CRÓNICA/No. 168


 

Juan y los otros ven crecer la hierba por sí sola
(una biografía en resumen)



Gonzalo Andrés Rojas González
(Martín Cinzano)

facultad de filosofía y letras-unam

 

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Hay en el Eje Central Lázaro Cárdenas, casi en la esquina surponiente con la Avenida Ricardo Flores Magón, un refrigerador blanco de proporción mediana donde se lee: “Aguas Frescas”; desde ahí, es posible observar el espacio interior de una especie de cueva pintada de amarillo e intervenida con diversos carteles que anuncian toda una variedad de antojitos mexicanos acompañados de sus respectivos precios. En la parte más visible de aquella cueva (llamada, también, “de los feos” por una conocida lavandera del barrio), a unos treinta centímetros del refrigerador, podemos ver una mesa para cuatro personas cubierta por un mantel de plástico color azul, sobre el cual reposa el ejemplar de una edición matutina del periódico La Prensa, de cuya primera plana son perfectamente visibles al menos dos cosas: primero, un titular con letras negras que pone CANIBALISMO, y, segundo, una fotografía que muestra el torso desnudo de una mujer cubierto de sangre y salpicaduras de lodo. Sobre dicha fotografía —a cuyos pies se encuentra también un retrato hablado del presunto asesino— se posan atentamente los ojos del cocinero Juan Hernández Rivera, a quien tenemos sentado a aquella mesa, meciéndose de una manera casi imperceptible.

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168-juan01.jpgCerca de mi casa, está el local de comida de Juan. No es un puesto callejero como los que hay en todas las esquinas de México, pero tampoco se puede decir que sea un restaurante: apenas tres o cuatro mesas en su interior, y una barra corta en la que te acomodas como puedes. Hay tortas de milanesa, jamón, huevo, pierna y mixtas; también hay tacos de bistec, pollo y longaniza, además de sopes, mole, enchiladas verdes y rojas, tostadas de pata y pollo, caldo de gallina, caldo de camarón, pancita, y algunos días, sólo algunos días —cuando Juan está de humor—, pozole. Juan, según él, cocina muy bien, y se jacta de ello ante la indiferencia de los cuatro o cinco parroquianos que lo acompañan por las noches, hombres que oscilan entre los 30 y 60, solteros y divorciados: la verdad, siempre llegan solos.

La reunión de estos tipos ha derivado en un clan bastante heterogéneo y un poco bizarro: aparte del inevitable cocinero, en el local comparecen un herrero, un músico, un karateca, un contador, un hojalatero, un ex boxeador de respeto y hasta un extranjero con ínfulas de poeta. A simple vista, no hay nada llamativo en este grupo; nada, tampoco, poseen estos tipos en común, salvo un talento muy especial y bastante desarrollado para la época: aquella asombrosa capacidad para llevar la contraria y joder la vida por joder la vida. Dirás cualquier cosa, aventurarás cualquier teoría, intentarás explicar con elocuencia que una rosa es una rosa es una rosa, y por toda respuesta recibirás un “nel”. Hombres escépticos, curtidos, acodados en la barra, discutiendo sin concesiones sobre lo que sea con el placer de no hacer absolutamente nada, dejando pasar el tiempo mientras ven crecer la hierba por sí sola.

Juan Hernández, conocido también como “Juan el paisano”, “Juanito Alimaña”, “Juan Tortas”, “Juan Haragán”, “Juanito Guanabacoa”, “El pozolero” o “El taquero vengador”, es considerado por quienes lo frecuentan diariamente como un tipo curioso, en el doble sentido de la palabra curioso, es decir, por un lado se lo considera un tipo extraño, rayano en lo excéntrico, con una lógica muy personal y bastante testaruda, y por otro, en algunas ocasiones es visto como alguien que posee las desmesuradas expectativas de llegar algún día a saberlo todo.

