“Sennores si quisieredes mi seruicio prender / querria-uos de grado seruir de mi me[e]ster/ deue de lo que sabe ome largo seer/ si non podrie en culpa [y] en rieto caer // Mester taygo fermoso non es de ioglaria/ mester es sin pecado que es de clerezía/ fablar curso rimado por la quadern[a] [u]ia/ a silauas contadas que es grant maestría.” Con estas líneas se abre uno de los poemas más representativos de la literatura culta de la EdadMedia, el Libro de Alexandre. De entrada, lo que salta a los ojos (o, mejor, a los oídos) y llama la atención es el comentario metatextual de la forma de composición: la “quadern[a] [u]ia”, en la que están escritos los versos, es decir, en cuartetos alejandrinos monorrimos divididos en dos hemistiquios de siete sílabas. Cuadernavía: a la manera de los cuartetos rimados. Me interesa, y conviene a mis fines, reflexionar un poco sobre el término.
Vía, en latín, quiere decir camino, viaje, trayecto, paso, medio, conducto, método y, también, calle. En este caso, el poema está escrito por el “método” del “quaderna”, esto es, del cuarteto rimado: por el ritmo se construyen los versos que constituyen la vida (la del texto) de Alejandro Magno.
Pero lo que yo me propongo, en este ensayo, es hablar de mi calle favorita, de mi vía preferida; entonces, ¿qué tienen que ver las definiciones de líneas anteriores? ¿A qué viene el mester de clerecía, Alejandro Magno, la palabra latina? Eso mismo trataré de explicar enseguida, ya que me propongo hablar de una calle, para mí, emblemática.
Mi calle favorita tiene el nombre de una flor, y además, de una flor cursi: la mimosa. Esta calle se extiende a lo largo de unas cuatro cuadras poco uniformes, longitudinalmente hablando; esta calle nace, para mí, alrededor del año 1986, en un municipio del Estado de México, y muere, igualmente para mí, en 1989. Estos tres años fueron la configuración de lo que me constituiría como individuo.
La calle de Mimosas era una flor que crecía a orillas de un escueto afluente con alrededores llenos de árboles. Era la puerta de entrada a otro mundo y el escenario de diversas recreaciones. Era el camino para llegar a otro lado.
Es común que se diga que la infancia es la etapa de la pureza y de la inocencia; yo diría que es la época de la claridad, de la limpidez de la mirada, pues ésta nos alcanza para ver más allá, para observar la posibilidad de ser el mundo en su totalidad. William Blake decía que si se limpiaran las ventanas de la percepción, todas las cosas aparecerían tal cual: infinitas. Si hay un momento en la vida del ser humano en que puede ver las cosas como quisiera Blake, ese momento está en la infancia, reino de lo liviano, de la posibilidad de la forma más que de la forma misma; dominio de la prórroga, de la continuación, de la correspondencia, de la analogía.
Ilustraciones de Itzel Paola Montes Quezada, ENAP-UNAM
Mi vía (calle) favorita era la vía (camino) para llegar a la escuela, a la papelería, a la tienda, a la carnicería, es decir, a la vida cotidiana. Sin embargo, por el mismo sendero llegaba a otra: la del ritmo. Me explico: el ritmo lo define el diccionario como “el orden acompasado en la sucesión o acaecimiento de las cosas”; o como “la grata y armoniosa combinación y sucesión de voces y cláusulas y de pausas y cortes en el lenguaje poético y prosaico”. Al decir que mi calle favorita me llevaba a la vida del ritmo quiero dejar en claro que me refiero al del orden de las correspondencias y la sucesión de las cosas en el escenario del mundo. En dicho escenario nada (o todo) está porque sí; cada objeto se prolonga en el precedente y en el subsecuente; cada cosa responde a una armonía invisible, insondable, impalpable pero, paradójicamente, no insensible: esta armonía llenaba de inteligibilidad la faz de la tierra. Mi calle favorita era la puerta de entrada a la más cierta posibilidad del mundo.
