¡A la cancha! / No. 237
Sol para volvernos locos
Tres. Dos. Uno
¡YAAAAAAA!
Correr hacia las escaleras y subirlas. Tomar mi bicicleta, montarla y comenzar a darle recio, macizo, como si no tuviera cuerpo y sólo fuera alma y aire que forman parte del viento. Esquivar a la gente, a los autos, salir a la vía más rápida para llegar al primer pun-to, al segundo, seguir la ruta planeada hace 15 minutos y recorrer poco más de 40 kilómetros en el menor tiempo posible. Quizá ganar.
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Domingo 20 de junio de 2021. Mediodía. Ésa fue la primera vez que corrí un alleycat. Estoy nervioso porque soy el primero en llegar a registrarse. No sabía que la hora de salida sería después, a la 1 pm, cuando el sol estuviera en su punto más alto, dispuesto a maltratarnos con sus rayos filosos.
Los alleycats son carreras a calle abierta, en cualquier tipo de bici no motorizada y, básicamente, sin ninguna otra regla en específico. Gana quien complete primero todos los checkpoints con su respectiva evidencia (usualmente papeles llamados manifiestos en los que se pone un sello por cada checkpoint alcanzado) y llegue a la meta. Es decir, gana el más rápido, pero también el que mejor conoce la ciudad. Estos eventos tienen su origen en la cultura bicimensajera de todo el mundo. Para esa fecha, yo llevaba apenas un año trabajando como bicimensajero en Puebla. Me sorprendió en ese entonces que, entre personas del gremio, se refirieran a este tipo de eventos como “salir a jugar a las bicis”. Definitivamente salimos a la calle. La gente lo notó.
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12:45. Se revelan los checkpoints: 1) Kiosco del Paseo Bravo, 2) Pizzería Cus-Cus Cholula, 3) Auditorio Metropolitano, 4) Monumento al policía, 5) Paseo de los gigantes, 6) Monumento a Ignacio Zaragoza, 7) Puente de Ovando, 8) Monumento a la perrita Frida y su entrenador, 9) Fuente de Los Muñecos. Los revelan en desorden. Tenemos 15 minutos para trazar una ruta que nos convenga. Estamos al lado de la pirámide, en Cholula. El punto uno para todos será la pizzería Cus-Cus por su cercanía con el lugar de salida, después cada quien irá por su lado.
Estoy con Rodrigo y con Vania. Él también es bicimensajero. Es rápido, ha ganado otras carreras, lleva muchos más años que yo andando en bicicleta y, sobre todo, rodando en las calles de varias ciudades porque no es de aquí, sino de Pachuca. Trabajamos juntos, así que ya nos conocemos rodando. Vania no es bicimensajera, también es su primera carrera y, como yo, se siente nerviosa. Ponemos números en la hoja para saber el orden en que llegaremos a los checks.
Primero éste, luego éste, después éste y de aquí para allá cruzamos por acá. Un tramo en sentido contrario. Por acá es menos subida. De aquí podemos cortar por acá. Ya estuvo. Listo. Hora de controlar los nervios. No puedo. Tengo ganas de orinar. Rodrigo me dice que me aguante, que si me deshidrato ese líquido lo va a ocupar mi cuerpo y las ganas van a irse. Él sabe más, supongo. Tiene razón.
Entonces bajamos las escaleras. Nos colocamos en posición. Esperamos la indicación de salida. En el megáfono, el grito de Gerbo se desgarra:
Diez. Nueve. Ocho. Siete. Seis. Cinco. Cuatro…
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Se corta el tiempo. Trepo. No empujo. Todos sonríen. La gente que camina al lado de la pirámide se saca de onda porque somos cerca de 35 vatos y morras que tomamos nuestras bicicletas como posesos y nos ponemos a esquivar turistas y autos para llegar a un mismo sitio. Cuando llego al primer punto ya hay muchos más delante mío. En la entrada de la pizzería Cus-Cus los encargados se hacen bolas para sellar los manifiestos y lo hacen aprisa, en desorden y como pueden. Cuando tengo mi sello doblo el papel y me muevo lo más rápido posible. Esquivo autos, chiflo, grito y en cuanto llego a la recta a Cholula observo a todos a los que les da miedo trepar un puente entre carros. Ahí es donde ya tengo experiencia: si a diario me enfrento a los autos, ahora no van a poder detenerme. Rebaso a uno, dos, cuatro, seis, diez… en algún momento rebaso a Vania que salió adelante de mí, le grito: ¡Te amoooooo! y le hago un gesto con la mano. Tomo una desviación en Zavaleta. Ahora voy solo.
