El encuentro con la obra de José Saramago a mediados de 2006 me produjo una primera pregunta acerca de la función que los nombres propios cumplían en su escritura, desligándolos de una mera curiosidad onomástica. Varios años pasaron desde entonces, y este ensayo cobra la forma de una respuesta, la que supe inventarme tras esa búsqueda en sus palabras. Es que si hay un Don José en Todos los nombres, por qué no fantasear con que hay un Saramago en Todas las palabras. Aun cuando él mismo nos enseñe que “ni tú puedes hacerme todas las preguntas, ni yo puedo darte todas las respuestas”.1
A lo largo de las novelas saramaguianas hallamos una recurrencia y variedad de situaciones en las que el nombre de los personajes se torna significativo, o su presentación, o su significado. De igual modo encontramos una variedad en cuanto a las formas de nominación de los personajes, que van desde nombres propios, nombres propios en minúscula, nombres-rasgo,2 hasta personajes con una inicial. Y contamos, además, con novelas en las cuales se omite por completo el nombre propio de todos sus personajes, o donde se menciona sólo el de uno. La hipótesis que sostengo acerca de éstas y otras consideraciones que desarrollaremos en detalle —y que deseo compartir con la comunidad de entusiastas saramaguianos— es la de advertir metáforas escritas sobre lo inasible del ser que se materializan a partir de la escritura y la omisión de los nombres en la narrativa saramaguiana.
En este punto no podremos desligarnos de un interrogante que Saramago manifestó como una de sus preocupaciones: “¿Quién es el otro?”3 Un interrogante que se vincula de forma directa con la pregunta por el ser.
Las novelas a las cuales nos atendremos son las que se publicaron entre los años 1977 y 2000, aunque es posible hallar otras particularidades o incluso algunas similares a las que aquí describiremos en la totalidad de su obra. El recorrido que proponemos no será necesariamente paralelo con la cronología de las novelas.
Un espacio en blanco
Vamos a remontarnos a los momentos iniciales de la narrativa saramaguiana: Manual de pintura y caligrafía. Al inicio de esta novela, Saramago realiza una peculiar comparación entre el reino de la pintura y el de la caligrafía en relación con los nombres. Lo que hace es trasladar la dificultad de asir el nombre de un color, una vez que lo ponemos en la paleta y lo mezclamos con otros colores, al acto de nombrar personajes, afirmando que el nombre se le presenta como un “espacio en blanco”.4
Encontramos en esta novela una de las mayores combinaciones en cuanto a los modos de nombrar personajes, pasando por personajes con nombre propio, como Adelina y Carmo, personajes con nombre-rasgo, tales como los señores de la Lapa y hasta personajes con iniciales. Entre estos últimos se hallan H., M. y S., “una inicial vacía que sólo yo puedo llenar con lo que sabré y con lo que inventaré”.5 Quien pronunció esa frase fue H.: “También por eso voy a ser yo un simple H., no más. Un espacio en blanco.” H. será más contundente con sus elucubraciones, tanto cuando afirme que nombrar a un hombre es fijarlo en un instante de su transcurso, como cuando escriba cuarenta y cinco nombres propios de corrido para invitar al lector a “reconocer lo que es el vacío de un nombre acabado”.6
No pude pasar por alto las resonancias que me produjeron estas palabras, en las cuales encuentro una clave de lectura para comprender la función de los nombres en la escritura saramaguiana. Pensar en el vacío de un nombre no resulta algo sencillo de representar. No obstante se hace presente en la escritura del autor, y es lo que intentaremos articular en este ensayo. En este sentido, considero que nombrar personajes mediante una inicial fue un recurso elegido por el autor para dar cuenta de las características de los nombres que allí describe. Como si su creencia del vacío de los nombres cobrara cuerpo o se materializara en la escritura a partir de escribirlos, en este caso, a través de una inicial.
Saramago nos habla de inicial y no de letra. De hecho, una S es una letra; pero es una inicial sólo si convenimos en que hay algo detrás de ella, que hay algo que sugiere y que, no obstante, el autor prefiere omitir. Avancemos, pues, en la idea de tomar esta inicial como una primera metáfora escrita de lo inefable en la narrativa saramaguiana. Habrá otras.