Nació en octubre de 1960, en Alpoyeca, estado de Guerrero, que por nada del mundo el lector debe confundir con Alpuyeca, estado de Morelos. Hijo de Guadalupe Hernández, comerciante y chofer de tráiler, y de Dolores Rivera, cocinera (de quien puede decirse que heredó algunas —pero sólo algunas, como es el acuerdo entre sus parroquianos— habilidades culinarias), Juan cursó la primaria en la Escuela Juan Ruiz de Alarcón a la par de su actividad como jornalero en el campo, donde junto a su hermano Jaime cortaba chile, tomate y jitomate. Posteriormente, emigró a Chilapa, Guerrero, localidad en la que cursó la secundaria y donde tiempo atrás se había establecido su padre.

En 1976, a los 16 años, Juan se trasladó al Distrito Federal: ahí dio comienzo a un ininterrumpido peregrinar de trabajo en trabajo, como cantinero, mesero, garrotero, botanero y cocinero. Pasó por las cantinas Nueva York de la colonia Guerrero; La Flor de Oaxaca del Centro Histórico; Aquí es Madrid (hoy desaparecida), en la colonia Santa María la Ribera; La Muralla, en la colonia Centro; La Reforma del Pato (también desaparecida) en la intersección de las calles Luna y Eje Central; La más Barata en la calle Luna, frente a la Plaza de Los Ángeles de la colonia Guerrero; y El Nivel (cerrada de manera infame hace unos pocos años), en la calle Moneda. Trabajó en restaurantes de más alcurnia como el Prendes (ubicado frente al abandonado cine Olimpia), donde Juan, que aspiraba al puesto de mesero, debió conformarse con el de garrotero, debido a su desconocimiento del idioma inglés. Por esas mismas fechas, junto con su hermano Jaime, instaló una tienda miscelánea en la colonia Caracol, negocio que no dio mayores frutos y que al poco tiempo debió cerrar. Luego, y después de acabar un curso sobre diversas actividades relacionadas con la gastronomía en el Centro de Capacitación para la Industria Restaurantera y Hotelera, consiguió trabajar como mesero y aprendiz de cocina en una sucursal de Sanborn’s, en la colonia Tabacalera, tiempo en el cual además alcanzó a cursar tres semestres nocturnos en la Preparatoria Cervantes.

Posteriormente ingresó como ayudante de cocina al CasBar, en la colonia Centro, para luego trasladarse, en calidad de cocinero, al “viejo” Garibaldi, mucho tiempo antes de que ahí se estableciera el actual mercado de comidas. Más tarde, volvió a trabajar de mesero, esta vez en el restaurante Gibraltar en la colonia Santa María la Ribera: para ese entonces, Juan andaba por los 18 años y se había asentado, con su madre, en una casa de la colonia Caracol, en la Delegación Venustiano Carranza. Poco tiempo después, con el inmediato objetivo de aprender inglés y así alcanzar puestos de trabajo mejor pagados, Juan decidió matricularse en una escuela de idiomas ubicada en Eje Central y Donceles, lugar donde conoció a Olga Ramírez García, con quien, un año más tarde (1979), se casaría en una ceremonia cuya principal característica fue la austera sobriedad si se la compara con la fiesta matrimonial de su hermano Jaime, para cuya ocasión se sacrificaron 25 borregos, 150 cartones de cerveza, una cantidad similar de botellas de tequila y 20 ollas de pozole y mole de guajolote.

