Iba tarde a la estación. Mi estancia en Van Buren, un diminuto pueblo en el extremo norte del continente, se prolongó. Forcé la invitación amistosa de una pareja que hace años no veía; abusé de su confianza y permanecí dos semanas en su casa cuando la invitación se limitaba a tres o cuatro días, pero mi obstinado propósito de conquistar a una chica interesada en mis fotografías rebasó mi cordura.
La galería Parks de la ciudad de Augusta, capital del estado de Maine, dedicó un espacio a mi obra aprovechando que una serie apenas terminada no tenía aparador. Tomé la oportunidad para conocer una parte del mundo que nunca contemplé visitar. Tenía tiempo libre y sabía que tanto a Sandra como a John les agradaría mi visita.
Por la amistad entre nuestros padres, Sandra y yo crecimos juntos. Al quedar embarazada de su primogénito se marchó de la Ciudad de México con su pareja para criar una familia de tres hijos, dos varones y una pequeña dama que al tiempo de esta historia contaba con sólo siete meses de edad.
El tema de la serie era la guerra —soy un oportunista confeso— y gran parte de las fotografías tenían como sujetos a soldados de la armada estadounidense. Con Lucy en periodo de lactancia, a Sandra le fue imposible asistir a la inauguración; sin embargo, John sorteó las horas de camino para acompañarme y reafirmó la invitación que yo daba por sentada. Él partió esa noche. Yo le seguí tres días más tarde porque Tatia, admiradora de las piezas en exhibición, era de origen canadiense y coincidió que esa semana la pasaría en casa de su madre, a unos kilómetros de Van Buren.
Es fácil complacer con imágenes ampliadas en blanco y negro a quienes aborrecen el combate armado. Las fanfarrias vienen pronto y casi nunca se da una confrontación con algún descontento que en semejante contexto sabe reservarse una opinión contraria.
La exposición, todo un éxito, contrastó con mi calamitosa visita a Van Buren. El interés de Tatia estaba ligado a la resonancia estética y humana de las imágenes, pero fui incapaz de detener mi impulso desbocado. La noche siguiente a la exhibición la invité a cenar con la esperanza de un romance que no sucedió, y aunque debí descifrar el desencanto de ambos encuentros, una comprensible inercia me obligó a seguir.
Mi corretiza al norte intensificó su aversión hacia mí. Después de varios días de intentos infructuosos, su madre contestó el teléfono para darme la tajante instrucción de no llamarla más. “¿Y la foto que me gustaría obsequiarle?”, pregunté en un inglés deficiente. Tapó la bocina un momento para luego contestar: “Es usted muy amable, pero Tatia no tiene donde colgarla. Adiós.”
Colgó sin esperar respuesta.
Aunado al fracaso de mi acecho, mi guarida en el sofá principal de la casa era un estorbo, una afrenta a la intimidad familiar (además de tener tres hijos había un perro que dormía adentro). Con todo, ni John ni Sandra encontraron palabras para echarme de su hogar hasta que desistí por cuenta propia.
Con John al volante apenas llegué a la estación de tren para salir a Augusta y volar de regreso a casa. No puedo culpar a Tatia. Ella quería hablar sobre composición y el contraste entre blanco, negro y la infinita gama de grises. Quería debatir la diferencia ontológica entre el cuadrado y el rectángulo y su relación proporcional con el cuerpo humano. Yo, en cambio, le hablé de mi matrimonio errado, mencioné el suplicio del divorcio y el nacimiento de una segunda juventud de semental. Para dulcificar la plática intenté usar las palabras afrodisiacas que reservo para ocasiones especiales, sin considerar su bajo nivel del idioma castellano y mi ínfimo inglés.
Mi apariencia no es la de un hombre feo, aunque podríamos decir que no sobresalgo por mis atributos físicos. Antes del reconocimiento artístico y aún hoy en lugares en los que nadie sabe quien soy, encarno el perfecto cero a la izquierda, y hasta he comenzado a pensar que la ropa con la que pretendo llamar la atención del sexo opuesto me desfavorece; sospecho que quizá ahuyenta a las damas y divierte a los caballeros. Por lo demás, mi amorío con el alcohol edifica conversaciones interminables con varones y tengo la impresión de que fastidia a las mujeres, siendo a la vez un factor determinante en mi aumento de peso.
A mis cincuenta y tres años de entonces era casi imposible cumplir el sueño diario de terminar el día en la cama con una mujer de mi elección. Al ser ellas las que eligen, cuando el deseo carnal se torna ineludible, como regla general acaba uno comiendo mierda, a veces literalmente. Tatia tenía veintisiete años, se veía de veintiuno y era un primor, por fuera y por dentro. Finísima hembra a quien no pude evitar perseguir después de la manera en la que se expresó de mi obra. Era una apuesta que merecía ser llevada a sus últimas consecuencias, y así lo hice.
