Eran las nueve de la mañana cuando uniformados azules con macanas y escudos custodiaban avenida Juárez. La larga fila se extendía de Balderas a la Torre Latino. Sus integrantes, bien derechitos, aguardaban indicaciones con la mirada al frente, no altiva ni baja, sino al frente.
El sol comenzaba a quemar los hombros, mientras la gente se aglutinaba alrededor del Hemiciclo a Juárez. Muy pronto las playeras blancas llenaban las calles. Ya eran las nueve treinta y los preparativos para el desfile del primero de mayo parecían estar listos.
Jóvenes que buscaban entrevistados iban de una acera a otra. Los granaderos eran su objetivo principal. Al cuarto para las diez la calle aún lucía semivacía, excepto en la esquina con Eje Central, donde una gran mancha blanca se veía desde lejos.
Los miembros del Sindicato de Telefonistas de la República Mexicana (strm) ya se encontraban bien instalados a las afueras del Palacio de Bellas Artes, con sus pancartas y lonas a un lado. En grupos pequeños, conversaban. Los murmullos se oían fuerte. Los trabajadores querían ser escuchados.
Un policía recargado en un farol, de complexión ancha, piel morena, cabello corto y bigote oscuro, accedió a contestar unas preguntas. “Mi nombre es Martín Vieira Nava y es la tercera vez que participo en el operativo de seguridad del desfile.”
El uniformado comentó: “Los miembros de los cuerpos policiales que participan en este evento son designados directamente por el secretario de Seguridad Pública. Durante el desfile no ocurren mayores disturbios, no hay mayores dificultades. En las tres veces que he estado, la forma como transcurre es la misma.”
La conmemoración del Día del Trabajo, que se realiza el primero de mayo, se instauró en 1889 en el Congreso Internacional realizado en París. Su razón de ser estriba en recordar la tragedia de los llamados Mártires de Chicago. En 1886, los obreros de una empresa en Chicago, Estados Unidos, fueron arrestados y asesinados por expresarse a favor de una jornada laboral de ocho horas. A raíz de esa tragedia, trabajadores en todo el mundo realizan manifestaciones públicas para reclamar mejores condiciones de trabajo.
Al terminar la entrevista, el señor Vieira se incorporó con sus compañeros. El alboroto aumentaba. Ya eran las once treinta. De pronto, en el suelo estalló una bomba de humo. El júbilo se extendió entre la mayoría. Parecía que el artefacto era el detonante de una fiesta.
Ejemplares de una publicación llamada Espartaco se podían ver en una pequeña mesa de madera. Frente a ella, un joven sentado en un banquito accedió a contestar unas preguntas.
“Ésta es la quinta vez que asisto al desfile. Pertenezco al Grupo espartaquista de México, que es parte de la Liga Comunista Internacional. Nosotros no estamos financiados por ningún grupo, los fondos para la publicación salen de los recursos financieros de los miembros. Nuestro objetivo al asistir al desfile es llevar conciencia a la clase obrera y forjar puertas en busca de la revolución socialista.”
Al terminar la entrevista, el joven, receloso, se rehusó a dar su nombre y más aún a salir en una fotografía. Ante esto dijo: “Si nosotros nos la pasamos huyendo de las cámaras.” Finalmente y con una sonrisita en el rostro, mencionó un nombre: “José Luis Pérez González”, aunque se tardó mucho pensando los apellidos.
Esperando su turno para acceder a la calle Madero, el grupo de playeras rojas llamado No + Sangre expresaba en sus pancartas frases como “No a la reforma neoporfirista de Calderón Company. Autogestión y autonomía”. Todos coreaban las frases que alguien les indicaba con un megáfono. Entusiasmados y sin esforzarse mucho, sólo repetían palabras.
A las doce quince, ríos de gente llenaban el cruce entre Madero y Eje Central, así como las calles aledañas. Hasta donde la vista alcanzaba, sólo se podía ver manchas coloridas, principalmente rojas y blancas.
Las multitudes gritaban frases no comprensibles salvo aguzando con esfuerzo el oído. Cuando se lograba descifrar alguna, el descubrimiento era más insultos que peticiones.