Junto con Olga, Juan se trasladó a vivir en una casa de Villa Coapa, en la que, en 1980, nació su hija Carolina, hoy radicada en Alemania y de quien Juan sólo tiene esporádicas noticias. Los primeros tiempos en Villa Coapa el lector perfectamente se los puede imaginar como una época de relativa tranquilidad y mucho ahorro. Acto seguido, se puede suponer que una vez conseguida la suficiente cantidad de dinero para instalar su propio negocio de comidas, Juan inauguró la misma fonda donde lo vemos ahora, sentado, leyendo el periódico. Sobre el techo de ese local —cuya dirección exacta es Eje Central Lázaro Cárdenas número 282— existe un cartel de aproximadamente 2 × 3 metros en el que se intuye la existencia de unas letras que acaban siendo ilegibles debido a la gran cantidad de polvo acumulado sobre ellas. Pero como esas letras en tiempos remotos sí fueron perfectamente legibles, se debe decir que el hoy desapercibido cartel anunció, alguna vez, TAQUERÍA LA FOGATA, un nombre que a decir verdad nadie jamás utiliza para referirse a “donde Juan” o “Juan Tortas” o “Juanito Alimañas” o “Juan paisano” u “onde Juanito”, y que, para ser francos, ni el propio hombre que hoy está sentado leyendo el periódico es capaz de explicar.

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168-juan02.jpgVariados son los temas que tocan los parroquianos de Juan: el enredo espantoso y sin solución de la historia y la política mexicanas; el dinero, el dinero y el dinero; las ratas de dos y cuatro patas de la colonia Guerrero y su imposible exterminio; la estupidez de los gringos, la estupidez de la televisión, y el dinero; el futbol, el dinero y el boxeo (“ningún país ha tenido tantos campeones como México, en todas las categorías”); el devenir errático de las estrellas nacionales de la pornografía casera; la sorprendente variedad de ceniceros que hay en los hoteles de la colonia Guerrero; los posibles caminos que hubiera podido seguir la trayectoria de Pedro Infante de no haber muerto tan joven (y la conveniencia, finalmente, de que así haya sido, aunque ¿quién dilapidó todo su dinero?); la grandiosidad inabarcable, inmortal e irrepetible de José Alfredo Jiménez comparada con la morbosidad aberrante, perecedera y maloliente de sus imitadores que se han embolsado el dinero; y los dos temas recurrentes y favoritos, acerca de los cuales se explayan todos estos polemistas: las películas de espías, por un lado, y lasmujeresyeldinero, por otro.

Sobre el primero, demuestran una experticia temible y escrupulosa, aun cuando la inexactitud de las fechas de algunas películas y el disenso acerca de algún espía célebre o mediocre siempre dan anzuelo para una que otra disputa irresuelta. Sobre el segundo de los temas preferidos, al parecer se pueden distinguir dos bandos, limitados por la experiencia de lo vivido: los divorciados y los solteros. Los primeros, entre los que está Juan, son irremediablemente cínicos, violentamente ingenuos, ese tipo de hombre que te da consejos sobre cómo lograr la domesticación sexual de una mujer a base de dinero, mientras roe furiosamente un ala de pollo.

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La Fogata no siempre ha funcionado de igual manera. Los primeros tiempos debieron sucederse bajo el ritmo de una bonanza vertiginosa, principalmente gracias a la gran cantidad de clientela proveniente de la, por ese entonces, Torre de la Secretaría de Relaciones Exteriores ubicada en Tlatelolco. Esto le permitió a Juan comprar un taxi que él mismo conducía, mientras el local era eficientemente administrado por Olga y atendido por un par de meseros contratados. El dinero seguía produciendo más dinero todos los días y la clientela no mermaba hasta la madrugada. Entonces fue cuando Juan, “El Magnate Pobre de Alpoyeca”, comenzó a derrochar. No es posible mantenerse toda la vida como un chico trabajador y disciplinado. Al menos, no para Juan, que empezó progresivamente a irse de juerga, a pagar las rondas de todos y a encamarse con mujeres. Principalmente eso: encamarse con mujeres. Nada del otro mundo, nada que el local y el taxi no pudieran, en su momento, cubrir. Hasta que Juan empezó, ahora sí, a despilfarrar a lo grande, sin poder prever (¿quién tiene ganas de hacerlo en un momento de gloria?) la caída. A una de aquellas mujeres (una mujer a quien el lector puede en estos momentos atribuir cualquier aditamento producido por su más obscena imaginación) le compró un departamento, endeudándose más o menos por la misma época en la que la Secretaría de Relaciones Exteriores cambió de sede y todo empezaba a irse, de un día para otro, a la basura.

