En este gimnasio no saben nada de música, piensa. Algunas veces intentó llevar sus propios audífonos y reproductor, pero siempre se colaba algo de fuera. Han llegado al extremo de poner a Paulina Rubio. Esa gente debe tener el tímpano en el recto, se dice. Casi como para pedir que le rebajen la cuota a la mitad. No importa, media hora de pesas y el resto del mundo se aleja. Se ve en el espejo: de los hombros hacia abajo, es el cuerpo de alguien de veinte. Y no cualquier renacuajo de veinte. Con un poco de panza, eso sí, pero quién esperaría ver un hombre de su edad, heterosexual, con el vientre plano. Si suma la cabeza a la ecuación, cambia el esquema. Claro, a los cuarenta y tres, con las primeras canas y una calvicie que empezó a deforestarle el cuero (que originalmente fue) cabelludo desde los treinta, ya no puede ligar fingiendo la misma despreocupación de antes. Por eso se rasura la cabeza a diario, y se corta la barba de forma que accidentalmente parezca haber crecido durante dos días. No es que confíe en que nadie note la contradicción, es que él mismo parece no notar que la estrategia del cráneo anula la de la barba. Se mira entero, y se convence de que así es como debe verse un hombre, no esos mariquitas copetudos y escurridos que les gustan a algunas mujeres hoy.
Sale del vestidor recién bañado y perfumado. Apenas mira a los empleados de la recepción y al resto de los clientes mientras sale y se despide. Nos vemos, dice con la voz grave, profunda, que ha perfeccionado durante años. Es también la que usa para saludar, siempre con fórmulas cortas y sonoras a las que, le satisface pensar, es difícil responder algo.
Es casi de noche cuando recorre la tercera de las cuatro cuadras que separa el gimnasio de su casa. Siente un mareo. ¿Qué podrá ser? No es el azúcar, o un repentino cansancio. Es fuerte y lo seguirá siendo por varios años. Con todo, el piso se mueve. Unos segundos después llega la respuesta: las alarmas de varios coches y de un edificio de oficinas comienzan a sonar. Se va la luz en toda la calle. Levanta la vista, los cables chocan entre sí, las ramas de los árboles se agitan. Debe ser uno de seis o siete grados, mínimo. Uno fuerte.
Cuando termina de subir los escalones hasta su departamento, el movimiento sigue. Su ropa limpia se mojó de sudor por la veloz carrera y el pánico. Toma las llaves del coche y su radio de pila. Si el edificio viejo en que vive se va a caer esta vez, será dentro de unos segundos, el tiempo suficiente para que encuentre un punto seguro en la calle. Cierra sin echar el cerrojo. A la salida, los vecinos de abajo, una pareja joven, están parados bajo el umbral de su puerta. ¿Qué tal? Estuvo fuerte, ¿no?, le dice él. Una frase tan insulsa, que no se tomará la molestia de responder. Para entonces ya sintonizó su estación de noticias favorita y la voz del locutor le servirá como pretexto para fingir no escucharlo. Los dos mocosos traen una copa llena en la mano. ¿No quieres un vinito, para el susto?, le pregunta ella. Lo que le faltaba. Contesta con una negativa cortante, pero se apresura para agregar la explicación, no vaya a ser que lo tomen por un cuarentón cualquiera que no sabe divertirse: Tengo que ir a ver cómo está mi hija.
Touché, escuincles, piensa mientras llega al estacionamiento. Ustedes qué van a saber. Cuando se cayó media ciudad, en el 85, aún no podían ir al baño solos. Ni entendieron lo que pasaba. Pueden hablar así, también, porque su vida no le sirve a nadie. Yo tengo alguien a quien cuidar, alguien mucho más importante que su pinche gato y por quien no respondería la inútil de su madre. Por eso tengo que ir allá de inmediato.
Pasan quince minutos y la red del celular sigue caída. No deja de revisar la pantalla mientras maneja, esquivando los coches de conductores más torpes que pasan bajo los semáforos descompuestos. Y en el radio no dicen nada que le importe. ¿Cómo le hacen para informar justo lo que nadie necesita escuchar en ese momento? Hasta se dan el lujo de dar el adelanto de una nota sobre el debate en la cámara del Senado. ¿Será con la intención de distraer nuestra atención del desastre?
