CUENTO/No. 172


 

Mantarrayas



Esteban Govea

 

 

 

Estaba sentado en el catre de la celda cuando entró mi abogado, Schiffer. Hombre pulcro, cabello corto, buenos modales. Me pidió que lo siguiera. Caminamos por un pasillo largo y bastante ancho; no parecía que estuviéramos en un ministerio de justicia sino en un museo: había algunas pinturas al óleo, con toda seguridad requisadas a algún ricachón en los años de la Gran Reforma, y también una serie de bustos de próceres recientes, como Von Haussenberg y el mismo Doctor Silesius.

govea-01.jpgLlegamos al final del pasillo y nos sentamos en unos sillones de piel sintética; al fondo, empotrada en la pared, había una pecera de enormes dimensiones, muy bien balanceada en cuanto a fauna y flora fluvial, que alojaba principalmente peces autóctonos. Schiffer parecía incómodo con el silencio; me preguntó, un poco para pasar el rato, por uno de los peces, un flowerhorn color púrpura. Parecía llamarle la atención la giba que el pez llevaba con orgullo en la cabeza. Le dije que provenía de Malasia y que era agresivo y monógamo. La conversación no dio para mucho más. Schiffer parecía nervioso por la espera, a fin de cuentas, estaba a punto de recibir un oficio del Ministerio donde se decidiría mi suerte. Yo no entiendo una palabra de derecho, así que me dediqué a mirar con atención los peces trajinando en la pecera.



Estaba en el acuario de la primaria, introduciendo un Scatophagus argus hembra que habían traído de los arrecifes de la isla. En la televisión, la presidenta Antoinette St. Pierre daba su discurso de reelección. Principalmente daba gracias al pueblo de Lurma por haberla elegido para otros dos años en el referéndum de noviembre. Anunciaba la preocupación oficial de que todos los habitantes alcanzaran un nivel de vida óptimo. Como no había demasiados recursos en la isla, era importante idear políticas públicas conducentes a la realización no económica del individuo. Por esta razón dotaba de nuevas atribuciones al Ministerio de Bienestar, dirigido por el doctor Silesius. Ya no sólo se encargaría de rehabilitar a los adictos y a los mendigos y de alfabetizar a los pobres, sino que ahora tendría un papel activo para buscar la felicidad de todos los ciudadanos, por eso lanzaban el Programa Silesius de Iniciación Familiar: algo así como un apareamiento selectivo, garantizado por una supercomputadora desarrollada en la Universidad de Lurma: porquería fascista. También se reforzarían los programas de vivienda. Yo no prestaba demasiada atención; las políticas públicas me tenían sin cuidado. En ese momento apareció mi asesor psicológico, cruzó la puerta y me dio los buenos días.

—¿Cómo has estado, Auguste? —dijo.

—Bien, bien.

—No has vuelto a beber, ¿cierto? —me preguntó lanzando una mirada inquisitiva.

—Ni una gota.

—Me da gusto. Es bueno verte reincorporado al trabajo.

Asentí al tiempo que extendía la mano para recibir el formato que él llevaba. Lo firmé y se lo devolví.

—Gracias —dijo, ceremonioso— nos vemos dentro de quince días, si no quieres que hablemos de algo.

—Estoy perfecto —dije.

Cuando aquel tipo se fue no pude evitar un suspiro de hastío. Cada vez que venía a hacer su revisión quincenal me recordaba los tres meses que estuve encerrado en el centro, aguantando su cara condescendiente mientras me escuchaba durante el psicoanálisis y anotaba en su libreta con pluma crepitante. Y recordaba el fastidio sin fin de las pruebas psicológicas:

—¿Qué ves en esta mancha, Auguste?

—Un par de tetas.

Era horrible.

