¡A la cancha! / No. 237

No soy villamelón





Ya lo dijo San Agustín hace cientos de años: “Grande eres, Señor Futbol, y muy digno de alabanza; grande es tu poder, tu sabiduría no tiene límite / Y quiere alabarte un hombre, parte insignificante de tu creación, y un hombre que por doquier lleva consigo su mortalidad, que por doquier lleva consigo el testimonio de su pecado, de su pecado más grande: haberle ido al América”.

“Águi-las a ga-nar”, me escupe la inevitable reproducción automática del tráiler en Netflix: América vs. América se titula la sugerencia; un ataque de gritos y colores amarillos se apoderan de la pantalla. Me resisto: esta vez no, Televisa, esta vez no, malditos, esta vez no caeré en sus engaños, ya me lo hicieron de niño cuando me chuté las películas de El chanfle.

Consigo llevar a buen puerto ese mantra y me brinco no sólo la sugerencia, aun mejor, me cambio de plataforma.

Quizá, más que negarme a consumir algo que gira en torno a la mayor creación de Televisa, algún eco de culpa se asoma, aquel secreto profundo que resguardo en los resquicios más lúgubres de la memoria. Y es que a pesar de mi fidelidad actual hacia los auriazules Pumas, algún día coreé los goles del América y, en algún partido de primaria, extendí mi brazo izquierdo hasta la tribuna y angulé con el derecho un ala de Cuauhtémoc Blanco para festejar un gol.

El mantra tiene la misma fortaleza que mi carácter adolescente, así que se rompe y algunos días después de esa primera invitación le doy play a la serie documental.


Primeros años

Mi temprana afición al América puede deberse a que mi primera figura de autoridad fue mi abuelo, antiamericanista recalcitrante, a tal grado de que algunas de sus últimas palabras audibles, una vez postrado en el hospital, fueron “no, yo no le eché porras al América… porque odio al América”, ante la provocación de un primo águila. Quiero pensar que ese ente sublevado que nos habita encontró, en la filiación azulcrema, la primera manera de confrontar al padre —mi abuelo— a través del futbol.

Si hasta los siete años tenía casi todos los uniformes de los equipos y todas las banderas (con excepción, claro, de la del América), al tomar mi propio camino comencé a acumular infinidad de productos amarilloyazul, como la que recuerdo con más cariño: un águila de peluche, con alambres internos para que se pudiese enredar en cualquier lugar y que me compraron (tiempo después supe que no lo habían comprado sino robado) mis primos en el estadio Azteca con tal de que no los acusara con mi tía de que se la pasaron tomando cerveza. A la fecha recuerdan que lo primero que hice al llegar del estadio fue decirle a mi abuelo, trabado de emoción, que viera el águila que me habían comprado mis primos para no decir que estaban bebiendo…

Durante los años siguientes, hasta los 13, mi entusiasmo por coleccionar afiches y chuchulucos creció hasta hacerme Socio Águila, travesura que pagaba con mi beca de la primaria cada mes en el recibo de Telmex, a cambio de la revista en la que encontré parte de mis intereses primigenios en la Historia, enfocada, por supuesto, en las glorias pasadas, en las narraciones añejas de grandes épocas. ¿Habré aprendido entonces a padecer la melancolía de lo no vivido?


Villamelón

Antes de la Independencia de México nació en España un término, ya en desuso, que vendría a ser el predecesor de memo: melón, es decir, tonto, bobo. Si alguien no daba muestras de lucidez o si mostraba indicios de tener que leer las instrucciones del champú antes de usarlo, se le decía que era un melón, ¿y de dónde podrían venir estos personajes?, por supuesto, de Villamelón.

Gracias a un cronista taurino de finales del siglo XIX, el término tomó otros derroteros y se consolidó como referencia a los neófitos de un tema que presumen conocer más al respecto, acaso con la finalidad de engañar a uno que otro incauto. “El rasgo característico de los de Villamelón, es querer hablar de todo y entender todo, sin haber estudiado nada”, escribió Antonio Peña y Goñi, bajo el seudónimo de Don Jerónimo, en la revista taurina La Lidia.

En una tergiversación imposible de rastrear, en México también comenzó a utilizarse para señalar a cualquier neófito en la materia, ya no sólo si quiere aparentar un conocimiento que no tiene; más específicamente, lo he llegado a escuchar para quienes no profesan una religiosa afición por tal o cual deporte, sino que pueden disfrutar de uno o de otro, sin apoyar a un equipo en particular.

Cuando en 2004 la Hugomanía asestó los corazones universitarios, mi mente comenzaba a suplir los intereses americanistas por la falacia estructural que nos hace pensar que los Pumas representan de verdad a la UNAM. Mi padrastro, un férreo americanista, también se entusiasmó con la llegada de Hugo Sánchez aunque no fuera a su equipo, y fueron raras las ocasiones que nos perdimos un partido.

