En ese tiempo nos andábamos cogiendo cariño con la Negra. Mis compas, dos caricaturistas del diario donde yo escribía, eran buenos para poner apodos y eran ellos quienes bautizaban a las mujeres que en esa buena época pasaban por mi vida. Como a la Chupacabras, una oaxaqueña bien chula que me exprimió la lana de un premio de periodismo, cuyo reportaje escribí luego de una estancia de casi un año en la región de La Montaña. Aunque de la Chupacabras y de La Montaña les hablaré un poco más adelante.
Yo leía Cien años de soledad. La leía porque estaba convencido de que era el sucesor de García Márquez, y lo leía porque estaba seguro, también, de que sólo leyendo toda su obra “se me pegaría su estilo” (ya había leído casi todo lo escrito por él hasta 1996). Fue la Negra la que me sacó de dudas. Era maestra de literatura en la escuela de Filosofía y Letras. Joven, aunque mayor, y mucho, mucho más sabia que yo.
—No mames —me dijo—. De aquí a que nazca otro García Márquez y se escriba otra obra como Cien años de soledad, tendrás que morirte tú, tus hijos, tus nietos y hasta tus bisnietos.
No entiendo qué era lo que la Negra veía en mí. Morena, pelo negro y ondulado hasta sus pronunciadas caderas. Labios carnudos. Para ser sincero, ni estaba ni estoy bien dotado; tenía veinticuatro años, toda la inexperiencia a pesar de mis cinco años en el oficio y, evidentemente, la mayor parte de mi tiempo lo ocupaba haciendo castillos de letras. Las letras de mi próxima obra maestra que me llevaría a la cumbre. Tanto que, por Macondo, busqué el nombre de otro árbol muy común en la sierra de donde soy, Guarumbo, para el título de mi obra.
Lo busqué porque en cuanto empecé a leer Cien años de soledad me dije:
—¡Puta! Ésta es la historia de mi bisabuelo. Si a García Márquez le funcionó contarla, a mí por qué no.
Vengo de una familia de mineros. Bueno, en realidad, de buscadores de minas. Mi tío Carlos murió convencido de que en su huerta de café y en su patio había oro que sus antepasados escondieron de los forajidos. Mi abuelo decía lo mismo, y su padre también. Mis primos que se quedaron en la sierra, con las huertas y con los sueños, tienen la convicción de que el oro sigue allí.
Por eso fue que dije: “Si José Arcadio Buendía buscó hacerse de riquezas con todos los recursos mágicos del gitano Melquiades, por qué mi abuelo y sus hermanos no pueden morir pensando en el oro que los sacaría de pobres y que, juraron toda su vida, sus ascendientes habían enterrado en grandes ollas de barro.”
La respuesta me la dio la Negra con una sonora carcajada estando aún desnuda en la cama, después de haber echado pata.
—No mames —me dijo, y lo que sigue no tiene caso que lo repita.
Lo cierto es que yo estaba empeñado, y al cabo de un par de meses le di la noticia.
—Me voy, Negrita —le dije—. Estaré un año en La Montaña para recorrerla y conocer. Quiero escribir algo.
La Negra no lo tomó a bien.
—Escribir qué. No me digas que tu magna obra —lo dijo con sorna y me molestó. Sólo di la vuelta y no regresé. No por un rato.
Ocho meses estuve en La Montaña. Allá, en un caserío que se llama Tlaquilcingo, en una comisaría en la que me permitían pernoctar, terminé de leer a la luz de un candil Cien años de soledad. Estaba “tocado” por la magia de Macondo y el modo de narrar de García Márquez. Días después fui a la cabecera municipal por un camino de herradura. Al lado había un río y al fondo una cañada que echaba humo. Subí. En la parte media, en una cueva, vivía una familia nahua.
Era mi historia, pensé. La escribí diciendo que allí “era todo nuevo” y describiendo las “auras” de sus tres moradores y de la estancia. Al año siguiente el reportaje ganó un premio. Con el dinero apareció la Chupacabras. Nos fuimos a Acapulco. Allá bailamos, bebimos y echamos pata hasta que regresé a mi estado natural: la quiebra. Ella se fue y no volvió. Yo sí, con la Negra.
—Qué te dije —me dijo, luego que me vio parado en su puerta—. Qué García Márquez ni qué la chingada.
—Aunque de todo eso algo ha salido, ¿no? —respondí.
—¡No mames! —repuso, y me dio un portazo en la cara.
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David Espino Vázquez (México, 1972). Reportero. Es autor de Acapulco dealer. Crónicas de la narcoviolencia en Guerrero (independiente, 2011). Ha publicado en El Nacional, de Venezuela, Milenio Diario, El Sur, La Jornada Guerrero, Semanario Trinchera, Replicante, y en el blog Nuestra Aparente Rendición. Es miembro de Cosecha Roja, red iberoamericana de periodismo judicial auspiciada por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano y de la fnpI. Ha sido profesor de periodismo en la Universidad Autónoma de Guerrero y en la Universidad Loyola del Pacífico. Estudió una maestría en Ciencia Política en la uag, y actualmente es freelance en diversos medios del país y el extranjero. Mantiene el blog: <reporteroerrante.blogspot.com>.
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