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El segundo punto es el Auditorio Metropolitano. Como es domingo, tomar el Boulevard del Niño Poblano en sentido contrario no es tan riesgoso, además sólo van a ser unos metros. Conforme me acerco ¡check! empiezo a buscar a la gente, bicis, ¡check!, algo o alguien que me indique quién debe sellarme el papelito para poder moverme. ¡Cheeeeckpoooooint!, grito como desesperado y alguien grita de vuelta: ¡Aquí! Saco mi papel, me dice que voy en tercero, sonrío, en realidad no hay forma de saberlo, le meto, voy de regreso en el sentido de la avenida y tomo hacia La Paz. Columpios. Bajada. Subida. ¡Ah, la verga, pero qué subida!
Antes de que la 31 poniente se vuelva Boulevard Esteban de Antuñano existe una calle que es como un muro, por su grado de inclinación, y que conecta rápidamente con la colonia La Paz: la avenida Rosendo Márquez. Yo llevo una bicicleta de ruta (en ese entonces aún no le daba al piñón fijo), pero con una transmisión simple y un cuadro full fierroly, y cuando hago los cambios para empezar a subir con esfuerzo se bota la cadena gracias a un mal funcionamiento del desviador. Ya casi estoy hasta arriba, así que me bajo de la bici antes de caerme y la cargo para correr con ella hasta la cima.
Jadeo, casi voy brincando, al llegar no me detengo, siento algo en las piernas que se parece mucho al cansancio, miro que no vengan automóviles, doy un salto y vuelvo a pedalear para no perder el ritmo en la respiración. Ahora tengo que buscar el monumento al policía. Paso un Oxxo frente a una secretaría de gobierno, doy vuelta a la derecha, lo hago sin pensar, suponiendo, casi como un instinto; recuerdo vagamente un parque que es más bien una rotonda y ahí veo a dos ciclistas que llegan por otro lado. Son Rodrigo y Octavio.
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En ese sitio nos dieron un dulce de tamarindo para tener un subidón de azúcar que nos ayude. El mío se cayó y lo perdí. Los tres tomamos rápidamente la misma calle, Rodrigo me felicita, dice que le da gusto verme ahí, que qué chido, que no esperaba menos. Tomamos la Teziutlán sur hasta salir a Reforma y Rodrigo dice que bajemos hasta Esteban de Antuñano y yo le digo que no, que son mis rumbos, entonces seguimos derecho por la Farmacia Guadalajara de la prolongación Reforma, nos metemos entre calles y salimos por el Boulevard Hermanos Serdán. Nos dirigimos al Paseo de los Gigantes. Rodrigo es más loco y en lugar de bajarse de la bici para cruzar al otro lado por unas escaleras se mete en sentido contrario por la lateral. Octavio y yo cargamos rápido la bici en nuestros hombros y aprovechamos un puente peatonal, cruzamos, bajamos y seguimos dándole duro. Volvemos a rebasar a otros competidores, unas cuatro personas que no vi, ni de lejos, en el Auditorio Metropolitano. ¿Me habrán sacado ventaja? No quiero pensar demasiado. Después me enteraría de que esas personas no hicieron la ruta en el orden correcto así que les faltaron algunos checkpoints.
Pedaleo al lado de unas combis. Doy vuelta en la rotonda. El checkpoint es arriba, en la ciclovía malhecha que no conecta con ningún lado. Bajamos de la bicicleta. Rodrigo, Octavio y yo trepamos la rampa malhecha. Aquí cometo un error.
