¡A la cancha! / No. 237
Sangrar azul
El medicamento para el acné, en su instructivo, enlista la depresión como efecto secundario. El medicamento y el doctor, ambos, te advierten "no te embaraces"; las instrucciones te muestran un dibujo de un feto con el cráneo deforme. El medicamento dice depresión, pero aun así te lo tomas durante meses. Padeces todos los efectos secundarios del manual: resequedad en los ojos, ronchas en el cuello, cansancio al realizar actividades físicas, alergia a las nueces, debilidad, labios partidos. El medicamento dice depresión.
Pasé días sin querer salir de mi casa. Tampoco lo necesitaba porque ya no tenía trabajo, y mis hermanos, con quienes vivía, sólo estaban pendientes de sus propias vidas. Mis amigos estaban demasiado felices o demasiado inconformes como para pedirles su atención. El medicamento indica “hágase un estudio hepático antes de comenzar el tratamiento”. Mi dermatólogo no lo encargó, pero sí recalcó “no te embaraces”, porque la vida de mi bebé hipotético era más importante que la posibilidad de que mi propio hígado fallara. “No tome bebidas alcohólicas”, advierte el medicamento.
El medicamento decía depresión. Había días en los que ni siquiera quería despertar. Yo siempre creí que la literatura era mi motivo para vivir. En esos días, ni siquiera tenía ganas de caminar al librero.
*
Crecí con pavor a los balones. Mi escuela primaria era una fallida adaptación arquitectónica de una antigua casona, en la que el patio funcionaba como cancha. La tiendita se encontraba en uno de los extremos, bajo una palapa de palma. Sus postes cumplían un cometido doble: el funcional, de sostener la estructura para la sombra, y el segundo, que siempre me pareció antinatural, era que fungían como portería. La hora del recreo era, más que recreación, un ejercicio de esquivar pelotas y niños encarrerados. Correr. Un balón rozando por un lado. Risas de niños. Correr con las manos protegiendo la cara. El golpe del balón en la espalda baja. Encogerse. Primero fue el miedo, después la justificación. El miedo llega con lo desconocido o con lo incontrolable. Para mí, esas figuras esféricas eran conocidas, pero indeseadas y, sobre todo, incontrolables. Todos los golpes y esquivos hicieron que mi interés por los deportes fuera nulo.
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En Argentina no se dice irle a un equipo, se dice soy de tal o cual. Soy de Boca, soy de Ñuls, soy de Mitre. Viví en ese país durante cinco meses y mi último día, antes de regresar a México, coincidió con la final del Mundial de 2014: Argentina contra Alemania. Salí muy temprano de mi hotel en Buenos Aires, que estaba sobre la avenida 9 de julio, porque quería conocer el Teatro Colón. Cuando salí, una masa se dirigía hacia el Obelisco y un grupo de desconocidos me jaló con ellos para ver el partido en algún parque mientras tomábamos Fernet con Coca. En ese momento me di cuenta de que la ciudad estaba sumida en la fiebre del futbol. No existían los teatros, no existían los cines. Los restaurantes eran salas para ver el futbol, la familia eran meros acompañantes para ver el futbol. Llegué con estos desconocidos a una plaza de cuyo nombre no puedo acordarme, donde tenían pantallas de tela para proyectar el partido. Estábamos muy atrás, así que no veía nada. El partido comenzó y yo seguía sin ver nada. Las personas alrededor tampoco alcanzaban a ver las pantallas, así que se generó una especie de teléfono, pero muy compuesto, de emociones en el que sabíamos qué sentir según los respiros o quejidos de aquellos que estaban lo suficientemente adelante para ver el partido en primera fila. Después de un tiempo, no soporté que mis reacciones estuvieran subordinadas a las de los otros, así que salí de ahí para generar mis propios quejidos y respiros. Al caminar por las calles desiertas, me percaté de que el resto de la ciudad tampoco existía, era un recipiente vacío que sólo se llenaba de exclamaciones a medida que continuaba el encuentro. Caminé. Sólo había silencio, de vez en cuando otras personas perdidas que parecían buscar la misma respuesta: ¿cómo va el partido? En una esquina, presionado contra la ventana de algún restaurante, había un grupo de personas intentando ver lo que fuera a través del vidrio.