A medio camino, por fin entra la llamada. Karla, Karla, ¿cómo estás? ¿Segura? No te asustes, voy para allá, no tardo. Es que el tránsito… Ya, papá. Estoy aquí en la casa. Mi mamá se asustó un poco, pero ya le estoy haciendo un té. Ya volvió la luz. No te preocupes, te hablo para ver si comemos el fin, ¿va?
Cuando entra de nuevo en el edificio, se siente tan pendejo que quisiera no volver a salir de su casa. Ensaya la ficción durante un momento: podría pedir comida a domicilio, que le enviaran las facturas del negocio y el corte de caja de cada día a su puerta. Ricardo se encargará de todo: pagar las cuentas, llevarle los cheques a firmar y después depositarlos en el banco. No es para tanto, con que no estén los vecinos a la vista es suficiente. Y no están. La luz de su sala está encendida, pero no se escuchan cerca. Cruza la puerta y se deja caer en el sillón.
La ventaja es que siempre tiene a la mano el remedio cuando hay necesidad de catarsis. No es nada más tamborazos a lo idiota, es lo que nadie entiende. Sabe que cuando lo miran, ancho y tosco, piensan que va a golpear el instrumento como un gorila. Nada de eso. Ningún baterista que puedan ver en los bares tiene un movimiento de muñeca tan suave. Casi es lo único que mueve. Había gente en el Yellow Horse que iba especialmente a verlo tocar. Qué lástima haber dejado el grupo. Todo por tirarle la onda a Jessy. Maldita Jessy, qué ganaba con confundirlo así.
El estudio casero que montó hace unos años no está insonorizado. Es seguro que debe oírse como un martillo hidráulico en los otros departamentos. Qué remedio, cada quién soporta cosas distintas de los otros. Él no protesta cuando el gato caga en las macetas de su balcón. Un juego de luces láser completa la atmósfera, al punto de que no le cuesta imaginar al público. Le toma unos segundos conectar el equipo, sentarse en el banco, tomar las baquetas y listo. Dos o tres golpecitos al ride, para agarrar impulso, y pone la música. El Rex siempre quería tocar lo mismo. “Rex, me dicen”, así se presentaba. Él se puso el apodo solo. Pero siempre le decíamos Porcel. Otro con el tímpano en el culo. De Maná para abajo, el corriente. Y los demás hacían lo que él dijera, por más que me esforzara en convencerlos de que el público del lugar daba para cosas más elaboradas, que era más exigente de lo que suponían. Así está mejor, tiene sus ventajas tocar para uno mismo. Rush habría sido un desperdicio en manos de esos changos. No conoce una canción que le obligue a desplegar tanta fuerza como “Tom Sawyer”. Esto sí es una rola. No te la va a poder tocar cualquier tamborilero de cantina. En esta parte es donde acumula fuerza, antes de ese puente que puede erizarme la piel. Y cuando llega, efectivamente, me eriza la piel, ¿viste? Nunca falla. ¿Cuándo vas a encontrar algo como esto entre la música de hoy? Puedes escucharla dentro de treinta años y va a sonar igual de maciza, como si no hubiera pasado un solo día. También está mucho más lejos de lo que escuchan esos pálidos lentes-de-pasta de abajo, puro sonido sintético y sin forma. Ni quién le entienda. Y que si quiero un vinito, como si nada, mientras su casa está a punto de caerse. Creen que se vuelven importantes si fingen hueva frente a todo. Cuando cogen se han de venir alzando una ceja y pensando en las metáforas con que describirán su experiencia. Pinches hipsters o lo que sean…
Cuando termina la canción por tercera vez, de nuevo está bañado en sudor, pero este sudor vale oro. No pasa nada, otro regaderazo y ya está. Lo de menos es el gasto de agua. El agua no se termina, jipis. Y si se va a terminar, acabemos entonces con ella felizmente, aventándola por la ventana, y no de chorrito en chorrito, mientras ponemos cara de sufrimiento. Vamos a echarnos otra vez Moving Pictures, para qué le pienso. Entra al agua cuando comienza el puente de “Tom Sawyer”.