Joana Carda o Doña Ojos No Sé Bien
No, yo no soy el nombre que tengo,
Quién eres entonces, Yo.
JS
Para mi sorpresa descubro que el mismo autor que ya nos sugirió la vacuidad de los nombres escritos se vuelca, en una de sus novelas más populares, a contarnos la historia de una ceguera sin nombres propios. Recordemos uno de sus personajes, la chica de las gafas oscuras; y recordemos también algunas de sus palabras: “Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos.”7
Considero que no es casual que en la primera novela del autor en la que no aparece ningún nombre escrito haya un personaje que, además, señale que su ser no tiene nombre. Algo de lo cual Saramago ya nos había advertido anteriormente en La balsa de piedra, y que en boca de Joana Carda o Doña Ojos No Sé Bien dice: “No, yo no soy el nombre que tengo.” Como si este personaje ya hubiese reconocido el vacío de un nombre y su consecuente insuficiencia de atestiguar el ser.
Lo significativo de esta última frase no sólo es lo que niega, o lo que afirma, sino que además podemos ubicar a este personaje saramaguiano como el primero en ser nombrado indistintamente mediante un nombre propio y mediante un rasgo. Claro que habrá también un Ricardo Reis que luego de escuchar una de las conversaciones de los viejos termine preguntándose qué mote le convendría a él, si el de El Médico Poeta, Pepe el de las Odas, El Casanova de las Camareras o El Desamparado de la Suerte. Pero es Joana Carda quien aparece claramente ubicada como el primer personaje de la narrativa saramaguiana que alterna entre un nombre propio y un nombre-rasgo, y que además tiene una respuesta al asunto. Como si fuera un anticipo de lo que vendrá.
Entonces, si al principio teníamos el vacío de un nombre y la hipótesis de que esta idea se plasma en el texto a modo de metáfora a través de los personajes inicializados, ahora nos encontramos con un personaje, el primero, que se nombra a partir de un rasgo, Ojos No Sé Bien, y con un nombre, Joana Carda, al mismo tiempo que manifiesta no ser el nombre que tiene. ¿En qué medida el nombre designa el ser de una persona? En una medida que no es completa, podríamos aventurar como respuesta.
A partir de estas consideraciones, y teniendo en cuenta que la escritura de nombres mediante un rasgo hará explosión en la narrativa del autor, me arriesgo a sostener que la posterior ausencia de nombres propios escritos en la narrativa de José Saramago ilustra, no una forma de anonimato o despersonalización, sino y fundamentalmente, la insuficiencia del nombre para designar el ser de una persona, en un escritor para quien la pregunta ¿Quién es el otro? se tornó decisiva. Así, los nombres-rasgo podrían leerse como una metáfora escrita de lo inasible del ser en los personajes saramaguianos.
Todos los nombres
En la Conservaduría General sólo existían palabras,
en la Conservaduría General no se podía ver
cómo habían cambiado e iban cambiando las caras,
cuando lo más importante era precisamente eso,
lo que el tiempo hace mudar, y no el nombre que
nunca varía.
JS
Su título por demás sugerente nos obliga a una cita en detalle con esta novela. Sobre la base de lo que venimos sosteniendo, diremos que hay una lógica que impregna los extraños acontecimientos que se suscitan en Todos los nombres. Nos referimos a la lógica del todo y el uno, del conjunto y la parte, de la Conservaduría y la ficha de la mujer desconocida.