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Mi siguiente check, de acuerdo con la ruta planeada, sería el monumento a Ignacio Zaragoza. Del Paseo de los Gigantes tenía que volver por Hermanos Serdán y trepar por la 15 de mayo. Mi error fue éste: no bajar de la ciclovía elevada, usarla, olvidando de la manera más ingenua que esa mierda no conecta con nada y que si quieres bajar debes seguir mucho más adelante, dar una vuelta como de caracol a poca velocidad y después esperar un hueco entre los carros para pasar porque te deja justo en medio de la avenida y no hay ningún semáforo para cruzar. ¿Qué tan inútil es una ciclovía elevada? Muchísimo, ese día sólo lo comprobé.
Seguí la ruta que había trazado y llegué al que, según yo, era el checkpoint indicado. Grité. No había nadie. Grité y grité y saqué mi manifiesto para comprobar que la dirección señalada era en el centro de Puebla, exactamente a dos calles del zócalo. 2 norte 210. Yo estaba en el monumento ubicado al lado de Los Fuertes. ¿Es el monumento a Ignacio Zaragoza, no? Cuando uno se mueve tanto tiempo en toda la ciudad se memoriza las calles, los números, los atajos, así que no perdí más tiempo ahí y seguí con la ruta planeada. Aquí está, chiquitito, mi segundo error.
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Ahora es turno de la Fuente de los Muñecos. Desde Los Fuertes bajé por la 2 y di vuelta a la izquierda en el Boulevard 5 de mayo para entrar a Xonaca por la Cruz Roja. Hubo una temporada en que había un cliente de una pizzería que vivía exactamente a la vuelta de la Fuente de los Muñecos, entonces este camino ya me lo sabía. Subir, subir un poco, dar vuelta a la izquierda y subir y subir otro poco más, esas pendientes ya las tenía dominadas. Ahí el requisito era una foto, una selfie. En la imagen de evidencia tengo los labios secos, la boca abierta, los ojos algo cansados, pero me veo feliz. Es una gran imagen. Guardo el celular y sigo.
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Frida, la perrita rescatista que se hizo famosa tras el sismo del 19 de septiembre de 2017, tiene un monumento en la ciudad de Puebla. La estatua consiste en su figura y la de su entrenador, Israel Arauz, pero nadie, ni el guardia del Parque Ecológico en donde está ubicada reconoce a este último y sólo la ubican como el Monumento a la perrita Frida. Para llegar ahí cruzo por la colonia Xonaca, atravieso toda la 24 y llego hasta el Parque Ecológico. El guardia que me recibe me dice que es a la izquierda, grito, busco y un señor mayor se sorprende porque lo encontré distraído: ¿Cuántos te faltan? ¡No ma! ¡Eres el primero!
¡A huevo!, le respondo.
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Puente de Ovando. Desde el Ecológico bajo por la 31 oriente hasta la 16 sur porque conozco un atajo. Doy vuelta en el Bancomer de la 27, tomo el carril del ruta y pedaleo. No hay tantos autos. No hay necesidad de volarse semáforos porque la magia hoy los pinta todos de verde. Puro pedaleo, esfuerzo, respira, abre la boca, contrólate, sonríe, canta, a webo, lo estás logrando. Al llegar al sitio y gritar: ¡cheeeeeck!, un vato me grita: ¡acá! ¡Acá! y resulta que está abajo del puente. ¿Bajo la bici?, le pregunto. No sé, como tú veas.
Entonces aplico un hechizo simple pero inquebrantable que consiste en voltear la bicicleta para que no se la chinguen. Me brinco una barda. Bajo unas escaleras. Me firma el manifiesto y al subir un wey viene llegando y frena al lado de mi bicicleta.
¡Me falta uno!, ¡me falta uno! Cuando me escucha, sonríe, trae una botella de agua y me la ofrece, le doy un trago mojándome todo y me voy hacia uno de los checks pendientes, pero sin olvidar ese de la dirección rara, el del monumento a Ignacio Zaragoza.
