La Torre de Lego
A Flor Zambrano
Algunas tardes, aburridos ya de uno mismo,
cada quien con su cada pensamiento, acostados,
sobre la misma cama pero en otro sitio,
queriéndonos rozar la piel, amándonos un poco de mentira
yo le decía que me ayudara a acomodar los libros;
y empezábamos de nuevo a desbaratar
el librero hecho de rejas de tomate.
Yo sabía que lo hacía por compromiso
pero más podía el amor que el tedio de la autonomía.
Iniciamos por la poesía chiapaneca,
Bartolomé va antes que Garduño. Sabines después
de Robles Sasso. Y ella, no ajena a esos nombres,
sólo se empeñaba en limpiar bien la portadilla,
en apilar los libros como torres de Lego. Era una niña
sentadita y bien portada. Yo la miraba y quería
hacerle el amor entre los libros, pero el tedio.
Flaubert cerca de Bécquer desprendía algunas hojas
y yo aprovechaba para repetirle que Vallejo
era de mis favoritos, para ver si en una de esas me decía:
“léeme algo”, “dime una frase bonita, de las que yo entienda,
de las que no me aburran”. Pero le miraba los ojos
y parecía que estaban viendo otro camino
y otra historia. Ya ella no estaba ahí apilando libros
como la torre de Lego. Ella estaba quién sabe en qué lugar.
Pero llegaba una hora en que los dos, (aburridos ya de uno mismo,
de estorbarnos en la cama, de acomodar las rejas y los libros),
de pronto nos besábamos. Y entonces entendía
que era válida la espera. Porque sus besos de bibliotecología
me hacían amarla una vez más.
Y aventábamos los libros y se venía abajo nuestra ciudad
con sus rascacielos llenos de poesía. Los libros al caer tienen un ruido
que enerva una tristeza. Y yo la amaba y nos amábamos
entre Alighieri y Dostoievsky y nos perdonábamos todo.
Y así como caían los libros, también caía nuestra desdicha
y lo celebrábamos amándonos.
Yo sabía entonces que en las tardes en mi cuarto
habitaban todos los poetas del librero hechizo,
porque en cada parpadeo
ella me recordaba a Pizarnik, a Nolla, a Frank. Ella era todas
unidas en una sola boca que me besaba
y me decía sin mencionar una palabra
la más bella poesía que yo no había leído.
Acostados, abrazados, sobre una ciudad deshecha de palabras,
nos quedábamos el uno con el otro;
y les juro, amigos, que no había poesía
más hermosa, y que no cabía yo en mis cabales,
(y que podía yo quemar cada librero de mi casa),
que la que al abrir sus labios,
—después de amarla entre los versos del mundo—, ella,
con su mirada en mis ojos,
ahí,
sobre la misma cama, la misma ciudad,
me decía,
con una voz cercana a algún silencio:
Te amo.
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