Se ajusta los puños de la camisa, después de darse una ligera rociada de perfume en las muñecas. Apenas lo suficiente para dar la idea de un aroma, antes que el aroma en sí. En lo general, le molesta usar ropa que le recuerde el ambiente de oficina en el que trabajó algunos años. Desde que abandonó el escritorio se dijo que no volvería a tener necesidad de usar zapatos que le lastimaran el empeine, ni corbatas que le dieran comezón. Solamente usaría ropa holgada, un rasgo que asociaba con la disposición de la juventud hacia la vida, más que con la juventud misma. Aunque podía hacer excepciones, porque las mujeres llegan a sentir repulsión hacia los hombres que no se preocupan por su apariencia. Y hacia allá se dirigía. ¿Una rayita de coca antes de salir? No, ni pensarlo. Ya dije que me alejaría de esa cosa durante un buen rato. No la necesito, además. No es como que me falte sentirme mejor, todo está en su punto.
La Valenciana queda a unas cuadras, tal vez diez o quince minutos a pie, aunque ir ahí es una de las pocas razones por las que gastó tanto en su Peugeot 508 negro. Es un momento de fanfarronería barata, lo sabe, pero todos participan de la escenificación con gusto: los valet, que se acercan con lo que podrían ser pasos de baile, los meseros que lo ven llegar desde el umbral y lo saludan con una inclinación de cabeza, los guardias de la entrada que se abren a su paso, y sobre todo, las muchachas que esperan en la mesa de fuera. Aquí es donde ellas fingen distraerse, hablar entre ellas. Será hasta que esté junto a su mesa que voltearán a verlo, dos o tres lo reconocerán y le darán un abrazo con sorpresa fingida y las otras continuarán la conversación, como si hubieran estado a punto de llegar al punto álgido y no fueran capaces más que de verlo de reojo. Es una ceremonia breve, que terminará cuando esté dentro, pida el primer trago y todos formen parte de la misma fiesta.
El paso más importante del protocolo es saludar a Sandy, la bartender rubia. Es tal vez la más hermosa de todas, pero atiende con un profesionalismo que no delata la menor coquetería. Aunque su razón de estar ahí sea en parte ornamental, no se comporta en lo mínimo como si lo fuera. Tiene una firmeza de trato que intimida. Se acerca a la barra para saludarla con un apretón de manos y un beso en la mejilla. Ahí está reunida una parte de los habituales. Chocan las manos, se dan palmadas, dos o tres bromas pendejas a gritos, mientras toma un poco de la botana que tienen en sus platos. Alejandra y Denisse se ven de buen humor, todavía ríen sus chistes de buena gana. Mike va a saber, pregúntale a Mike, dice la segunda, arrastrando la lengua. A ver, sácanos de la duda, dice Alejandra, una morena de piernas firmes y largas. Ya ves la camioneta de los colchones que dice lo de tarará tarará, o algo de fierro viejo que venda. ¿Qué y qué dice? Empiezan todos a coro: Se compran colchones… En la siguiente palabra las voces difieren, aunque les gusta el juego de continuar el sonsonete: …refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas o algo de fierro viejo que venda. Esta última parte se canta con la energía de un coro de iglesia evangélica. Es tablones, dice Tena. ¿Verdad que dice tambores, Mike?, le pregunta Alejandra, aunque no lo haga sonar como tal, sino como una orden. Es tambores, güey, dice él, para zanjar la discusión. ¿Ves?, me debes un Etiqueta Negra, gordito. Me acabas de chingar, cabrón, le recrimina Tena.