Tenemos el lugar donde se encuentran todos los nombres posibles, la Conservaduría General del Registro Civil, en competencia directa con otro lugar al cual van a ir parar todos los nombres, el Cementerio General. Las homologías entre ambos abarcan desde el mismo frontispicio, la disposición de los empleados, y llega hasta el derrumbe de sus muros, en todo sentido. Y tenemos, por otra parte, una ficha, la de una mujer, que se desprendió de la Conservaduría General. Una mujer que se suicidó, hecho que la ubica de inmediato en una tumba del Cementerio General. Respecto a los personajes, tomaremos dos: aquel que conoce todos los nombres posibles de todas las personas, las que existieron y las que existirán según la base de combinaciones posibles; y tenemos por otro lado a don José, con un nombre insignificante, en palabras del autor, pero cuya función dentro de la novela es la de sostener la lógica que proponemos. Porque si el Conservador es el depositario de un cerebro que duplica la Conservaduría en el sentido de conocer todos los nombres, don José tiene en la mano el nombre de una mujer a la que busca desasosegadamente.
Ambas lógicas entran en discusión: “la única persona que aquí no comete faltas soy yo”,8 asevera el Conservador frente a don José. Es lo mismo que decir que al Conservador no le falta ningún nombre. Y será don José quien introduzca la falta en la Conservaduría General, empezando por faltar a trabajar.
A esta lógica debemos sumarle la obsesión de este don José enojado con una Conservaduría que se desentiende por completo de quiénes son las personas que alberga en sus fichas: “Lo peor de la Conservaduría es que no quiere saber quiénes somos, para ella no pasamos de un papel con unos cuantos nombres y unas cuantas fechas.”9 Don José llega incluso a imaginar un Cementerio en el que la gente sea enterrada en posición vertical con un cubo de piedra sobre sus cabezas en reemplazo de la lápida con nombre y apellido. Un cubo con cinco caras donde se relaten los acontecimientos más significativos de esas personas, algo que diera cuenta de la vida que un nombre no sabe contar: “El resumen del libro entero que había sido imposible escribir”,10 piensa don José. Y quizá el nombre sea sólo eso, las letras de una ilusión, aquella que nos pide escribirnos por entero.
Podemos decir que en la escena de Todos los nombres, el nombre don José introduce la falta; será ante el Conservador —recordemos esos gestos, esos comentarios, esas debilidades que el máximo escalafón de la Conservaduría esboza ante el escribiente suscitando la envidia y el asombro del resto de los empleados—; será ante la Conservaduría, distinguiendo la búsqueda de una mujer frente al resto de los mortales. Y esto es lo que me lleva a considerar que al oponer sólo un nombre frente a todos los nombres, esta novela realiza mediante la escritura la falta que el nombre introduce.
Lo que empezó con la sospecha de un espacio en blanco, que cobró carácter de fijación frente a la mutabilidad de los rostros que van cambiando, lo que continuó con la insuficiencia del nombre para asir el ser, abriendo la frontera de lo inefable —por citar sólo los ejemplos que aquí hemos desarrollado— encuentra un punto de condensación en la búsqueda obsesiva del escribiente de Todos los nombres, del escritor José Saramago.
Una bandada de aves
Lo bueno es que existe el sin embargo. Porque aunque un nombre sea un espacio en blanco, aunque Saramago nos haya enseñado a desligar el nombre de lo que las personas realmente son, y aunque se oculte detrás de la chica de las gafas oscuras para decir que “Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos”; sin embargo, a pesar de esto, Cipriano Algor los necesita.