Pero al menos me sentía cómodo trabajando de nuevo, incluso hice amistad con algunos de los estudiantes de la primaria. Uno de ellos era de mi particular agrado, Edmond, niño rechoncho y pecoso, de unos nueve años. Aparecía al menos dos veces por semana con su gorra amarilla y su ajedrez de plástico. Los amigos nunca me importaron tanto por su apoyo moral como por su competencia ajedrecística. Por razones que desconozco —o que no me gustaría revelarme a mí mismo—, suponía que la única compañía realmente afortunada era la de una mujer —yo nunca había tenido una mujer, a excepción de las prostitutas en mi adolescencia y adultez temprana—.

¿Merecía yo ser amado? Siempre pensé que no —ahora estoy convencido de ello—… El mérito para el amor me era algo inaccesible; una suerte de encanto que brillaba tras los ojos de los vecinos de la colonia, de los soldados en los desfiles, de los muchachos con hombros de amplitud atlética que llevaban a sus novias del brazo por el parque, era un cierto carácter de rebelión barbárica, era algún detalle ínfimo como la presión ejercida al estrechar una mano o el gesto al sacar los póndaros de la cartera y muchas otras cosas que yo, según testimoniaba la experiencia, no tenía.

Al principio, cuando se es ingenuo, se persiste. Pero yo no. Me adscribí bien pronto a la idea de la soledad. Pero el resultado no fue práctico. Por la mañana trabajaba con regularidad en el acuario de la escuela, pero desarrollé una especie de insomnio enfermizo, sólo reversible mediante el alcohol.



Schiffer entró a la pequeña oficina que teníamos delante y cerró la puerta tras él. Yo no sentía nerviosismo, sabía que merecía el castigo y que no había posibilidad de que no lo hubiera. Al cabo de un tiempo que no podría cuantificar, Schiffer salió y se dirigió hacia mí. Para mi sorpresa, su cara estaba más fresca que antes, incluso diría radiante, si no fuera un adjetivo exagerado para un hombre inexpresivo como Schiffer.

—No pueden proceder legalmente, Auguste —me dijo, mientras sostenía el fólder que le habían entregado en la oficina.

—No lo entiendo…

—Están en un pantano legal. O mejor: en una cloaca legal. Si proceden en tu contra tendrían que destapar la cloaca y se pondría en evidencia la ilegalidad en que incurrió el Estado.

No pude contener mi sorpresa, todo aquello era extraño; parecía una trampa.

—¿Y qué harán conmigo? No pueden dejarme libre así nada más, ¿o sí? He roto el contrato social, merezco ser castigado. No entiendo nada —sentía un ejército de hormigas por la piel, hormigas ardientes, el sudor empezó a manar de mis poros enloquecidos, sentí como si mi cuerpo despidiera un olor a cadáver.

—Lo hiciste, es cierto, pero piensa por un momento que sólo lo hiciste porque estabas con ella. Es decir, si no la hubieras conocido, no lo habrías hecho —dijo atropelladamente, con un dejo de ansiedad en su voz.

—Eso es una perogrullada…

—Vendrá un funcionario pronto, el licenciado Marcus. Él hablará contigo. Piensan que mereces una explicación.

Pedí estar solo un momento. Schiffer asintió y entró de nuevo a la oficina, aunque probablemente sin un objeto en particular. La incertidumbre se apoderó de mí. Las categorías conceptuales tendían a borrar sus líneas fronterizas. Era capaz de pasar indistintamente del concepto de felicidad al concepto de peligro, del concepto de amor al concepto de eutanasia, de aburrimiento. La totalidad de mis ideas se mezclaba en un convulso vaivén. Habría dado mi brazo derecho a cambio de un vaso de vodka. Lo único que quedaba era pensar en algo tranquilizador. En el trabajo. En los peces. En una tortuga parsimoniosa con ojos de abuelo.