La apoteosis llegó con el primer título que, a la postre, se convertiría en bicampeonato, una final trepidante contra las Chivas que se decidió en la tanda de penales, una estampa indeleble en mi memoria aquellos brinquitos del portero Sergio Bernal para festejar con sus compañeros tras el pelotazo indiscriminado de Rafa Medina que se perdió en la tribuna. La final la vimos en un local cerca de la casa de mi abuelita, yo traía conmigo una bandera de los Pumas que me había comprado el abuelo años antes y salí de allí ondeándola. En la entrada del edificio un vecino, también americanista, me vio con decepción y sentenció: pinche villamelón. No sabía yo que en aquella sentencia vendría la profecía de un destino marcado por la falta de patriotismo o, quizá, un patriotismo excesivo y dúctil que permite la entrada en el corazón de cualquier color o bandera.

En la primera infancia, antes de militar en las filas azulcremas, un día utilizaba el uniforme del Santos, otro el del Necaxa, después una playera del Cruz Azul y así dependiendo, quizá, del estado emocional en el que estuviese, jornada tras jornada. Por aquellos días, quienes atendían el puesto de jugos afuera del edificio donde vivía (tiempo después venderían tortas también, Tortas el Azul, aprovechando la cercanía con el estadio) me decían, no sin un dejo de enfado, que era un villamelón por traer playeras distintas, por ondear todas las banderas. Era divertido ver los partidos con mi abuelo (siempre y cuando no fueran del América) porque durante el transcurso del primer tiempo decidíamos a qué equipo le iríamos y entonces cada quién tomaba su bandera. La falta de memoria y de mi abuelo puede que tergiversen esto, pero estoy seguro de que, bajo mi propia conveniencia, yo podía cambiar de equipo en el medio tiempo.


A donde fueres ponte en contra de lo que vieres

Mi familia paterna es boliviana. Un 90% de ellos son seguidores del Oriente Petrolero, que es el equipo de Santa Cruz. Afirman que se trata de una herencia de mi abuelo, quien trabajó durante décadas para Yacimientos Petroleros Fiscales Bolivianos, aunque nunca he visto fotografía alguna donde él porte la playera del Oriente ni donde esté coreando en el estadio.

Su contraparte futbolera es el Blooming, rival acérrimo de la misma ciudad. La primera vez que viajé al país tenía ocho años y, tal vez apelando al sentimiento de desapego paterno, volví convertido en un hincha del celeste Blooming. A pesar de que nunca conecté con los colores, sentía un gusto exquisito en llevarle la contraria a todos mis primos y tíos. Todavía hace unos años, cuando viví en Bolivia, fui al estadio a gritar los dos goles que los celestes le pegaron a Oriente Petrolero, rodeado de primos furiosos y una afición que por nada me saca a golpes. Es que algo de americanista debe quedar en mí: en el documental afirman que el América es el villano por excelencia; así ha forjado su mito y es parte de su éxito comercial.

No obstante, una vez avanzada mi estadía en el sur, supe que no conectaba siquiera con Santa Cruz, ciudad húmeda y calurosa y, en cambio, Cochabamba, situada en el valle, fresca, montañosa y donde registré mi partida de nacimiento boliviana, me abrazó como si hubiese vuelto a casa después de muchos años. Aunado lo anterior al rojo intenso del Wilstermann, no pude evitar una nueva reconfiguración de mi fanatismo y supe que aquél era en verdad mi equipo y el estadio Félix Capriles, un segundo hogar.


Cambiar de mujer, no de equipo

El romántico Eduardo Galeano —a quien, amor aparte, le profeso un profundo respeto y admiración— tiene entre sus filas una cita contundente: “En la vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de futbol.”

¿De dónde viene entonces el amor por un equipo? ¿Es algo inalienable? ¿Tiene más altura moral quien sigue con un equipo toda su vida?, ¿Cuánto más que el esposo fiel a su mujer? Cada mundial los mexicanos son seguidores de Brasil, Italia, Argentina, Francia o alguna otra nación que sí prometa llegar a las finales, todos tienen un equipo de respaldo y nunca he escuchado a nadie ser señalado como un villamelón.

¿Sería villamelón aquel que odia al América, pero también guarda especial rencor por, digamos, el Tigres? Una compañera de la preparatoria —a quien no conocí dentro de las instalaciones de la escuela, sino en el estadio de CU—, a pesar de vivir rodeada de familia cruzazulina, se inclinó por los Pumas. ¿Fue para confrontar al padre? Ella asegura que fue por un instinto innato, pues un día se le ocurrió decirle a su papá que la llevara con la porra de Pumas y desde entonces algo la atrajo.