Cipriano Algor se alejó en dirección al horno, iba murmurando una cantinela sin significado, Marta, Marcial, Isaura, Encontrado, después en orden diferente, Marcial, Isaura, Encontrado, Marta, y todavía otro, Isaura, Marta, Encontrado, Marcial, y otro, Encontrado, Marcial, Marta, Isaura, finalmente les unió su propio nombre, Cipriano, Cipriano, Cipriano, lo repitió hasta perder la cuenta de las veces, hasta sentir que un vértigo lo lanzaba fuera de sí mismo, hasta dejar de comprender el sentido de lo que estaba diciendo, entonces pronunció la palabra horno, la palabra alpendre, la palabra barro, la palabra moral, […] la palabra, la palabra, y todas las cosas de este mundo, las nombradas y las no nombradas, las conocidas y las secretas, las visibles y las invisibles, como una bandada de aves que se cansase de volar y bajara de las nubes fueron posándose poco a poco en sus lugares, llenando las ausencias y reordenando los sentidos.11
La caverna es la novela que le sigue a Todos los nombres en cuanto a su fecha de publicación. Allí nos encontramos con pocos personajes nombrados generalmente con su nombre y apellido completos. El fragmento que elegimos se torna particularmente significativo para lo que hemos desarrollado. La sospecha aquí no es que Saramago haya querido deshacerse de lo dicho anteriormente, sino que sólo después de haber generado una escritura de la falta del nombre es posible realizar una escritura de su necesidad. Reconocer que necesitamos de los nombres, aunque no nos completen; que necesitamos del orden que nos proponen, aunque puedan reordenarse. Que necesitamos del otro que viene a vestirnos y a referenciar quiénes somos con su nombre, aunque no tengamos una respuesta certera sobre quién es. Al menos, algo de esto pareciera acontecerle a Cipriano Algor, que al repetir una aparente cantinela sin significado está nombrando los personajes de su membrana familiar, ubicándose en un lugar, dándose una referencia y contándose dentro de ella. Como una forma de nombrar el mundo. El suyo. Sobre todo teniendo en cuenta que esto le acontece en un momento donde parecía que “todas las cosas del mundo hubiesen cambiado de repente de sentido”.12
La palabra final que nos devuelve al principio
Lo innominable existe, y ése es su nombre, nada más.
JS
Lo innominable nos ubica en el universo ya no sólo de los nombres sino en el de las palabras, del cual provienen. Un universo que sería caprichoso omitir y que también ha estado presente en este ensayo. Nos referimos a esa frontera de lo inefable que ronda el lenguaje y que aparece en repetidas escenas de la narrativa saramaguiana:
Con exceso nos ha enseñado la experiencia cuán insuficientes son las palabras a medida que nos acercamos a la frontera de lo inefable, queremos decir amor y no tenemos lengua bastante, queremos decir quiero y decimos no puedo, queremos pronunciar la palabra final y nos damos cuenta de que ya habíamos vuelto al principio.13
Aparece también entre Ricardo Reis y Fernando Pessoa: “De nada sirve estar advertido, por más que usted diga, por más que digamos todos, siempre quedará una palabra por decir.”14 Se hace presente en H.: “Intento comprender el arte de romper el velo que son las palabras y de disponer las luces que las palabras son.”15 Y en numerosas ocasiones que omitiremos a falta de espacio. Porque también a este ensayo ha de faltarle algo.
Simplemente sugeriremos que si convenimos en que el nombre introduce una falta, esa falta bien podría ser hermana de la palabra final que no puede ser dicha. Lo inefable que las palabras (de)velan pareciera rozar con lo inasible del ser que los nombres (des)cubren. Entonces sí, acabamos descubriendo que volvimos al principio.
|
1 José Saramago, El Evangelio según Jesucristo, Punto de Lectura, Madrid, 2006, p. 155.
2 Adopto la expresión “nombre-rasgo” del Diccionario de personajes
saramaguianos, Equipo Saramaguiano de Investigación en Teoría y Crítica
Literarias, Educc, Córdoba, 2008, p. 25.
3 Jorge Halperín, Saramago: “soy un comunista hormonal”. Conversaciones
con Jorge Halperín, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2003, p. 74.
4 José Saramago, Manual de pintura y caligrafía, Suma de Letras, Buenos Aires, 2005, pp. 31-34.
5Idem., p. 32.
6Idem., p. 33.
7 José Saramago, Ensayo sobre la ceguera, Punto de Lectura, Buenos Aires, 2006, p. 278.
8 José Saramago, Todos los nombres, Punto de Lectura, Madrid, 2007, p. 84.
9Idem., p. 210.
10Idem., p. 244.
11 José Saramago, La caverna, Punto de Lectura, Madrid, 2007, p. 143.
12Idem., p. 142.
13 José Saramago, La balsa de piedra, Punto de Lectura, Madrid, 2007, p. 381.
14 José Saramago, El año de la muerte de Ricardo Reis, Seix Barral, Buenos Aires, 1984, p. 154.
15 José Saramago, Manual de pintura y caligrafía, op. cit., p. 118.
|