govea-02.jpgCon cierta regularidad, una muchacha de ojos azules iba a la primaria. Trabajaba en un comité ciudadano. Era responsable, entre otras cosas, de mantener informados a los ciudadanos de nuestro distrito sobre las disposiciones estatales. También conducía encuestas de vez en cuando, o llevaba boletos para rifas del partido. Como siempre la había visto en la recepción, me sorprendió que se apareciera por el acuario. Llevaba un fajo de papeles. Me sonrió y sus ojos parecieron sonreír con ella. Me puse algo nervioso y por esa razón mi tono resultó demasiado formal, burocrático diría. Le pregunté qué necesitaba. Ella contestó que venía a darme un boleto para la rifa de una pequeña casa de playa. El gobierno la había expropiado a un ex funcionario que había hecho millones con la especulación de caña de azúcar. No era gran cosa, pero el Ministerio de Bienestar estaba dando preferencia a los sujetos de sus programas de rehabilitación. La explicación de la muchacha me avergonzó. No debí joder mi vida con eso —pensé—, ahora ella sabe que soy un borrachín más. Vacilé un momento. No quería pasar por un malviviente que necesita de la caridad pública. La miré una vez más. Tenía unas tetas espléndidas, pero sus ojos acaparaban mi atención. No pude negarme y compré el boleto por casi nada, apenas veinte o treinta póndaros. Pensé en pedirle a la chica su teléfono, pero no tuve los arrestos.

Mi boleto resultó premiado en algún sorteo televisivo del que nunca me enteré. Mi apretón de manos con un tal Johnson, ejecutivo de la compañía organizadora del sorteo, salió en el periódico del distrito. La casita quedaba del otro lado de Lurma, por lo que pedí unos días libres en la escuela, con el objeto de decidir si era pertinente solicitar el traslado a un empleo más cercano a mi casita nueva. Además, tenía que decidir si iba a de-jar de una vez por todas el pequeño departamento que rentaba y en el cual los recuerdos de mi alcoholismo y de mi tristeza se habían vuelto parte del ambiente, que cada vez soportaba menos.

Decidí quedarme unos días en la casita sin saber qué hacer.

En cierta ocasión, me descubrí evocando los ojos azules de la muchacha de los boletos. Me levantaba a mitad de la noche, me servía un jugo de mango sin vodka y salía al pórtico. Trataba de encontrar el tono exacto de sus ojos en esa multitud convulsa de matices azules sobre las mareas. A veces lo conseguía justo antes del amanecer, cuando en el horizonte los azules más lejanos se vuelven tonos de amatista.

Pronto comencé a anhelarla —no sé si a ella, a la muchacha de los boletos o a alguna mujer difusa—. Para poder dormir, me imaginaba acompañado. Cuando me iba a acostar, pretendía que la muchacha me estaba tomando de la mano y dormía junto a mí. En ciertas ocasiones en que a mi memoria le faltaba capacidad de evocación, me angustiaba por el carácter indefinido de los rasgos de la mujer que veía en mi cabeza. Más un contorno, una síntesis de mujer. Esa mujer de mi cabeza contenía dentro de sí multitud de mujeres, era La Mujer y operaba dentro de mí como los ideales en la gente sin esperanza.

En el paroxismo de mi soledad me reprochaba muchas veces mi obstinación por hacerme con la compañía de una mujer. ¿Por qué no podía ser feliz solo? No lo sé, pero no podía.

Cierto día tocaron a mi puerta. Era Johnson, que venía a entregarme una membresía para el club diplomático de la zona residencial donde estaba mi casita. La acepté sin aspavientos. Al cabo de una semana de insomnio recibí una invitación para una fiesta de bienvenida a los nuevos vecinos. Pensé que sería interesante salir de mi encierro.