Ella misma cuenta que, junto a su padre, disfruta ver los partidos del América, no por una afición secreta, sino porque gozan sus derrotas. En lo personal, me pasaba con el Tigres durante la gestión del “Piojo” Herrera, a quien no soporto, y me pasará, seguramente, con el equipo al que llegue a dirigir.

Pero no intento definir esta fidelidad porque quién soy yo, no un villamelón, eso lo tengo claro, porque el villamelón es quien profesa conocimiento que no posee. Tampoco puedo defender la hipótesis de Galeano, pero acaso él sentenciaba lo de la mujer y el equipo porque cambió dos veces de esposa; yo solamente una vez de equipo, por país.


Identidad

Memo o Memín, como le llama su esposa Amalia, fue el más molesto de mi transición Puma. “Eso es ser villamelón”, me repetía indignado, con pequeños bufidos. Durante más de diez años cada que iba a comprar o, incluso, cada vez que pasaba cerca del puesto de quesadillas (las mejores cercanas al Estadio Azul, comercial aparte) me preguntaba, no sin sorna, “¿qué, todavía eres gatito?”, para defenestrar aún más la decisión.

Hace unas semanas fui a visitarlo, a decirle que no soy villamelón, pero también a saludarnos e intercambiar carcajadas. Ya es más de la mitad de mi vida que destapé mi verdadero cariño por el equipo de los Pumas y parece que me perseguirá por el resto de mi vida, quizá con más tenacidad que los divorcios que acompañaron a Galeano. El hermano de un tío me decía El Efervescente, “porque hace como que es Puma”, y todavía lo evoca en cada oportunidad.

Según el portal Sport Five, el 50% de ingresos de los equipos, tanto de productos como de boletaje y demás afines, proviene de los llamados “villamelones”, aficionados de ocasión que muchas veces brincan de aquí para allá en busca de una identidad, ¿y cuántos no brincamos del emo al punk, del rock al guapacheo en la misma búsqueda? Ese 50% son quienes saturan taquillas y compran las playeras del equipo Recién Campeón.

Este fragmento de Rogelio Roa, en Mediotiempo, refiere a esa época de Hugo Sánchez y la Pumamanía: “A mi juicio, los Pumas sin quererlo se han convertido en una marca que de manera innata atrae jóvenes en busca de identidad y los cuales encuentran en el equipo una manera de pasarla bien, de tener tema de conversación en una reunión y hasta de orgullosamente decir ‘soy puma’. Esto me parece que no es excluyente para que los auténticos fans del Universidad sigan siendo la pieza clave dentro de los consumidores de la marca. Por otro lado, entiendo que los fans de Chivas y América reclamen esta especie de Puma-manía”, y si hay un país donde abunda esta especie llamada villamelón es nuestro México.


Bienvenidos a Villamelón

Tengo un tío que, al desaparecer el Toros Neza F. C. continuó su tradición familiar y se consagró Chiva. Bajo los términos de mis detractores, ¿es él un villamelón? Lo vi emocionarse con el campeonato de 2004 y después cuando Toros Neza estuvo a punto de regresar.

No obstante, su emoción no alcanza los lindes de mi euforia en los campeonatos que me ha tocado vivir: el bicampeonato de Hugo Sánchez y las posteriores copas de 2009 y 2011; pero también los del América en 2002 y 2005 (con un Cuauhtémoc por fin coronado con el equipo de sus amores). Y para continuar mi cinismo, al repasar las grandes épocas americanistas en el documental, pude llegar casi al llanto al ver al poderoso América de los ochenta y, peor aún, al revivir la final de 2013 contra Cruz Azul, un partido vibrante y que, hace nueve años, no me provocó el paroxismo de esta vez. Un juego de volver al origen, de negar el origen.

Propongo entonces, si se empeñan en decirnos así, resignificar y reivindicar a los villamelones, ya no más villatonto, no más defenestrar al villamelón porque sí, algo tenemos de convenencieros, pero de tontos nada. El villamelón, ya lo dije antes, sí es quien no conoce de un tema y busca marear incautos. Pero, si los detractores se empeñan, Villamelón sería el paraíso de los aficionados románticos, no de un romanticismo al estilo Galeano, de fidelidad irrestricta a un club, sino del sentimiento por la emoción misma. En Villamelón todos son bienvenidos, nadie es juzgado, no importa que no cambies de equipo, no importa que por lo bajo disfrutes el triunfo de otro equipo. Aquí es el paraíso de los pamboleros, favor de mantener manos y piernas dentro durante todo el recorrido.