DEL ÁRBOL GENEALÓGICO/No. 172


 

   La sorprendente historia de Horacio



Ana María Jaramillo

 

Cuando regresé de Colombia, los amigos de mis hijos me tenían un regalo llama-do Horacio. Se trataba de un bello pez naranja de cola de bailarina de unos seis centímetros que metieron en una pequeña fuente de cristal ubicada sobre un baúl en el área del comedor, donde pretendo que crezcan unas ramas de bambú cuñadas con unas piedras rocosas llenas de moho. La sala-comedor es una amplia estancia con un ventanal que da a la calle. Cerca de la pecera está la puerta al balcón, donde ponemos la comida del perro, un shar pei americano llamado Tristán, muy bueno y cariñoso.

Frente al departamento, ubicado en la calle de Ámsterdam, hay un camellón ancho y oscuro, como el Park Way de Bogotá, con árboles y una calzada interior peatonal que casi siempre está llena de recuerdos de perros que todos ignoran. Numerosos pájaros revolotean en las mañanas nuestro balcón tras el agua y la comida de Tristán. Es mi costumbre dejar abierta esta puerta y algunas ventanas; me gusta que circule el aire, que las plantas al interior de la casa se comuniquen con los árboles del exterior. De pronto alguna rama logra abrazar una planta que intenta, desde nuestro balcón, decirle algo. Quién sabe de qué hablan las plantas, pero a mí siempre me informan que necesitan agua o un poco de abono o algún insecticida.

Es tan manso el perro que cuando los pájaros entran a la sala-comedor, él apenas mueve la cola como dándoles la bienvenida y en algunas ocasiones los pajaritos se han estrellado contra los vidrios de las ventanas buscando la salida. Con el tiempo, las aves entran y salen sin problema, sin causar destrozos dentro de la casa, sin dejar huella de su paso: ni una cagadita ni la sombra de sus patas en los forros blancos de los muebles. Me gusta pensar, cuando estas aves entran en mi casa, que son mis tías muertas las que me visitan bajo la forma de pequeñas plumíferas hambrientas, porque ellas tenían la misma costumbre de alimentar pájaros salvajes, pero lo hacían con plátanos maduros que compraban especialmente para ellos.

Tristán ni se inmuta cuando los pájaros hacen su entrada y a ellos no parece importarles si están adentro o afuera, les da igual, como si fuera un mismo ambiente.

Horacio revoloteó contento varios días en su improvisada pecera. Lo compraron un viernes y comió cereal Special K hasta el lunes siguiente, porque aún no iban a la tienda especializada en alimento para peces.

El lunes en la mañana lo observamos detenidamente y nos preocupamos por mantenerlo bien nutrido. Todo marchaba a las mil maravillas en la vida de Horacio. Tristán no dio señales de haber notado su presencia y jamás pensamos que los pájaros interfirieran en la vida de Horacio u Horacio en la vida de los pájaros. Todos estaban bien alimentados, limpios y eran amados por los miembros de esta familia. Ya formaban parte de nuestras vidas.

Como a medio día fueron a comprar la comida de Horacio y cuando lo buscaron para alimentarlo, no estaba. Desesperados vaciaron el recipiente, escudriñaron las piedras, sacudieron las raíces de los bambús. Misterio. Ni una gota de agua alrededor de la fuente de cristal. Ni una evidencia de que hubiera saltado y yaciera moribundo y boquiabierto en algún rincón del comedor. Tristán se veía tan inocente, su trompa seca, un aire de bondad en la mirada, el plato de comida bien dispuesto, los pájaros contentos afuera como si nada.

Después de mucho buscar regresamos tristes y desconcertados a nuestros quehaceres: Teresa a su trabajo de química, Juan y Karen a su juego de video y yo a mi computadora. Horas más tarde, Teresa concluía un trabajo de la escuela: una línea del tiempo hecha con una tela verde a rayas a la que le coció a máquina unas bolsas, donde guardó unas tarjetas con los nombres de los grandes químicos y sus descubrimientos. Como le sobró tela se hizo una falda y a la mañana siguiente se la estrenó. Contenta se fue a presentar el examen y el trabajo para subir puntos en la escuela. Yo me sumí en mi trabajo y no me enteré de las actividades de mi hija ni la vi salir en la mañana, pues suelo levantarme un poco más tarde.

Al regresar de la escuela me sorprendió ver a Teresa vestida de verde de pies a cabeza, eufórica me dijo: “Mira mami, me vestí de duende, ayer me hice esta falda con lo que sobró de la línea del tiempo.” La miré perpleja. En efecto, estaba vestida de duende, botas, mallas, falda, bufanda, gorra. Una idea loca cruzó por mi mente y sin pensarlo dos veces le pregunté: “Tere, ¿tú no te comiste a Horacio, verdad?”


Ana María Jaramillo (Pereira, Colombia, 1956). Escritora y editora. Ha publicado novela, cuento, poesía, entrevista y teatro. Es autora de los libros Crímenes domésticos (Premio Nacional de Cuento Colcultura, 1993), La curiosidad mató al gato (Ediciones del Ermitaño, 1996), Las horas secretas (Ediciones Sin Nombre/Juan Pablos, 1996), Playas borrascosas (Ediciones Sin Nombre, 1998), La luciérnaga extraviada (Ediciones Sin Nombre, 1999) y Eclipses (Ediciones Sin Nombre, 2009). Actualmente imparte el taller de creación literaria en Casa Refugio Citlaltépetl.