Entré a la casa-club, que era donde aquella caterva de hombrecillos de narices respingonas se congregaba para menear sus vasos de whiskey y adularse con descaro. Quedé sorprendido por los niveles que aún alcanzan la opulencia y la falsedad de esa gente, en completa contradicción con las arengas del partido que nos aseguran el absurdo y fracaso a priori de vivir consagrados a la acumulación. Me sentí al instante repelido por aquel grupo y, cuando me proponía regresar a casa hacia la medianoche, advertí con cierto agrado la existencia de peceras innúmeras que flanqueaban el corredor de una enorme estancia. Me demoré cosa de quince minutos en el primer vistazo. Tenían algunos peces que jamás había visto. Decidí quedarme un momento para tomar algunas notas sobre sus tamaños, colores y movimientos. Pero no era el único. Había tres o cuatro concurrentes más. Advertí detrás de mí la presencia de una muchacha inclinada sobre una pecera que contenía una mantarraya indiferente. Me acerqué sin dudarlo y dije hola; surgió una conversación casual sobre la mantarraya, que se había aproximado al vidrio de la pecera hasta tocarlo con su nariz. Ella dijo que sólo cuando yo me puse frente a la pecera la mantarraya había advertido que tenía visitantes. Reí y platiqué con ella sobre las mantarrayas. Ella me contó que en Filipinas y algunos lugares de Centroamérica, adonde ella había ido algunos años atrás, eran consideradas una exquisitez. Fingí que no lo sabía y seguimos platicando otros detalles sobre los peces.

Se llamaba Ofelia. Y aunque tenía mayor gracia y refinamiento que yo, también era ajena al ambiente de la casa-club. Venía de una familia de abogados de oficio, había estudiado biología marina por dos años y le fascinaban los peces tanto como a mí. En alguna ocasión me dijo que algo en ellos parecía hacerlos mucho más libres, pues podían moverse en tres dimensiones, a diferencia de los humanos, que por lo general sólo lo hacemos en dos. Reímos de su explicación largo rato. Me parecía a mí falta de cierto rigor conceptual. Jamás nadie me había postulado la libertad en términos de dimensiones espaciales, pero sí en términos de capacidad de acción. Supuse que ambas cosas serían muy parecidas para un pez.

Ofelia me iba a visitar todos los días a mi casita. Vivía más adentro, en la ciudad y, cosa curiosa, había ganado la membresía del club en un sorteo. Le conté cómo mi vida en ese momento también se debía a un sorteo. La abrumadora sensación de coincidencia con ella me movió a elucubraciones metafísicas. Ahora cualquier asunto intrascendente era un milagro, puesto que sabíamos verlo así. Y esa noción de milagrosidad en nuestra vida se convirtió en la mejor prueba de que éramos el uno para el otro.

Logré que me transfirieran a un acuario turístico en el distrito donde se encontraba mi casa. En cuestión de meses, Ofelia y yo nos volvimos muy cercanos. Ella pasaba temporadas largas en mi casa y sólo volvía a la suya para realizar pagos o arreglar asuntos. El asesor psicológico me visitaba ahora cada vez menos, en parte porque el tratamiento se encontraba en una fase estable y en parte porque mi casa quedaba a considerable distancia del centro de rehabilitación.

Mi insomnio cesó en seco; ahora de verdad podía dormir con la mano de Ofelia sobre la mía, o incluso dormir sin ella. Los domingos por la mañana alquilábamos un bote de remos y nos dirigíamos a un islote que quedaba a media milla náutica de la costa. Ahí improvisábamos días de campo y de vez en cuando hacíamos el amor a la intemperie, lejos de las miradas penetrantes de la civilización. Por las tardes regresábamos a la casa y jugábamos al ajedrez. Al principio Ofelia no era muy buena, pero con el tiempo y la práctica, llegó a ganarme casi cada partida.

govea-03.jpgOfelia trabajaba como fotógrafa submarina para libros de texto y publicidad turística. Su trabajo me alegraba a mí tanto como a ella. Me enseñó a bucear y a no tomar fotografías fuera de foco, y los dos comenzamos a pasar mucho tiempo en aquella isla y sus alrededores, buscando nuevos peces que fotografiar.

