1994. Tiempo de ofuscaciones, miserias y sentimientos encontrados. Año en que el Ejército Zapatista de Liberación Nacional cuestionaba las promesas de modernidad de la política en México. Año en que la desestabilización del sistema político mexicano coincidía con mi inestabilidad económica y emocional: mi padre y yo habíamos perdido el empleo y, para amolarla, Maribel se había librado de mí, después de dos años de noviazgo. Tuve que aceptar un empleo de mensajero en un despacho contable, donde me pagaban escasos cien pesos a la semana. Rápidamente me convertí en títere del derrotismo y la depresión, pues el matrimonio de mis padres amenazaba con desmoronarse, amén de que el sueldo sólo me permitía pagar el transporte para ir a la universidad y, si bien me iba, pistearme un six de cerveza los sábados.
En ocasiones, durante el horario laboral, lograba escabullirme a la única biblioteca ubicada en la Zona Centro, cuando el verano lanzaba pelotazos de fuego sobre Tijuana. Había pocos libros, pero uno de ellos me llamó la atención por su título descabellado: La banda de los enanos calvos. La portada destacaba una rodilla sobre un fondo guinda, a modo de metáfora de la calvicie. Pero entonces, a mí me pareció una alusión a mi abatimiento: me sentía un hombre empequeñecido, despojado de la greña que otorga fuerza a Sansón. Coqueteaba con el suicidio, pero al abrir la puerta de esa obra encontré un asidero: el humorismo que rebosaban algunos cuentos de Agustín Monsreal me levantaba el ánimo, sus neologismos me conmovían o, por el contrario, me desternillaban de risa ante la mirada acechona del bibliotecario. Un día, enfrascado en la lectura del libro, me topé con una frase magistral de “La selva de los suicidas” que acotaba mi autovictimización: “Un crimen, un suicidio, cualquier tipo de aniquilamiento individual forma parte de una irreversible degradación colectiva. La muerte, tal vez por incomprendida e incomprensible, es ya de por sí dolorosa; no la hagamos también estúpida.”
En una de esas fugas literarias descubrí “Los placeres simples del pobre”, un cuento en el que el protagonista, cercado por la miseria y el hambre, halla consuelo en la lectura de Crimen y castigo, auxiliándose con un par de velas. No sólo me identifiqué con su situación, además me deslumbró la inventiva de Monsreal para combinar el humorismo incisivo con las inflexiones conmovedoras de lo cotidiano. También tuve la oportunidad de conocer a otro autor que ha sido fundamental en mi formación: Dostoievski (“cuando falla la inteligencia del hombre, el diablo la reemplaza”).
A los enanos monumentales de Monsreal les debo el conocimiento de lo social (“la clase media, por su parte, experimenta una especie de horror inconsolable y definitivo ante la sola posibilidad de que el pueblo llegue algún día al poder”), poderosas e invaluables recomendaciones de lectura (Proust, Borges, Revueltas, Balzac, Cortázar), la denuncia de los prejuicios literarios (“no hay géneros menores, tiíta, lo que hay son escritores inferiores, escrivanales, escrivanos”) y las posibilidades lúdicas de nuestro idioma (“Así me pintaron a Casiopea: cabellimedusiana, ojidominadora, narihelénica, boquisuculenta, cuellicisnácea, pechidelicias, caderienérgica, glutipasmante…”).
Gracias a Monsreal entendí que la palabra nos hermana con el otro y nos ayuda a sobrellevar las calvicies derivadas de nuestras pequeñas y grandes tragedias.
Un año después, al cambiar de chamba, pude adquirir el libro que me había abierto las puertas de la esperanza y la comprensión, las ventanas de la conciencia social y las escotillas por las que entra el agua del océano de la mejor literatura. Finalmente, a solas en mi habitación, ya sin la mirada censora del bibliotecario, pude leer a gusto y reírme de mis propias desventuras.
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