Al igual que el virtuoso clérigo medieval que encontraba en el ritmo (el de los cuartetos monorrimados) un método (vía) para conocer el mundo, para hacerlo legible, la sensibilidad romántica (la cual sigue imantando aún a la visión de muchos teóricos modernos de poesía) veía el mundo como un gran texto lleno de cifras naturales decodificadas en el poema. Para ellos, la existencia era un himno y las cosas del mundo hacían de acentos, hemistiquios, cortes silábicos, encabalgamientos, etcétera. No está lejos esa concepción del mundo de la infancia: para el niño, lo que existe e la tierra es sólo un estadio de la posibilidad ya que todo es multiforme y está en constante cambio: una botella plástica de “frutsi” podía hacer que una bicicleta mutara en motocicleta de la misma forma que una grafía “c” puede transformar a la “sima” en “cima”, o del modo en que un acento puede alargar o acortar una sílaba y transformar el verso.
Y no es que uno siendo niño viva absorto. Uno sabe que hay cortes tajantes en la vida, que pasar de una percepción a otra es, a veces, como pasar de un cuarto a otro dando un portazo, pero no echando la llave sino tan sólo tal vez poniéndole el seguro. Y no es que uno no sienta hambre, frío, sed o miedo cuando es niño sino que, volviendo a la definición del ritmo, esa grata sucesión de las cosas tiene que ver con el fondo del asunto. Que un niño sea golpeado, pobre o trabajador, no impide que sufra las consecuencias de dichas acciones como tampoco que siga teniendo una visión limpia del mundo y pueda decir con Quevedo, “nada me desengaña, el mundo me ha hechizado”. Es sólo que la asimilación de los eventos en ese momento tiene una configuración diferente a la de los adultos.
Volvamos al ejemplo de la cuadernavía. El alejandrino es un verso postizo en el español, ya que su aliento no alcanza sino, y eso a duras penas, el endecasílabo. Nuestra lengua está hecha de y para el octosílabo, ese metro tan presto en las canciones, en los romances. Sin embargo, el alejandrino daba cierto estatus que los poetas cultos no estaban dispuestos a dejar pasar. ¿Qué hacer entonces? Cortar el verso por la mitad, dividirlo en dos hemistiquios que se presten a la respiración natural del español. Nadie que sepa medianamente de métrica poética podrá decir que no son alejandrinos, que la cesura intermedia ha convertido al verso en dos. Hay un accidente, sí, un cambio en la sonoridad y en las pausas, pero el cambio es menor y no tiene la fuerza para romper el verso y su ritmo, no puede contra el magnetismo de la rima. De igual manera pasa con los eventos duros de la vida de los niños. Los ojos de la infancia, la mirada límpida que encuentra la rima del mundo, su cadencia perenne, trastocan los pasajes de modo tal que esas fracturas no alteran la rítmica canción universal.
Y esta canción (llena de “accidentes”, lo he dicho), marca hondamente al individuo según la entonación, la métrica o el sentimiento con el que se cante, con el que se perciba. Y el tema de la canción es tan distinto como el sujeto mismo.
Lo que se cuenta de nosotros, cómo nos ven los demás, siempre influye en la manera en que nos vemos y nos asumimos frente a la vida. En el Libro de Alexandre se cantan las andanzas de un jefe militar inquieto, heroico, casi mítico. Resulta interesante preguntarse qué habría pasado con el Alejandro histórico al verse retratado de tal forma, cómo se hubiera asumido frente a su pueblo, frente a sí mismo. Aunque las hazañas que se narran en el poema nunca hubieran acontecido, hubieran influido en el Alejandro real de un modo muy similar a como lo hubieran hecho de haber ocurrido. De la misma forma pasa con la canción de la infancia, donde pudimos ser infinidad de personajes y vivir múltiples aventuras. Nos marcaron casi del mismo modo que si hubieran ocurrido porque, de cierta forma, lo hicieron.
Entonces, esta vía (la calle de mi infancia, el metro de la canción de mi infancia) me lleva a otros tesrritorios: los de la posibilidad. Cada vez que pienso en esta calle me asomo a los versos de una canción que cuenta las gestas del hombre que fui siendo niño.