Decidí regresar a mi hotel. De repente, un grito me envolvió porque surgió de todas partes. Sonaba como gol. Un par de desperdigados, ciegos ante los acontecimientos del momento igual que yo, gritaron gol en la calle, nos gritamos gol unos a otros a pesar de no haber visto nada. Quizá sea un cliché, pero la ciudad estaba respirando a un mismo tiempo. Llegué al bar del hotel y el marcador seguía cero a cero, me dijeron que había sido un fuera de lugar lo que anuló la anotación. La ciudad exhaló al unísono todo su oxígeno cuando Messi falló un tiro libre. La ciudad implotó cuando Alemania ganó uno por cero.
En la noche fui por un sánguche a un localito cercano de San Telmo. Cuando estaba a punto de terminar de cenar, tuvieron que bajar la cortina metálica del restaurante porque los hinchas habían comenzado a destrozar calles y negocios. Esperamos ahí dentro mientras escuchábamos afuera los choques de cosas con otras cosas, de objetos con ventanas, de botes de basura con puertas. El crepitar del fuego a lo lejos era inaudible, pero también estaba allá afuera.
En Argentina escribí esto:
“A México en el Mundial”
Todo lo que entiendo del futbol, lo aprendí de un libro de Etgar Keret
que decía que irle a un equipo, cuando ganaba
—y aquí no se dice irle—
era como pedir un deseo que después se te cumplía.
Eso que entiendo del futbol
no lo aprendí en la cancha ni mucho menos en la tele.
En la cancha no porque los carteles de los hinchas
no me dejaban ver el partido —euforia infundada, natural, inmaculada—,
ellos siempre cantan aunque no vean ni madres.
Y en la tele tampoco porque nunca lo veo
porque veo a otros verlo, o a las cervezas o a las papas.
Qué ridículo aprender del amor mediante un libro
aprender cualquier cosa de un libro
sin salir, verlo sin la mediación de una pluma
pero incluso yo me medio a mí misma
para entenderme y recordarme y saberme
así, en un café para fumadores
escribiendo sobre futbol
con el canal de deportes a mi espalda
sin que me interese verlo ni saber
quién jugó hoy o ayer
—siempre está jugando alguien—,
pero volteo de vez en cuando para disimular
mi yo-sola-conmigo-mismidad.
En unos cuantos días
me pondré la camiseta y estaré atenta
al tuiter
(de todo me entero leyendo)
para pedir un deseo que se sabe incumplido de antemano.
*
De niño mi papá era fan del Cruz Azul y su tía de la iglesia. Su tía era tan fanática que si llegaban tres minutos tarde a la misa —o, como a mi papá le gusta contarlo, si llegaban “en el nombre del Hijo”— se quedaban a la siguiente porque debían escucharla completa. Eran los años setenta, la época de oro del Cruz Azul, y mi papá lo único que quería era salir corriendo de la iglesia para poder ver a su equipo. Ya de adulto su afición era para los Cañeros de Los Mochis. Su fanatismo era tal que, si el equipo perdía, se enojaba, se entristecía, no podía comer. La suerte del equipo se confundía con la suya. Mi papá cuenta que un día iba caminando por el centro, después de una racha particularmente mala, con ese sol que en el norte siempre brilla aunque sean meses invernales, pero para él había sólo oscuridad. Andaba por esas calles calurosas, sumido en la miseria, cuando de repente escuchó unas risas tan estrepitosas que lo hicieron dejar de ver el pavimento y dirigir su mirada hacia el interior de un restaurante de comida china. Ahí, como si la suerte estuviera en la mesa con ellos, estaba el equipo de los Cañeros. Su primera reacción fue pensar “¿Cómo se atreven a comer comida china y reírse como si no pasara nada?”. Le costaba trabajo creer que el resultado del juego no hubiera afectado la vida de aquellos que habían estado en el campo: si él sufría la derrota, cómo era posible que ellos no. En ese momento, cuenta, fue como si la neblina se elevara y lo abandonara para siempre. Su conclusión fue que no podía importarle más a él que a los mismos deportistas, y que si ellos podían seguir con su vida, él también. Desde entonces, sigue los partidos desde una distancia cómoda, no camina con la cabeza agachada después de una derrota y su apetito se mantiene intacto. Aunque de vez en cuando, cuando un pitcher permite carreras para que el otro equipo empate o tome ventaja, mi papá suelta frases como “pendejo, no sabe hacer su trabajo, ¡aventarlo a un canal deberían!”. Mi papá nunca me llevó al estadio de niña, fue algo que reservó para su hijo varón. Habría querido que hubiera compartido ese gusto conmigo. No, el deseo es retrospectivo: en ese entonces, el cosquilleo del golpe de un balón duro y naranja perfectamente alineado a mi cara se sentía muy cercano.