Una mañana me levanté muy temprano; Ofelia dormía tendida frente a mí como un paisaje. La miré un momento. Tenía los ojos serenamente cerrados y la boca quieta. Extendí la mano para acariciarle el cabello, pero no lo hice por temor a despertarla. Fui a la cocina y le hice el desayuno. Volví a la recámara con una bandeja de madera. Ella seguía dormida, de modo que agité un poco la bandeja para hacer tintinear los trastes; Ofelia amaneció con lentitud, se talló los ojos y esbozó una sonrisa enorme antes de decir buenos días. Pasamos el día en la cama, retozando, viéndonos el uno al otro como si nos acabáramos de descubrir.

Cuando ella terminaba los encargos de su empleo, jugábamos ajedrez. A menudo me sorprendía su capacidad para predecir mis jugadas. Llegué a considerarla una más de sus virtudes, de hecho, la más notable. El modo en que su juego se ajustaba al mío contribuyó al principio a fortalecer esa noción de milagro entre nosotros. Parecía que estuviéramos conectados, como si nuestras mentes operaran con la sincronía de dos relojes, frente a frente, dando el mismo tic y el mismo tac en el mismo segundo del mismo minuto de la misma hora. Con frecuencia, la sorprendía realizando la jugada exacta que habría hecho yo, por complicada que fuera. Ella sabía muy bien lo semejantes que eran nuestros juegos; por eso jugaba, solamente, como si debiera anticipar lo que yo iba a hacer, como si hubiera aprendido a anticiparse a sí misma. Para mí no siempre fue viable esa posibilidad de obtener la victoria. Yo no asumía en ella mis propias jugadas, sino que me esforzaba por prever varias alternativas y sólo ahora que reflexiono me doy cuenta de que pude haber estado jugando contra mí mismo como pretendía hacer ella.

Podría describir nuestra relación con esa frase. Como un juego contra uno mismo. Éramos dos combatientes atados al mismo destino por su igualdad, por sus respectivas limitaciones inexorables —porque ambos estábamos maniatados ante lo mismo, el destino si se quiere—; éramos iguales en esencia, del mismo modo que ambos ejércitos en el ajedrez son en esencia el mismo ejército pero, por azares del destino, uno es negro y otro blanco. Era una afinidad eterna, siniestra, la que teníamos. Compartíamos todo y todo nos era común, desde nuestro gusto por los peces hasta nuestros destinos unidos. Éramos casi una misma esencia en dos cuerpos diferentes pero complementarios —como el andrógino de El banquete—. Sólo que estábamos juntos, juntos en una mismidad separada.

Una tarde de ajedrez, ella desmanteló una jugada maestra que de otro modo habría devenido jaque mate en cuatro turnos. Había puesto mucho esmero en disfrazar mi jugada, pero logró leerme. Tiré las piezas con el dorso de la mano, mugí de cólera y salí al pórtico. Ofelia permaneció impávida ante la mesa.

Estar parado en el pórtico, mirando el océano, me hizo evocar los ojos azules de la muchacha de los bole-tines. Ofelia, al igual que yo, tenía ojos cafés. Siempre tuve una admiración casi reverencial a los ojos azules —alguna metedura de pata en mi psicología, probablemente—, me parecían más abiertos, radiantes y de una ternura anómala. Los ojos azules de la muchacha del mostrador eran los más memorables que hubiera visto. Volví a recordar sus matices bajo la luz del mostrador, antes y después, y a tratar de encontrarlos a todos en el oleaje, como antes. Pero no encontré consuelo. Ofelia y yo teníamos las mismas jugadas, las mismas pasiones, los mismos ojos cafés.

Ni siquiera ahora atino a comprender a cabalidad el sentimiento que se apoderó de mí. Me sentí desconcertado, mi mente se nubló con una suspicacia indefinida que se extendió dentro de mí como el miasma cálido de un cuerpo a media putrefacción. La odié en ese momento, la odié con una vehemencia tan rotunda que parecía devoción, la odié al infinito. La odié.

