no acate esa regla y que se quiera subir y que se pelee con el chofer pues, depende de quién sea y de cómo haya caminado con nosotros en la ruta, se le corre o se le multa.
Trabajar en la calle y con sus propias reglas no es cosa fácil. Algunas veces hay conflictos entre organizaciones. Cada una defiende su territorio: pone el cuerpo —el box, a veces, también sirve para esto—.
La paga no es mucha, pero es algo. Sobre todo, porque realmente no existen muchas opciones para quienes laboran en la ruta.
—Desafortunadamente me dicen: "¿por qué no te metes a trabajar en otro lado?". Pues porque tengo antecedentes penales y porque me dicen que no doy "el perfil". ¿Cuál es "el perfil" que debo tener?
Según los datos del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) respecto a las quejas recibidas sobre discriminación laboral en el periodo 2011 al 2017, la discriminación por apariencia física ocupa el cuarto lugar en frecuencia, mientras que por color de piel se sitúa en el vigésimo puesto, y la discriminación por antecedentes penales en el puesto 21.
La última oportunidad
Cariguante sale del gimnasio. Camina por la Avenida Tláhuac y se fuma un churro en la zona más oscura de la banqueta. Lleva tres semanas entrenando diario.
Lo conocí una tarde en que me subí a los camiones a vender gomitas para pagarme un boleto de autobús para ir a unas competencias de box en Tlaxcala. Él iba sentado como pasajero y me preguntó sobre mi vida. En ese entonces, Cariguante ni siquiera entrenaba con el Tigrillo. Yo no me hice vendedor de la ruta, pero de vez en cuando me lo encontraba y platicábamos.
Cuando me acerqué a él para esta crónica, me confesó que había decidido dejar el boxeo. No había ido al gimnasio durante meses. Pero cuenta que algo se movió en su interior cuando pudo expresar lo que este deporte significa en su vida. Para él no es una simple afición: "El boxeo es una caricia en mi vida", me dijo. Se trata de salir de la zona de confort y vencer los miedos: saberse un simple vendedor de dulces que, sin embargo, es capaz de cimbrar al rival más fuerte.
Le pregunto hasta cuándo seguirá boxeando.
—Hasta que me canse de tanta disciplina. Hasta que sepa que di todo.
Confiesa que la primera vez que volvió al gimnasio luego de su ausencia de varios meses para sacar el gasto de sus hijos, el Tigrillo le hizo un comentario que lo conmovió: "Nadie cree en ti, pinche Boyka. Pero yo sí. Date otra oportunidad para ser boxeador. Que sea la última".
Una vez más, Cariguante volvió al ring. Hoy continúa trabajando y boxeando. Pasa 13 horas de su vida en la calle gritando, corriendo, intentando sacar unos pesos, en busca de un sueño que quizá ni él entiende por completo, pero que lo mantiene de pie.
Quizá ésta no sea la última oportunidad de Cariguante. Algo me hace pensar que nunca saldrá de esto. Un boxeador siempre será un boxeador.