Simplemente, ya casi no había clientela, y Juan, en un reflejo algo desesperado, vendió el taxi. La vida de pronto se había puesto un poquito tensa. Pero Juan, sin más remedio, buscó alternativas. Cerró el local de comidas y ahí mismo, donde antes se guisaban enchiladas, tacos, caldos, tortas y todo tipo de antojitos mexicanos, abrió una peluquería con el acostumbrado nombre esotérico de las peluquerías: Géminis. Olga, imperturbable (nacida bajo el signo de Tauro), administraba; Juan (Libra), con dos empleados contratados por él, se dedicaba a cortar el cabello e inventar peinados sobre las cabezas incrédulas de esos mismos a quienes sólo ayer ofrecía de comer. Aquí sucedió algo para mencionar: los dos muchachos que acompañaban a Juan eran homosexuales y como tales adquirieron cierta fama en el barrio, lo cual, en algún sentido, beneficiaba la publicidad amarillista de Géminis y daba pie a suposiciones varias y a habladurías de toda índole, motivadas no tanto por el hecho de tener como empleados a dos tipos abiertamente homosexuales —cuestión, como es sabido, muy común en todas las peluquerías del mundo—, sino más bien por el espectáculo que debió significar ese verdadero teatro de melodramas llamado Géminis: a uno de esos empleados (según se dice, Capricornio) le ocurrió enamorarse perdidamente de nuestro amigo Juan. Y el asunto acabó mal, es decir, acabó con un despido injustificado y con demandas en los tribunales.

Pero a pesar de tanta publicidad sensacionalista, la peluquería no marchaba bien. Juan, transcurrido un tiempo, prefirió volver a sus labores gastronómicas, con lo cual La Fogata volvió al redil luego de haber pasado por la época novelesca de Géminis (y tal vez Géminis, o el espíritu de Géminis, se encuentre todavía agazapado ahí, esperando una nueva oportunidad —otro descuido de Juan— en algún lugar de La Fogata).

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“Búscate una mujer que te trate bien”, me han dicho; “claro”, les he contestado; “una que se preocupe por ti”; “evidente”, les he dicho; “que no se gaste toda tu lana, que no te pida más de lo necesario, que no se largue cuando quiera…”. “Tendría que estar loco para casarme”, les he replicado entre dientes, “pero prefiero a las mujeres que trabajen y tengan su plata”, rematé, cretino y liberal, y entonces me han mostrado una mueca de reprobación y me han gruñido: “si trabajan se largan, cabrón…”. “Pues, qué más da: si se largan, se largan”, he pensado un poco divertido: “siempre es preferible eso a cualquier otra tortura innecesaria, ¿verdad?” “Ah, qué chileno…, por eso estás soltero, güei”, me dice Juan, leyéndome el pensamiento, mientras pasa una jerga por la barra y se ríe; “Juan, Juan”, le respondo yo sin contenerme, “por eso eres un pendejo divorciado”, y entonces se ha quedado mirándome serio, y yo he pensado en que tal vez hubiese sido mejor no abrir la boca, más que mal es un exceso de confianza, y justo cuando estoy sopesando la posibilidad de largarme de ahí, molesto conmigo mismo, los demás han lanzado una carcajada descomunal que Juan ha celebrado dándome palmaditas en la espalda, como diciendo “buen chico, no sabe nada de la vida, pero es divertido”.