Éramos el andrógino separado. Ella era casi yo.

Ahí comenzó a gestarse —horrorosa, subrepticia, como una garrapata— la certidumbre de nuestra mismidad. Pertinaz y silenciosa, como un martilleo lejano; la garrapata creció, se fue volviendo la segunda voz de mi conciencia. Me sentía arrebatado y dividido, me sentía desquiciado. No sé si Ofelia sintiera lo mismo, pues nuestra mente repartida, nuestra alma bicéfala, no era del todo igual en ambos y, así como yo no podía ganarle en el ajedrez, ella podría no haberse dado cuenta de que éramos lo mismo; aunque acaso lo sospechaba y por eso ganaba en el ajedrez. Pareceré un loco, pero incluso ahora tengo la misma oscura sospecha.

Perseguía lo mismo que todos: agarrar la felicidad al vuelo y aferrarme a ella hasta remontarme a cierto punto remoto desde cuyo horizonte ni siquiera se atisbara el sufrimiento. Pero la felicidad es como un papalote, o más bien —si he de recordarla de una vez—, como una mantarraya. En una conversación que tuve poco después de conocer a Ofelia, ella platicó —y también fingí ignorar— cómo algunos navegantes pensaban que era posible asirse a la espalda de una mantarraya para salvarse del naufragio. Pero la verdad científica es que si uno tratara de montarse sobre una mantarraya, ésta podría hundirse —amén de que podría asesinar al jinete con el arpón de la cola—. Y la felicidad parece consistir en tener a la mano a la persona indicada, que habrá de llevarnos a flote como una mantarraya. Así que Ofelia fue como sus amadas mantarrayas, o más bien fui yo la mantarraya de Ofelia —la mantarraya “científica” de Ofelia, puesto que no pude sacarla a flote sobre mi espalda—. Por ello nunca fui leal a mi naturaleza: me creí el cuento completo de la felicidad y del amor y la salvación teológica de una religión olvidada; me tragué, pues, ese enorme cúmulo de mierda y me hundí a mí mismo. Y hundí a Ofelia, la maté. La maté sin dolor, con una dosis letal de saliva de pulpo Hapalochlaena, proveniente de un ejemplar que alimentaba en el acuario. La policía llegó apenas media hora después.

Pero no fui yo, fue la garrapata que creció dentro de mi cabeza y se alimentó de mi mente, la que me trastornaba desde dentro —operando mis hilos y mis manivelas—; se plantó dentro de mí, pertinaz, simple, absoluta, atroz, hipodérmica, la muy garrapata.

Pero no la maté por odio. El odio había pasado. Fue al-go distinto, quizá preexistente a toda emoción. La maté porque la amaba, de un modo primigenio, la garrapata la amaba. La felicidad era depender del otro. Pero con Ofelia era diferente. Depender de ella era en cierto modo depender de mí mismo. ¿Qué pasaría conmigo cuando sólo fuéramos Ofelia y yo —monstruosamente conformes el uno con el otro porque ya antes estábamos resignados a ser nosotros mismos—, nosotros mismos de todas maneras y siempre y aburridamente los mismos?

govea-04.jpgLa maté y me arrepiento… pero no la maté, me suicidé, pero sobreviví a mí mismo, la suicidé, me suicidé a medias —vivo medio muerto—, soy una mitad de andrógino que ha quedado separada, sin amor y sin esperanza y sin mantarraya, y sólo queda por vivir la muerte. Schiffer regresó con el funcionario Marcus. Tras darme las buenas tardes y pedirme disculpas por el retraso, me pidió que los acompañara a una sala de conferencias. Dentro de la sala había un enorme retrato del doctor Silesius. El tal Marcus me dijo con orgullo que era un gran hombre, el doctor Silesius. A él le debo mi libertad, al parecer. Regresó su mirada, ahora compungida, a mis ojos, como si viera un perro agonizante y quisiera fingir dolor. Era evidente que sabía que yo no entendía por qué. Se tomó su tiempo… por fin dijo:

—El doctor Silesius fue un brillante neurólogo y psiquiatra, Auguste, estudió el fenómeno del amor en los seres humanos. Por esa y otras excelentes razones lo pusieron al frente del Ministerio de Bienestar.