*
Durante mi tratamiento para el acné enfoqué mi atención al beisbol. Me caían bien los Dodgers, quizás por coincidencia o porque su color azul reflejaba la pasión infantil de mi papá, pero, a lo mucho, era un seguimiento casual. En el beisbol, hay 162 partidos al año, más play-offs; hay semanas en las que no tienen ni un día de descanso, así que fue fácil convertirlo en un pequeño motivo para levantarme. Si el juego era a mediodía, despertaba temprano. En los escasos días de descanso, extrañaba mi distracción. Había juegos que se alargaban y duraban cuatro o más horas, y yo me sentía agradecida. No era sólo una forma de pasar el tiempo, sino que al verlos algo se resolvía diariamente. En el beisbol no existen los empates, se agregan las entradas necesarias hasta que un equipo gana, así que nunca queda el sentimiento de inconclusión. Más allá de levantarme todos los días y hacer algo, los Dodgers me permitieron pedir un deseo que algunas veces se cumplía. Más allá de que ganaran o perdieran, sentía que una pequeña parte de mi mundo había adquirido sentido ese día. El beisbol es un deporte apropiado para la desolación, es largo y constante. Ese año los Dodgers tuvieron momentos muy malos y estuvieron a punto de tener el peor récord de su división. No sólo me sentía acompañada en mi miseria, también era capaz de reunir fe en que le darían la vuelta —y fe era una palabra que parecía imposible para mi propia vida—. Cuando comenzaron a ganar juegos al hilo, sentí que las cosas sí podían mejorar. Cuando ganaron la división, después de un juego extra de eliminatoria, pensé que se podía salir del fondo. Cuando llegaron a la Serie Mundial me dije a mí misma: tal vez este año de mierda pueda acabar bien. Mis deseos por el equipo se entremezclaron con los deseos que tenía para mí y fue refrescante sentirme merecedora de todas las alegrías del mundo. Los Dodgers no ganaron la Serie Mundial en el 2018. El deseo no se cumplió, el destino no se completó. Pero no te puedes deshacer de lo que alguna vez te salvó aunque ya te encuentres en tierra firme.
Dicen que una persona necesita diez mil horas para hacerse experta en algo, pero desconozco si alguien ha investigado cuántas se necesitan para amar algo de tal forma que se sienta inseparable. Ese año pasé más de 400 horas frente a una pantalla aprendiendo el juego, conociendo a los jugadores, sintiendo desde las tripas la esperanza de que me dieran una pequeña alegría. Qué acertado el slogan del equipo el año que siguió: LA bleeds blue, yo también sangro azul.
Recuerdo a los destructores aquella noche en Argentina, que en ese momento me parecieron unos salvajes, y ahora pienso, ¿cuántos de ellos habían puesto todos los deseos de los que eran capaces en ese instante en ese resultado? ¿Qué tanto eres capaz de destruir cuando sientes que lo único que tienes te ha fallado?