Escuché sus pasos tintinear como monedas cayendo sobre el piso.
—Ven, Jorge, ayúdame —dijo mi tío Luis al sentarse a la mesa y poner encima su caguama.
Saqué de debajo del colchón el par de charrascas con las que pelábamos el cable que él acumulaba en casa de mi abuela Lila, para después vender el cobre limpio en el depósito de chatarra al otro lado de la colonia. Las charrascas eran unas navajas hechizas que, en lugar de mango, tenían cinta aislante para facilitar su manejo sin cortarnos. En la cárcel, mi tío había fabricado decenas afilando con una piedra trozos de los flejes metálicos de su catre.
Después de darle un trago a la caguama se arremangó la camisola y comenzó a deslizar la charrasca resplandeciente por las vainas multicolores.
—Hoy sí sacamos para tus chuchulucos, niño —y lanzó una risotada desde el fondo de esa barba que reverdecía en el mentón al ser regada con cerveza.
Mi tío había juntado una buena cantidad de cable. Tanto, que la casa de Lila era un gigantesco nido. Incluso la noche anterior yo había despertado con gusanillos de cobre y plástico insertados en mi short de dormir.
Motivado, apliqué más fuerza a la charrasca para descubrir pronto el tesoro oculto bajo la piel de los cables. Algunos estaban carbonizados. Mi tío aseguraba que la electricidad, ansiosa e incontrolable, derretía el plástico. Llegué a pensar que una persona era capaz de achicharrarse cuando se alteraba de los nervios y quedaba igual que esa fritura.
Lila preparó ejotes con huevo y nos sirvió dos cucharadones a cada quien. Miré el plato. La panza me gruñó, pero no tomé el tenedor para probarlos. Mi tío siguió bebiendo sin ni siquiera ver el guisado.
—Ya no tomes tanto, hijo, ya ves que estás malo.
—Shh, má… No ves que estamos chambeando.
Me miró con sus ojos aceitunados. Yo miré melindroso el plato de ejotes.
—Pues ay de ti —recriminó ella, yéndose con la comida.
—En un rato hasta carne compramos, ¿verdad, Jorge?
¿Qué enfermedad tendrá mi tío?, pensé, si nunca lo veía quejarse de nada. Ni cuando, después de repararlo tres veces, le sobraron partes de mi coche de pilas. Lo armó una y otra vez hasta dejarlo como nuevo. Ni cuando se excedía de cervezas y en su tambaleo, al salir de casa de mi abuela, lo arañaba el rosal.
Retacamos de cobre el morral en el que cargaba su herramienta. El resto del tesoro lo metí a una bolsa de plástico. Guardé la charrasca bajo el colchón. Salimos.
Una calandria de plumas despeinadas en el cogote trinaba desde su jaula en el patio.
—No tarden —se despidió Lila por la ventana, de la que pendían flecos de hierbabuena. A pleno sol, dos ratas saltaban de aquí para allá, disputándose una tortilla aceitosa.
—Hola, don Rubén.
Mi tío saludó al vecino que desde su silla de ruedas, tieso, oía un radio de pilas mal sintonizado. En el suelo se apeñuscaba la cobija que antes cubriera sus rodillas.
Dentro del tambo gigante de lámina —la cisterna de la vecindad— imaginé correr un río helado de refresco y después, quién sabe porqué, el sonido de una bolsa de papitas estrujada entre mis manos.
Una vecina tendía los pañales de su bebé, que lloraba desnudo en una caja de tiras de madera. Mi tío le aproximó a los labios su dedo rasposo y grueso.
—No lo chupes. Fuchi —y le acarició el lóbulo de la oreja.
Mi tío y la mujer se sonrieron a través de la cortina de sol.
En la calle, los rayos de luz se colgaban de las jacarandas, inmóviles de tanto bochorno. A veces silban con el aire, pero ese día la sequedad les tapó la boca. Un chicle hubiera sido el alivio para sus muecas de diminutas hojas, pensé.
Las orillitas de los escalones del puente estaban recién pintadas de amarillo. En las alturas, una nube gris casi acariciaba el barandal.
—Vamos a descansar… venimos bien cargados.
Empalidecido, mi tío se sentó en el tercer escalón y se dio de golpecitos en el pecho como si quisiera sacar un eructo. Después se sobó con la mano el cuello. El destello de un parabrisas que cruzaba la avenida le iluminó la cara.
—Oye, ¿de qué estás enfermo?
—No sé, Jorge, sólo a veces siento que algo quiere atravesarme el costillar y pierdo el aire.
—Oye, y ¿dónde está mi tía para que te cuide?
—Está oculta en el casillero del trabajo —dijo haciendo un guiño—. Trae un vestido delgado que el aire de la playa le ondea como bandera. Se agarra el sombrero de palma para no perderlo.
—¿Y no se ahoga en un lugar tan chico? ¿Qué come?