—Eso está muy bien, pero no explica nada —dije, impaciente.

—Permítame terminar… sus estudios fueron concluyentes: le llevaron a crear un algoritmo, el algoritmo Silesius, usado para calcular las afinidades eróticas entre dos personas, tomando en cuenta las expectativas, los anhelos y gustos, la apariencia física, etcétera; se corre en una computadora, la RL-3022, que hace las veces de Cupido. Se toma la información del perfil psicológico de algunos ciudadanos voluntarios, se procesa y la computadora le arroja a cada quien la identidad de su media naranja, previa obtención de los datos de ésta, con un margen de error ínfimo —dijo con aire de beato.

Mi cara de idiota debe haberse acentuado cuando abrí la boca. El funcionario me miró con énfasis, bajó la voz y se puso solemne.

—Gracias a las nuevas políticas del partido —continuó—, que erradicaron a lo largo de las últimas décadas los problemas más apremiantes de nuestra nación, el gobierno actual consideró que todo ciudadano tiene derecho a la felicidad en el sentido en que se estableció hace ocho años en la Reforma a la Constitución, donde se decretó el Fondo de Previsión para la Felicidad Ciudadana, convertido luego en el Ministerio de Bienestar, cuyas investigaciones redundaron en beneficio del pueblo.

Buscaban que los ciudadanos fueran felices al lado de otros ciudadanos, de modo que era imperativo comprobar la eficacia del método Silesius, como les gusta llamarlo. Así que se realizó una prueba de campo —para decirlo en términos técnicos—. Fui reclutado tácitamente, mi perfil psicológico se tomó del Ministerio cuando estaba en proceso de rehabilitación. Fue una farsa la casita, la coincidencia con Ofelia y nuestra milagrosidad. Pero Ofelia me quiso, de eso no cabe duda. Pero me quiso porque no podía no quererme, como yo a ella.

Largo silencio, me levanté de la silla, con sudor en la frente y la piel erizada de furia. Grité, injurié, golpeé la mesa. Ahora me quedaba claro.

El funcionario permaneció en su puesto, aceptó en silencio estoico mis gritos, incluso un escupitajo. Al final dijo:

—Hasta ahora, su caso es el único que ha degenerado en tan lamentable condición…

Me desplomé, se me tambalearon las piernas sobre la alfombra, se me desmigajó el corazón. El funcionario prosiguió adulterando su voz con un matiz de dulzura.

—Al Estado le queda claro que no fue su culpa, Auguste. Hay algo en su psique, probablemente lo mismo que le provocó su problema de alcoholismo, que debe ser matematizado, aplicado como variable al algoritmo. Podríamos, en teoría, haberlo evitado…

Luego me contó sobre los micrófonos y las cámaras, sobre cómo me contemplaron verter la saliva de pulpo en el café de Ofelia, cómo me apresaron en el acto; se disculpó, justificándose en nombre de la felicidad ciudadana, de la hermandad humana, del bien común… y terminó por reducir mi caso a un porcentaje mínimo y tal vez evitable.

—No podemos hacer más. Sólo nos resta reubicarlo, brindarle una nueva identidad en un país extranjero. Meterlo a la cárcel sería un error grave. Es nuestra forma de hacer justicia, de acuerdo con nuestros principios humanitarios. No podemos permitir que pague por nuestros errores.


Esteban Govea (Celaya, Guanajuato, 1988). Estudia Filosofía en la UNAM. Ha publicado en las revistas Consideraciones y Opción. En 2011 obtuvo un estímulo del Imcine por un guión de largometraje. En la actualidad es colaborador de la revista Consideraciones.