Concurso 53 | Palimpsesto / No. 235
La masa
Minificción: Primer premio
Un sol en cada herida, deletreado.
Elisa Díaz Castelo
Elisa Díaz Castelo
Las manos se nos alargan desordenadas, la oscuridad esconde los cuerpos retorcidos que danzan cruzando cabezas, pechos, lenguas; revueltos y confundidos como el tiempo que transcurre zigzagueando entre nosotros.
Que si me acuerdo, me pregunta el de al lado o el de atrás, no puedo girarme para verlo. Que si reconozco a la que tengo enfrente, a la que miro desde hace días o desde hace años, da lo mismo. Nomás la greña enmarañada le veo, algunos pelos están en mi boca, creo que es de una mata oscura y larga. No me contesta.
Mientras me esfuerzo por verla, mis piernas hacen figuras imposibles porque en este encabronado amontonamiento todo es imposible, como esas cuencas vacías que buscan sus ojos o ese polvo que quiere ser materia humana de nuevo.
Mis manos tocan una piel fría y los ojos alrededor están expectantes preparando la mirada que clavarán al cielo cuando se abra la luz por todos lados.
Que si estoy muy arriba. No sé, le digo. Que si estoy seguro de que la greña es una mata larga. Al hombro, al menos, o eso creo. Que necesito estar seguro, me dice.
Yo quiero acabar de encontrar mi cuerpo, lo siento extendido, como si no fuera sólo mío, sino de esa masa ahogada de muslos y brazos, herida de pubis rojos que me confunde y me apropia.
La greña podría ser de cualquiera, igual que esos brazos que me aprietan el pecho. Me doy cuenta de que acá abajo, anudados así como estamos, nadie tiene nada.
¿Dónde?, ¿dónde?, ¿dónde? Insiste frenéticamente otro de los que no veo. No importa, dice el de al lado o el de atrás o abajo. No importa, ya estás acá, le dice, y luego a mí: concéntrate, ¿es ella? ¿Qué importa ella?, le digo.
Siento la tierra entre los dientes y una boca seca de encías sangrantes. Gusanos.
Otro se mete en mis pensamientos: gusanos, me dice, gusanos, se nos acaba el chance.
Los que están en lo más profundo emiten sonidos de mudos, jadeos y pujidos que vienen de un estómago apretado que casi no hace ya ruido alguno, galimatías putrefactas llenando el silencio que la masa ha dejado hueco por si es necesario que crezca.
Pasa algo que parece ser el tiempo, las greñas negras frente a mí van cayéndome sobre la cara, las atrapo con mi boca, las manos dejan de sentir el frío, la masa grande se avejenta cada vez más deforme. Hace tiempo que no se toca. Hace mucho, o eso parece, que su apetito insaciable tiene que conformarse con el regurgitar de gusanos.
Algún día cuando el sol está a plomo, porque estas cosas pasan sólo cuando el sol se afana en calcinar la tierra, otras voces gritan, se trastocan con las de abajo, se confunden con este cuerpo de mil gargantas, de cientos de uñas, cabezas, dedos y lenguas cortadas de este animal gigantesco y agonizante.
Las voces de arriba van matando el jadeo.
Se escucha el revolotear de la tierra y la luz golpea de pronto los ojos secos de la araña amorfa.
Arriba el tiempo es tiempo y los cuerpos son cuerpos, pero a pesar de eso un berrido macabro e inhumano se apodera de todo. Un berrido que eriza cada pelo nuestro, un berrido de deseo cumplido. Alguien está por decirlo, la sentencia, el de abajo me escupe por última vez la pregunta: ¿Es ella? Yo le contesto que sí.
Las rodillas caen al suelo, miran el hoyo que han hecho. Los rayos de sol que empiezan a filtrarse nos separan, nos identifican. La masa se deshace.
Alguien al fin lo dice: “Acá están”.
Entonces por fin morimos.