El fútbol (clasificar al mundial)
Para lograr la receta perfecta del absurdo basta un país y tres palabras: fútbol, fútbol, fútbol. Hemos clasificado al mundial, la ciudad se ha vuelto un hervidero tricolor (amarillo, azul y rojo) y el atolladero de motores sólo abre paso a más camionetas cargadas de banderas tricolores. A las 3:00 pm la oficina ya no puede disimular, ahora es un hincha encorbatado que sucumbe ante la hipnosis de la TV. Suena a todo pulmón el eslogan de una vieja campaña presidencial convertida en el cántico de la selección nacional: Sí Se Puede.
Pero si es que de verdad se puede, se puede sólo en el épico momento en el cual el fútbol lo ha eclipsado casi todo. En las canchas de la vida real la gran mayoría se queja: “aquí nada funciona”, protesta la muchacha con niño en brazos que ha hecho cola por dos horas en el registro civil. “Es que no hay trabajo”, dice el universitario que busca empleo y le ofrecen un sueldo de operario.
Lo mismo creyeron los millones de migrantes que la-van platos manchados de salsa pomodoro en Italia o que cosechan naranjas en España. Algunos de ellos, arrepentidos tras menos de un mes de travesía, han vuelto a tierra ecuatoriana con un souvenir que se nota al hablar: la zeta ibérica. Al parecer, nadie quiere estar aquí y mucho menos ser de aquí. Excepto, evidentemente, cuando clasificamos al mundial.
No hay drama, para vivir un poco más contentos nos bastan unas cuantas folcloradas. Que Quito tiene el cielo más lindo del mundo; que el Himno Nacional es el segundo más bello del planeta (claro, después de La Marsellesa); que, poseído por las raras especies que habitan las Islas Galápagos, Charles Darwin hizo click y dio con la Teoría de la Evolución.
Sin embargo, ninguno de aquellos logros nativos nos saca a las calles a festejar y beber como lo hace el gol de un afroecuatoriano convertido en héroe patrio (si no hubiera anotado, de seguro no le decían héroe sino “negro vago”). De lo contrario, habrá que esperar y marcar tarjeta como un robot de oficina hasta que llegue el fin de semana.
El alcohol (de viernes a lunes)
Del trabajo a la cantina: “al fin viernes” es el coro que sigue al “jueves no te ahueves”. Computadoras en off y niños que vuelven del parque a la TV. Un grupo de señoras pinta la mesa con el revés rosado de las cartas. Vasos y botellas arremeten sobre las barras como borrachas piezas de ajedrez.
En Ecuador, la borrasca de cada viernes es una acusación y el festejo del sábado, un exorcismo. El aguardiente disuelve el antagonismo entre agua y fuego para volverlo chuchaqui: dolor de cabeza, sed y la promesa incumplida: “nunca más voy a tomar”. Alerta: Dionisos no pasea por la franciscana urbe quiteña para inspirar la locura ritual de su vino sagrado. Dionisos es un código de barras, un “pague uno y tome dos”, una botella-puñal en manos del tipo que sale de un rincón para decirte: “¡chupa maricón!”.
Los colegiales beben mientras arriesgan un par de dólares en las maquinitas y los gringos encuentran mariguana de a cinco dólares en la esquina donde aún se ve la luz de una patrulla. En una cuadra, reggaetón, en la que sigue, tecno, y en la de más allá, sirenas de la ley. Las niñas venden rosas; los niños, cigarrillos.
En la Plaza Foch —rebautizada como “Plaza Fuck” por sus usuarios nocturnos— un punk vive el último minuto antes de enamorarse, y el militar que acaba de llegar de la selva amazónica señala la de José José en el karaoke. Para los quinceañeros, veinte dólares por cabeza, es el momento de bajarse los pantalones frente a la malhumorada Cindy.
Tiendas de mascotas cerradas con los animales dentro y bodegas refaccionadas como iglesias evangélicas. El Chevrolet gris cruza la ciudad sin que aparezca el semáforo que no se deja violar. Si hay accidente y no encuentran a quién echarle la culpa, seguramente es porque Dios, en su infinita sabiduría, sabe por qué hace las cosas, “así ha de ser”.
Hay que seguir tomando, pues si ganó el equipo favorito, se festeja, y si perdió, hay que lamentarlo con copita en mano. El gasto en bebida es tal que no es mala idea recordarle al público que debe ahorrar algo de plata para diciembre. Por eso no sorprende que las vitrinas nos vendan la Navidad con tres meses de anticipación.
Pero, claro, la nostalgia navideña también amerita unos traguines de Nochebuena. Algunos no tendrán que esperar que se acerque el fin de año para llorar de nostalgia. Cuando los cañonazos bailables dejan de sonar y se da paso a la música nacional —la del estilo corta venas— se hace verdad lo que escribió el explorador Alexander von Humboldt: “Los ecuatorianos son seres extraños y únicos, duermen tranquilos en medio de humeantes volcanes, viven pobres con riquezas inimaginables a su alrededor, y se alegran con música triste…”
La madrugada se prolonga en el parpadeo de los celulares. El domingo se acerca, el lunes ya amenaza: exámenes, trámites, oficinas… Ya hay algo de qué hablar, de fútbol, y algo más que lamentar, la resaca.
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Juan Manuel Granja (Ecuador, 1980). En 2007, obtuvo el Segundo Premio Nacional de Novela Corta “Medardo Ángel Silva” por Un ligero temblor en las piernas. En 2008 publicó en línea su poemario Alter (http://alterjmg.blogspot.com). Es editor de la revista de moda y cultura Dolce Vita (http://www.dolcevita.com.ec/). Ha colaborado en las revistas SoHo, Diners, El Búho, BG y Vanguardia. Es becario de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Su crónica “Los Tropicales del Caribe” se publicó en Colombia en la antología ¡Qué viva la fiesta! (FNPI, 2009). Es colaborador del portal de ATEI (España), El Porta(L) (Ecuador) y de Punto en línea y Punto de partida (UNAM). Es crítico de artes escénicas para la revista El Apuntador (http://www.elapuntador.net).
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