José Agustín Maldonado Mendiola, integrante del Frente Auténtico del Trabajo, quien no se puso la camiseta de su sindicato y vestía de civil, portando una playera blanca con delgadas rayas azules, pantalón de mezclilla azul claro y tenis blanco con negro visiblemente desgastados, aceptó contestar unas preguntas.
“Yo he venido al desfile los últimos treinta años y he notado que ahora está todo más revuelto. Mientras plantean apoyo y rechazo para la reforma laboral —dijo señalando a la muchedumbre—, no queda claro qué es lo que quieren.”
Con actitud agria dijo: “Antes se hacían dos marchas: la independiente y la promovida por el gobierno. En ellas se notaban contrastes en las peticiones, ahora ya no se distingue cuáles son las peticiones.”
En contraste con la opinión de Vieira, Maldonado señaló: “Sí, ha habido disturbios, como pequeñas peleas. Lo que pasa es que a veces hay provocadores mandados por el gobierno que empujan o insultan a los trabajadores para hacerlos enojar, que reaccionen y así parezcan violentos. Aunque, la verdad, los conflictos nunca han sido muy graves.”
“Educación después al hijo del burgués”, “País petrolero y el pueblo sin dinero”, “Va a caer la asesina de Elba Esther”. Éstas fueron sólo algunas de las frases más repetidas durante el recorrido de los diferentes sindicatos por la calle Madero.
Cada mancha de color distinto abarcaba un tramo de la calle y al frente de todas siempre había alguien con un megáfono indicando los “cantos” que se debían entonar. De pronto se oyó la orden: “Todos salten” y como si hubieran sido impulsados por un resorte, con una coordinación digna de desfile, empezaron a saltar.
Los ríos desembocaban en el mar. La plancha del Zócalo aparecía ante la vista. Las manchas de colores se acomodaban para dar paso a las demás.
En un pequeño escenario montado a un costado de Catedral, un hombre con un micrófono decía: “¡Libertad a los presos políticos: Erick Bautista y Francisco Jiménez!” Delante de la tarima unos jóvenes gritaban “¡Llama a la movilización!” Un señor que transitaba exclamó: “¡Con palabras no haces nada, bájate de ahí!”
Sobre el escenario, una gran manta blanca tenía escrito en letras negras un pliego petitorio. Sus puntos eran: “No a la reforma neoliberal. Solución a mineros, al Sindicato Mexicano de Electricistas y al sector aéreo. Negociación del tlcan. Cambio en la política de combate al crimen organizado. Y libertad para los presos políticos.”
Era cuarto para la una cuando en la esquina de la plancha del Zócalo se escuchó un gran ruido. El escenario se caía. Varios hombres detenían largas varas de metal. Un hombre recostado sobre la tarima permanecía herido. La atención médica no tardó en llegar. Cuando se retiró al herido, todos pudieron bajar en orden y el incidente no tuvo mayores consecuencias.
Durante el desfile, la información transmitida mediante volantes fue numerosa: “En el país existen setenta millones de pobres”, “La reforma laboral pretende modificar el artículo 123 constitucional”, “En la unam sólo uno de cada once aspirantes es aceptado”, “Con la reforma laboral se legaliza la subcontratación”.
El lugar se empezó a despejar al cuarto para las dos. Poco a poco los grupos sindicales se retiraban dando paso a turistas extranjeros y visitantes locales. A las dos treinta eran ellos quienes ocupaban la plancha capitalina y las calles aledañas.
El escenario había cambiado. Ahora era el de un domingo tranquilo, de esos que pasan en la televisión para invitar a la gente a salir, donde las personas ríen, compran, ven algún espectáculo artístico, son felices y no protestan.
La anterior sin duda es una realidad ajena para muchos sin tiempo ni posibilidad de salir a pasear a “nuestro” Centro Histórico, ir a desayunar a Sanborns o entrar a ver una ópera al Palacio de Bellas Artes. Al final, el lugar fue devuelto a sus dueños. Los trabajadores tuvieron que retirarse, pero por unas horas el Centro Histórico les perteneció.
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