Ellos se quedan. Volver duele más que el hambre, la picadura de una tarántula, el sol abriéndote la espalda, martillarse los dedos, la sed y hasta el desamor. Para volver al derroche y su ignorancia hay que poblarse de silencios. El regreso sólo se aguanta con silencio.
Fueron las primeras palabras que escupí al despertar de la siesta y encontrar que el autobús en el que viajaba estaba cruzando la frontera de regreso. A lo lejos, el verde intenso de República Dominicana prometía y atrás se nos quedaba Haití, toda color canela. Desde las primeras filas de la guagua escuchaba a Eileen organizando a los compañeros en grupos para el paso de la frontera. Yo decidí brincarme las reglas —la frontera es mierda—, me moví para buscar un trozo de papel en el que escribí las palabras que me saltaron de la siesta, lo guardé en el estuche de mi cámara y me cubrí la cabeza con la toalla. Me hice el dormido, porque tampoco soy de dormir mucho, soy de los que tienen receso de peces, iguanas o ganado. Y ésa es mi típica actitud cuando se me mezclan la nostalgia y la melancolía. Así, deseaba repasar rostros, olores, cánticos, toda la geografía física y humana de aquella pequeña región. También soy maniático de olvidar. Después de todo, una frontera en medio de una tragedia sólo debe servir para estorbar o convertirse en el corredor de la corrupción.
Mientras seguía con el oído la logística para el cruce de la frontera —que si una recolecta de pesos para comprar queso de hoja, presentar pasaportes, instrucciones para el registro de equipaje y el pago de impuestos—, recordé una discusión con el compañero Luis, en nuestra entrada a Haití, al notar que mi móvil cambió automáticamente la hora al atravesar la frontera. Desconozco si tales líneas imaginarias del horario producen ese efecto porque en las diversas coordenadas de los cinco continentes que he visitado siempre he conservado un reloj digital con el horario de casa y otro con el del destino de viaje; más cuando Haití comparte su territorio, el de una isla, con otro Estado, y los cambios de hora tienen efecto en la productividad de la mano de obra y en las economías. Entonces, ¿quiénes regulan los horarios?, ¿acaso el progreso, la igualdad, la justicia y el desarrollo tienen su horario?, fueron algunas de mis interrogantes. Pero lejos de ese debate, Haití seguía poco a poco desapareciendo de mi ventana y su fuerte color canela se volvía gris. En esa lontananza grisácea quedó atrapado mi teléfono, que jamás volvió a caer en hora, aunque días después, ya en Santo Domingo, Yanna e Indhira intentaran configurarlo; mi teléfono quedó con la hora del hambre. Y sigue marcando el hambre.
Ya de regreso a Puerto Rico, a la comida, al agua potable, a los relojes que marcan progreso, orden y ventas especiales para el fin de semana; a la cama y al aire acondicionado, y a la estupidez que nos gobierna, todavía recuerdo la bienvenida breve que nos dio Puerto Príncipe en la piel al bajar del autobús para tomar un respiro y encontrarnos con el resto del voluntariado. Puerto Príncipe te desolla.
La ruta que conduce de Puerto Príncipe a Canaán (el pueblito donde nos tocaría construir viviendas de emergencia para familias afectadas por el terremoto) pasa frente al imponente recinto de la embajada de Estados Unidos en Haití, la quinta sede más grande de ese país en el extranjero; hay a su lado un Domino’s Pizza y al cruzar la carretera se construye un centro comercial. Más adelante se ven entre casas y edificios, algunos abandonados, lotes repletos de lonas donde viven cientos de familias damnificadas. Lo demás son casas derrumbadas y gallinas tiradas en las aceras para la venta.
En la región que nos tocó trabajar a siete meses del siniestro no hay cadáveres, no hay fracturas que atender, amputaciones que practicar, no hay rostros ensangrentados que fotografiar; no hay nada, sólo lodo y hambre, valles de lonas y niños que saltan con alegría de todas partes, como los ratoncitos de El flautista de Hamelín, al reconocer a los voluntarios. La escena es desgarradora. Ese “fiero y enigmático Haití” es todo un pueblo niño.
Tan pronto llegamos al centro del poblado de Canaán identifiqué la carpa de la UNICEF y me acerqué para averiguar lo que me temía: se trataba de un albergue/escuela improvisado para los huérfanos. Recuerdo cuando una compañera fue abordada por un pequeño que en un inglés impecable le agradeció el haber cruzado junto con sus amigos la frontera para ayudar a su pueblo. Luego le interpretó un cántico de bendición y agradecimiento.
En Canaán nunca me faltó en el almuerzo jugo de pomagranada en envases sucios. La pomagranada, un fruto costoso en mi país, se vende en los mercados de Puerto Príncipe y, según averigüé durante un intercambio de nombres de frutas con los locales, producto de sospechar que viajaban hasta la capital sólo por el detalle de prepararme el jugo cuando no tenían agua potable para consumir, se cultiva en una zona agrícola ubicada en la región montañosa. Resulta que los nombres de frutos varían entre República Dominicana y Haití, y entre República Dominicana y Puerto Rico, pero no entre Haití y mi país, salvo aquellos frutos que el francés colonizó.
Los adultos en Canáan también son niños, son risueños y hasta ñoños, se sienten protegidos por la presencia del voluntariado sin importar qué labor venga éste a realizar o cuán capacitado esté para resolver sus problemas. Simplemente les da confianza el hecho de ver voluntarios. Al acercarse el final de nuestra jornada, unos chicos de veinticinco años con los que trabajé me preguntaron: “Xavier, ¿tú vas a volver?, ¿te vas a olvidar de nosotros?”
Así transcurrieron nuestros días en Canaán, entre lodo, sonrisas, sed, tormentas y nuestros martillos marcando un nuevo pulso para el poblado. Ciento cincuenta y siete lonas fueron tumbadas y en su lugar se levantaron ciento cincuenta y siete techos seguros para estas familias. Inmediatamente construidas las primeras treinta y siete viviendas, pude experimentar junto a un grupo de lugareños, desde el tope de una loma, que el panorama y el espíritu de la gente cambió. El tiempo en Canaán podría resumirse por el castigo que le proporciona la naturaleza a su terreno y a su gente. Canaán, que es el nombre para la Palestina, también conocida como la “Tierra de la Promisión” en el mundo de los cristianos, no deja de recoger la realidad de todo el pueblo haitiano al estar marcado por el peor de los castigos: olvido e invisibilidad. Un país arrinconado por la historia, el racismo, la geopolítica, en donde Naciones Unidas alardea con toda su maquinaria frente al hambre y la desperación, recreando con sus tanques en as calles una imagen similar a la de Kosovo o una Palestina en el Caribe, en donde los medios internacionales se han retirado y donde habla más el ex presidente estadounidense Bill Clinton que su gobernante René Preval.
Todo esto no lo hubiera escrito si a mi regreso a Puerto Rico no hubiese encontrado esa pequeña nota en el estuche de mi cámara ni hubiese coincidido con la celebración de la Semana de la Prensa, en la cual dos de los principales gremios periodísticos en el país premian los mejores reportajes del año. Son esas listas de nominados lo único que he leído o que he escuchado, en estos últimos meses, sobre Haití.
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