Con la cola entre las patas pagué el boleto de tren en una solitaria estación rural.
Me delató el acento. La cajera salió del cubículo para acompañarme al andén y señalarme la escalera por la que debía subir para cruzar la vía y bajar del otro lado. “Dése prisa. El tren no tarda en llegar y no aguarda pasajeros.” Agradecí sus atenciones y caminé rodeado de una vegetación protuberante. El cielo nublado escupía las primeras gotas de lluvia. El clima en esa latitud me era completamente nuevo. El aire era distinto; el verde boscoso de los alrededores me sentó bien.
Bajé la escalera sin siquiera el rumor de la locomotora en el horizonte sonoro.
Un joven de raza negra, de unos veinte años, tenía las orejas tapadas por unos enormes audífonos. Estábamos solos.
Sintió mi presencia y volteó de inmediato, se quitó los audífonos y dio un paso al frente. Lo último que necesitaba: una conversación con un negro. Quise ignorarlo pero era demasiado tarde —creo que nada lo hubiera detenido—. Me interrogó sobre mi nacionalidad y otros tópicos básicos. Miró su reloj. “Pues sí, el tren viene retrasado.”
Después de responder a sus preguntas decidí que no quería hablar. Para volcar la atención hacia él quise saber el motivo de su viaje. “Una despedida y un cumpleaños. No veré a mi familia en mucho tiempo y la tía Jo-Ann cumple sesenta años.”
“¿A qué se debe la despedida?”
“Me trasladan a Okinawa. Apenas terminé el curso de entrenamiento. La armada naval fijó esa base como mi primer puesto fuera del campo militar del noreste. Si todo sale bien estaré allá al menos dos años.”
Me había encontrado con un marine.
Para tomar la serie de fotografías recién expuestas me adentré en el Medio Oriente resguardado por tropas de la Organización de las Naciones Unidas. Conocí a soldados estadounidenses de una manera impersonal, ya fuera porque formaban parte del destacamento de la ONU o porque peleaban en el campo de batalla y por ende protagonizaron muchas de mis fotos, pero en los diez días que estuve allá no conseguí una sola conversación con alguno de ellos. El jefe de mando que coordinó mi visita era inglés, y aunque tampoco se le daba la palabra no era el maniquí que acaba uno esperando de quienes forman parte del ejército del Imperio. Descubrí entonces que aquellos soldados no siempre se comportan como máquinas ante extraños.
“¿No tienes miedo?”
La mirada que me tiró es indescriptible. Era una afrenta pero también una mueca que se hubiera convertido en sonrisa si su espíritu hubiera sido capaz de ello. Era un “¿cómo te atreves a hacer esa pregunta?” al tiempo que apreciaba el desenfado de un forastero.
Me quitó los ojos de encima por primera vez y miró al frente.
“No pienso en eso, pero es muy poco probable que me bata en la línea de fuego.”
“¿Por qué?”
“La formación que me dio el ejército es de estratega, no de soldado raso. Fui muy afortunado al ser escogido para ese oficio. Ahora que, si los defraudo, ignoro qué pueda pasar. Siempre es posible bajar de rango y acabar en la trinchera. Aunque bueno, en las guerras de hoy ya no hay trincheras.” Sonrió.
Había logrado bromear, de modo que fingí una sonrisa pese a que su comentario no me causó ninguna gracia.
Estuvimos callados durante un rato. El mutismo duró hasta que se lanzó de nuevo a la carga. “Y a ti, ¿qué te trae por aquí?”
“Vine de visita.”
“Pero mencionaste tu trabajo en Augusta…”
Me dejó mudo. Tenía que salir del embrollo sin salpicar.
“La compañía de seguros en la que trabajo me envió a un curso de capacitación que terminó hace un par de semanas, y aproveché el viaje para venir hasta acá. Fue una suerte que me enviaran a este rincón del continente.”
Sonreí de nuevo para ocultar una flagrante e impulsiva mentira, pero la referencia a su tierra como “rincón” no fue de su agrado. No me acompañó ni con una mueca, una falta de cortesía recíproca que resentí.
La espera continuó en silencio. Algo se había roto entre nosotros. Un lazo se desvanecía.
Se colocó de nuevo los audífonos, encendió el aparato y me ignoró hasta que llegó el tren.
Una mujer de uniforme azul y chaleco fluorescente descendió de uno de los vagones. Él subió primero, yo después. Segundos más tarde la mujer cerró la puerta y el tren siguió su marcha.
Él caminó por el pasillo hasta cruzar la puerta.
Tomé la dirección contraria.
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