A pesar de las referencias a poetas contemporáneos vivos como Gerardo Deniz o Tedi López Mills, que aparecen camufladas en sus páginas, Medidas extremas, volumen que le mereció a Amelia Suárez Arriaga el Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola 2010, parece ceñirse a unos versos de “Pasado en claro”: “Familias, / criaderos de alacranes”. Es esa consigna paceana bajo la cual la autora pareciera haber escrito los relatos que conforman el libro. Y es que en cada uno de los textos, el núcleo familiar —el mito que éste constituye— se revela como un espacio de signo negativo, oprobioso y proclive a la anulación del individuo frente a la maquinaria de “obligaciones” filo-fraternas que lo denotan en tanto sujeto.
Mediante la morosa construcción de ámbitos opresivos, Suárez Arriaga erige cuatro metáforas de esa “institución” tan “nuestra”, que lo mismo da refugio y certezas que constriñe e incluso devora y termina por aniquilar a sus miembros. Poco hay de lo primero y sí bastante de lo otro en las páginas de Medidas extremas.
En “Whisky en la garganta”, el lento y confuso relato que abre el volumen, Suárez crea una pesadilla minuciosa en cuyo fondo se advierte la deteriorada relación de un padre y un hijo, el vínculo roto por el resentimiento, la incomunicación nacida de éste y la necesidad de un chivo expiatorio capaz de restablecer aquel lazo roto. Si bien éste no es el más afortunado de los relatos del libro, en él están ya presentes los elementos que definirán el talante angustioso, los caracteres lindantes con la locura y los escenarios abigarrados, asfixiantes, de cada una de estas historias: el encierro (forzoso o voluntario) como leitmotiv; la desidia o el franco abandono de los personajes como una forma natural y tolerable de sobrellevar el peso de sus existencias anodinas; el hastío, la neurosis y sus manías como detonantes de tramas intrincadas; el sacrificio de un ente externo, ajeno al entorno familiar, que restaure precaria y momentáneamente un orden previo.
“En blanco y negro”, el segundo de los relatos, es una hábil combinación de historias. Por un lado, en un ambiente de absoluta dejadez anímica, física y moral, el lector atestigua la renuncia literal de un hombre a su vida (conyugal, profesional, familiar, laboral). Por otra parte, ese mismo personaje, mediante la lectura que del periódico le hace su mujer, se entera de la noticia de dos hermanos sepultados por un alud de papeles y objetos acumulados durante décadas en un departamento neoyorquino del que —como él mismo de su cama— jamás salían. Permeadas por una callada indolencia, por una misma sensación opresiva, una historia complementa sutilmente a la otra para formar una sola pieza resuelta de manera simple y categórica, con la decisión de quien desconecta de una vez por todas un aparato molesto y demandante.
Si gracias al segundo de sus textos Medidas extremas logra reponerse de un inicio titubeante e innecesariamente largo, con “Signos de traslado” el libro alcanza su mejor momento. Ahí Suárez Arriaga despliega su pericia narrativa para avanzar a través de lo que podríamos calificar literalmente de “drama familiar”: un argumento lineal y aparentemente simple que revela apenas, como pedía Hemingway, la punta de su témpano funesto. Son los ingredientes de esta historia, Eliseo y Narcia, dos hermanos adultos entrados en sus treinta, desempleados, ninis emocionalmente discapacitados que a esas alturas siguen viviendo en el hogar —y del sueldo— materno; la madre, una enfermera neurótica y, como sus vástagos, sentimentalmente inestable, acumuladora de romances frustrantes-ados y de gatos… de muchos gatos que paulatinamente van colmando el espacio vital del malogrado clan; Luis, el nuevo novio de mamá, un tipo inútil y de una edad indefinida entre los cincuenta y los sesenta años, quien a lo largo de las páginas consume su existencia —igual que el personaje del cuento precedente— en eso que los italianos han designado con elegancia como il dolce far’ niente, el simplemente estar, como un objeto más a costillas de su amante. “Signos de traslado” podría leerse como una versión contemporánea de aquella célebre “Casa tomada” de Julio Cortázar, en la que a medida que los felinos se adueñan hasta de los últimos resquicios del hogar, la voluntad de sus habitantes merma hasta convertirse en una pasiva resignación que contrasta con la violencia con que los animales ocupan y defienden su territorio.
Al final, la figura del chivo expiatorio aparece nuevamente sólo para constatar lo que ya el desarrollo de la historia había insinuado: que el sacrificio no representa el restablecimiento de un orden anterior, sino apenas la continuidad del aterrador estado de las cosas en que transcurren las existencias lamentables de sus personajes.
Si advertí la sombra de Cortázar en el tercero de los relatos, en “Medidas extremas”, el cuento que cierra espléndidamente el volumen, la del enorme porteño de Bruselas es ya una presencia más que visible. En él, el narrador-protagonista es atormentado puntualmente por la tía Fede, quien telefonea a su sobrino cada madrugada, entre las tres y las cinco de la mañana, para contarle la pesadilla que acaba de tener “pensando que si no lo hace algo terrible le ocurrirá” (como creía el cortazariano Horacio Oliveira que pasaría cada vez que un objeto se le caía al piso si él mismo no lo recogía). Esta costumbre maniaca funciona, a su vez, como detonante de las propias manías de Giacomo, el sobrino-narrador neurótico e hipocondriaco, quien ve cómo paulatinamente su desempeño laboral, sus relaciones afectivas, su salud física y mental, su vida, en fin, se ven trastocadas, trastornadas, por el influjo de su obsesiva tía y de sus íncubos nefastos. Posible lector del “Traspaso de los sueños” de Ramón Gómez de la Serna o espectador de cierto episodio de Bob Esponja en el que el simpático porífero se introduce en los sueños de sus amigos y los modifica, el desvelado Giacomo inventa un método de emergencia onírica para librar a su tía —y a él mismo— de sus noches tormentosas. Si al final el remedio recuerda más a la saga cinematográfica Pesadilla en la Calle del Infierno y al inefable Freddy Krueger, se debe al calculado efectismo que Amelia Suárez parece haber aprendido de los remates portentosos del gigante argentino. Suárez Arriaga logra aquí, como querría su maestro, un cierre magistral que gana por K.O.
Con Medidas extremas, Amelia Suárez Arriaga ha logrado un estimable debut narrativo que, afinadas sus herramientas cuentísticas y exploradas otras obsesiones temáticas, haría esperar de ella nuevas sorpresas. Ojalá que así sea.
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Víctor Cabrera (Arriaga, Chiapas, 1973). Es autor de la plaquette Diez sonetos (edición de autor, 2004), del volumen de fábulas y minificciones Episodios célebres (Imc, 2006), y de los libros de poemas Signos de traslado (Juan Pablos/Leer y Escribir, 2007) y Wide Screen (Bonobos, 2009). Es, también, compilador del volumen Una raya más. Ensayos sobre Eduardo Lizalde (feta, 2010). Fue becario del programa Jóvenes Creadores, del Fonca, en Poesía. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte. Desde 2004 es editor de la Dirección de Literatura de la UNAM.
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