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Al llegar a la dirección marcada —2 norte 210, no se me olvida— resulta ser un negocio de bolsas y carteras. Una señora me dice: No, joven, ya vinieron varios y ya les dije que aquí no es. ¡Quién sabe!, no sabría decirle. ¡Pero vienen en chinga, eh! ¿Pues qué hay o qué?
Me río. Último check: kiosco del Paseo Bravo.
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Subo por la 2 oriente hasta que se hace poniente y doy vuelta en la 7 sur, pedaleo hasta la 7 poniente, cruzo, ningún carro ni semáforo, me meto al Paseo Bravo y llego al kiosco. ¡Cheeeeck! Trepo las escaleras, me sellan, tengo todo, les digo qué fue lo que ocurrió con ese punto raro y entonces deciden llamarle a alguien. ¿¡Qué!? ¿Cómo que vaya otra vez y me tome una foto?
Me regreso chingando y maldiciendo a todos —ahora principalmente a Internet, ¿por qué, señor Google, registras una dirección en Los Fuertes como un punto cerca del zócalo? Ni siquiera la numeración tiene sentido—; debo volver a tomarme una foto en el último check al que fui, la tienda de bolsas y carteras. Tomo la bici, cruzo el camellón por un hueco que conozco, bajo por la 9 poniente y doy vuelta en la 5 sur. Paso muy cerca de la meta. Me esperan. Van a celebrar mi llegada. ¡No, no, no, ahorita vengo!
Llego otra vez a la tienda. Tomo una selfie. Tengo la boca seca. Mismo camino hacia arriba. Llego a Brico, la pizzería, es la meta. Quedo en segundo lugar.
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Al comprobar mi manifiesto y mis fotos de evidencia, Gerbo me otorga el segundo lugar reconociendo el pinche conflicto de la dirección rara que nos dieron. Rodrigo obtuvo el primero, él llegó antes que yo a pesar de que olvidó el checkpoint de la perrita Frida y tuvo que volver a hacerlo —¿cuántos minutos antes llegó? Unos cinco, que en una carrera así es mucho—. Después de mí llega Octavio. Luego otros más. Coral es el primer lugar femenil. El segundo es Vania. Llegan más. Llegan todxs. Comienzan las fotos, las cervezas, la celebración, las pizzas. Ese 20 de junio de 2021 sentí renovada mi vida.
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Ahora que terminó la carrera puedo explicar con calma quién es Gerbo. Miguel Ángel Gervacio Luna, A.K.A. Gerbo, es la Noche de los Vivos Murientes (NDLVM). Menos que un colectivo, pero más que un individuo, lleva cuatro años organizando carreras en la ciudad de Puebla. La competencia que le da nombre es un alleycat que se lleva a cabo en las vísperas del Día de muertos y empieza a correrse al atardecer, poco antes de caer la noche —aunque la edición del 2022 se corrió completamente a oscuras y así será de ahora en adelante, según mis fuentes gubernamentales—. Para la fecha en que escribo esto, he corrido seis alleycats en Puebla, cuatro de ellos organizados por NDLVM. En 2022, con motivo de su tercer año de eventos, planeó varias modalidades de carreras para culminar con el evento homónimo y coronar al campeón y campeona de dichos eventos. Dos alleycats, sprints, cronoescalada y critérium: todos a calle abierta, uno en carretera federal, lo cual quiere decir que no sólo se trata de velocidad sino de competir con humanos y sobrevivir a los autos. ¿Es esto una justa deportiva o meramente un juego entre adultos donde siempre gana la diversión? Quién sabe. Estoy muy contento. Me agrada no practicar ciclismo de manera profesional. La neta, me gusta más gritar rodeado de gente, meterme en medio de los autos, temblar cada vez que me salvo de un imprudente, tomar el espacio que a todxs nos corresponde. Reafirmar, a cada pedaleo, que la calle también es nuestra.