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Las cosas, con un poco de paciencia, podían ir mejor. Juan advirtió que el traslado de la gente de Relaciones Exteriores había sido sin duda un duro revés para sus pretensiones empresariales, pero eso no significaba precisamente la ruina. Alrededor de la esquina de Eje Central y Flores Magón sobrevive una serie de locales destinados a diversos servicios —fotografías, pedicura, papelería, internet, gimnasio— que atrae una nada despreciable afluencia de público como potenciales clientes empleados ahí. Esto, sumado a la propia clientela proveniente de la colonia Guerrero y los edificios de Tlatelolco, podía sostener el negocio sin mayores dificultades, siempre y cuando el dinero se administrara rigurosamente y no existieran las amantes con departamento incluido. Se debe agregar que la mente de Juan, después de la caída, poco a poco se fue transformando en una máquina calculadora donde no existía un lugar para las concesiones, cuestión sin duda imprescindible para la lógica voraz de cualquier comerciante. De pronto, se instaló en él un eficiente sentimiento de culpa. Todo había sucedido de manera vertiginosa, pero apenas se dio un pequeño espacio de reposo, comenzó a lamentar más profundamente que nunca el haber dilapidado la fortuna de antaño. Se hizo evangélico. Interpretó que dinero y religión se encontraban unidos por un cierto hilo invisible pero al que no era tan descabellado intentar seguirle la pista; La Palabra, además, no era una cuestión inaccesible, estática o cerrada, y en ese aspecto contenía un vínculo innegable con la consecución de la fortuna: ésta, así como se dilapidaba, en cualquier instante podía volver si se era lo suficientemente capaz de dejar atrás algunas tentaciones. Entonces Juan, en consonancia con su renovada fe, empezó a admirar la historia de todos los deportistas, cantantes, narcotraficantes, escritores y empresarios que “empezaron con nada, desde abajo”, y que ahora, gracias a un fuerte sentido de la disciplina, “traen coche del año”. La verdad, constituye un auténtico misterio el que hasta la fecha no veamos en las paredes amarillas del local de Juan un póster tamaño gigante de Aristóteles Onassis o de Henry Ford, cuyas archiconocidas andanzas y frases para el bronce nuestro cocinero cita, normalmente, cinco veces por día.

Lo cierto, pasado un tiempo, es que las cosas se estabilizaron. Juan volvió a adquirir un taxi y a dar carreras cada vez más largas y más productivas, pero también se las arreglaba para mantener el ojo acechando constantemente la economía del local. Casi no dormía. Una noche de muertos, cuando recorría los alrededores de la Central Camionera del Norte en busca de pasajeros, se subieron a su taxi tres mujeres que se dirigían hacia el Poniente de la ciudad. Como buen conversador que es, Juan platicó sobre varios temas con una de ellas, hasta llegar al destino. Ahí, la mujer le pagó y se apeó del taxi, y cuando Juan volteó a mirar a las otras dos mujeres que la acompañaban, éstas ya no estaban. Se quedó helado y, sin mayores explicaciones para el suceso, volvió rápidamente al local.

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En 2003, Olga y Juan decidieron divorciarse de mutuo acuerdo. Olga se quedó viviendo en Villa Coapa y Juan volvió a la colonia Caracol, donde actualmente vive en un caserón compartido con su madre y su hermano. Vendió nuevamente el taxi y se dedica, de lunes a sábado, exclusivamente a guisar, atender y mantener a flote su negocio de Eje Central. Los domingos no abre al público, pero luego de vagar con su carro y rentar un cuarto de hotel en compañía de alguna mujer, sube las cortinas metálicas del local y espera la llegada infaltable de cualquiera de sus amigos del barrio, con los cuales por lo general discute, comparte un café y disecciona una pelea de box.

Y después los temas van cambiando y girando, sin tensiones, sin apuros, replegándose poco a poco, ante una botella de ron que alguien saca de detrás de la barra y que vaciamos casi con resignación, cuando ya en la Guerrero es tarde, muy tarde, y es mejor irse, como se van todos, solos como Juan, solos como yo.

 


Gonzalo Andrés Rojas González (Martín Cinzano) (Guayaquil, 1977). Es coeditor de Revista Descontexto. Ha publicado cuentos, poemas, crónicas y ensayos en revistas impresas y electrónicas. En 2008 obtuvo el Premio Nacional de Crónica Urbana Manuel Gutiérrez Nájera.