—No se ahoga porque el aire entra por las rendijas del casillero. A veces le doy mi aliento y ella se deja llevar: flota hacia las nubes como un papelito, como una foto libre. ¿Qué come? Come los dulces que te robo. Le gustan los tamarindos, de eso vivía en su tierra. Cuando estuve guardado los metía de contrabando, junto con cigarros y barajas, para dármelos. Ella me cuidó y yo la cuido ahora.
—¿Y cuándo la liberas?
—Cuando salga de aquí —se desabotonó la camisa. En el pecho apareció el tatuaje de un Sagrado Corazón de Jesús con el nombre de Martha al centro, que yo nunca había visto.
Intenté despegar con la punta del pie, águila por águila, una cruz de monedas incrustada en el piso del puente. Mi tío comenzó a descender del otro lado. Lo vi hacerse chaparro, como mi tía Martha; mi tía pequeña que corre de aquí para allá recogiendo conchas en la playa mientras se sujeta el sombrero. No pude imaginarme el mar. Sólo remolinos que convierten en arena los sueños que desfilan detrás.
—Apúrate, Jorge.
Logré alcanzar su sombra. Unos gorriones, que se espulgaban en un eucalipto pegado al puente, echaron a volar cuando bajamos.
El caserío al otro lado de la colonia estaba recién pintado. Frente a los zaguanes de esmalte oscuro había autos estacionados cuyo terciopelo en el tablero invitaba a conducirlos. De debajo de uno salió un perro bostezando. Le di dos palmadas en la cabeza, que agradeció enseguida con lengüetazos y su compañía.
Un matrimonio comía helado. Al ver a mi tío, la mujer, que tenía el cabello húmedo, se repegó a su pareja, quien al mirarme infló los cachetes como marrano. Nos cedieron el paso.
Anduve más rápido.
El perro olisqueó la llanta del auto para orinarla después. Luego, en la base encharcada de un pino, lamió el hocico del reflejo.
—Shh. Vente, Flaco —grité.
Al fondo del depósito de chatarra, una anciana vestida como muñeca de porcelana se mecía haciendo rechinar su silla. Lucía colorete en las mejillas y el cabello apelmazado simulaba una peluca. Alrededor había pilas de lata guarecidas en cofres y aluminio resplandeciente que asomaba bajo mantas de lentejuela. La frialdad de los tesoros me puso la piel chinita.
—Ya sabe dónde ponerlo, Luis.
La anciana tomó el jaibol que se hallaba a sus pies. Sorbió un trago. Mi tío puso el cargamento en la báscula que equilibraba los contrapesos igual que reloj cucú. La mujer fue hacia nosotros retrepándose unos lentes en el puente de la nariz. Yo me toqué la barriga y volví a ver al Flaco: se lamía una costra en el interior del muslo.
—Es poquito. Siete kilos.
Mi tío se llevó la mano al pecho.
—Es más, seño. Échele un kilito más, ¿no?
Se masajeó el copete de jefe de pandilla que tiempo atrás le había ganado el respeto de la colonia, aunque fuera por ratero, como decía Lila.
La anciana le extendió tres monedas.
—¿Lo toma o lo deja?
Pensé que mi tío mostraría la fuerza de cuando marchaba en el patio de la cárcel y peleaba para que nadie lo atravesara con una charrasca. Sin embargo, tomó el dinero y lo metió en el bolsillo del pantalón. Ahí dejó el puño cerrado. Lo vi empequeñecerse entre las pilas de periódico y tentáculos de cuerda.
El cielo se nubló negro.
Le apreté la mano cuando pasamos frente a una tienda. Me restregó la barba en los cachetes, haciéndome reír.
—Toma, Jorge —y me dio las tres monedas.
Entré corriendo. El tendero se hurgaba la nariz detrás del mostrador. Resplandecían ahí las envolturas de los chocolates almendrados y los borrachitos alineados en su estuche de cartón como fichas de dominó rojo listas para la partida. El refresco sidral, las papitas, el bote de chicles flecha, los tamarindos y las paletas payaso me daban ufanas la bienvenida. El Flaco agitó la cola. Soltó de nuevo un bostezo y chorreó algunas gotas de saliva en el piso. Mi tío sonreía en el umbral. Comenzaba a llover. De nuevo la mano en el bolsillo. Tirados sobre una playa convertida sorpresivamente en desierto imaginé a mi tía Martha con el estómago hinchado y al Flaco sediento lamiéndole la mano. Clavadas cada tanto, charrascas unidas como cruz.
—¿Para cuántos tamarindos me alcanza? —pregunté al tendero.
—Éstos van a ser gratis, Jorge —interrumpió mi tío, acercándose; de su bolsillo saltó un resplandor.
Nadie iba a quedarse con hambre. Menos si vivía en un casillero ardiente.
|