Al segundo trago, deja de molestarle la música. Es lo único que cambiaría de La Valenciana. Todo lo demás es algo fuera de serie. El ambiente no es ruidoso, mantienen la misma decoración y mobiliario desde hace cincuenta años, pero en perfecto estado. El trato siempre es amable. La iluminación, precisa. Y qué mujeres. Todas bien vestidas, nada de plataformas de acrílico ni sobrenombres ridículos. Sobre todo, hermosas. Cuántas veces se la habría jalado después de ver mujeres como éstas cuando iba en la secundaria. Sólo podía soñar con ellas. Pero daría lo que fuera por que le permitieran asesorarlos con la música. Ahí tropiezan gacho. Da igual, es un problema soluble en alcohol. Al tercer trago, es capaz de cantar en coro las de Chayanne con las muchachas. Además, a ellas les inspira confianza. Ésa es la parte que no quieren comprender Tena y los demás. Ellos solamente hablan de cómo tiene las tetas ésta, cómo se mueve el culo de aquélla. No se trata de que sea necesario esforzarse para hablarles como un caballero, sino que a veces se disfruta más hacerlo así. Y todo funciona mejor, porque ellas pueden dejar de verlo como una obligación. Lo dejaría todo porque te quedaras: mi credo, mi pasado y mi religión…
Le duele admitirlo, pero el nerviosismo que ha sentido desde que llegó se está acentuando. ¿Dónde está Tania? Pregunta por ella y Denisse, críptica como todas las güeras, le avisa que va a buscarla. Su voz es ronca y de fraseo lento, por el rivotril que toma a diario. Casi siempre hay alguien que la cuida de clientes que esperen aprovecharse de eso. Al parecer, hoy le toca a Alejandra, que le hace una seña mientras ella va a la parte trasera del local. Por lo menos la visita no fue en balde, Tania está ahí. Unos minutos después, ella sale caminando del brazo de Denisse, como si ésta la presentara ante él, aunque en realidad usa a Tania como apoyo para caminar. Debe haberse tomado otro whisky allá dentro. Tania lo saluda con un largo abrazo y le besa las dos mejillas. Él ya está lo suficientemente ebrio como para sonreír sin vergüenza. Todo bien, gracias, Mike. ¿Y tú? Pues también. Quejarse es para los pendejos, ¿no? Jaja. ¿Dónde estabas hace rato, preciosa? A ella le sorprende la pregunta y por un instante le indigna. El gesto hace necesaria la aclaración: Cuando tembló. Ay, ya, responde ella, mientras se echa el cabello hacia atrás. Sí, horrible, ¿verdad? Estaba peinándome… Un poco al descuido, él la toma de la mano y ella no la retira. Déjame invitarte un trago, dice, con una cortesía que espera suene natural, porque lo es. Ella dice solamente sí. Lo ve a los ojos, esos ojos que ya bailotean por la ebriedad, con una mezcla de reproche y un cosquilleo de expectación que le incomoda. A esa propuesta seguirán varias, algo que no está del todo mal. Él voltea hacia Sandy. Sabe de sobra qué toma ella.
Pasa, le dice, cuando por fin logra abrir la puerta de su departamento. Ella entra con pasos cortos. Mira en torno suyo con detenimiento, sólo por rutina, porque lo conoce de algún tiempo y no parece que pueda ponerse violento de pronto o salir con una sorpresa de mal gusto. Deja la bolsa sobre el escritorio que hay en la sala estrecha, mientras él va al estante de los discos. Toma el Moving Pictures de nuevo, como una compulsión, pero de pronto comprende que Rush no podría ser más inapropiado para la situación. ¿Será que me la paso escuchando música para malcogidos?, piensa de pronto. Es un lugar común de lo peor, pero no se le ocurre otra cosa que meter uno de Sade en la grabadora. Seguro que no conoce a Sade y la va a poner a tono. Tania ya está sentada en el sillón doble, con los brazos cruzados. Él se pone de pie, la mira de reojo y pone sobre el buró los billetes, bajo un pisapapeles. Ella finge no haberlo notado. ¿Te gusta?, le pregunta un segundo después de acomodarse junto a ella, con un brazo sobre el respaldo. Es una cantante nigeriana con una voz chingonsísima. Ya no vas a escuchar algo tan elegante que haya salido desde entonces, y menos en el radio… Sí, me gusta Sade, es padre, le interrumpe ella. Todavía Lovers Rock lo ponía mucho. El último no lo he oído tanto. Él se queda callado un momento. ¿Te late otro whisquito?, le dice, cuando ya se dirige a la cocina para tomar la botella y dos vasos. Sirve los dos tragos. Él lo vacía cuando ella apenas mojó los labios.
Media hora después se da cuenta de que apenas puede seguir la conversación y nota la expresión de hastío en ella. Va hacia la gaveta del escritorio y saca una bolsa de plástico para sándwiches. La vacía y busca de grapa en grapa, pero no da con la que debería tener el último resto que había guardado. Vuelve a revisar de una en una, hasta que decide masticar las que se ven más blancas. Todavía guardan el sabor, pero no siente ningún efecto. Se disculpa mentalmente con Tania. Es un pequeño milagro que ella siga ahí, usando la última reserva de paciencia. Cuando termina su revisión, regresa a su lado. Ya no me meto desde hace mucho, no vayas a pensar. Nada más que ya ando hasta la madre. Aguántame tantito y ya verás. ¿Voy a ver qué?, responde ella. Tania adivina que apenas es el comienzo. Este güey va para abajo, se dice. Sus instintos no fallan. No es culpa de mi vieja… de mi ex, empieza a gimotear, yo sé, pero mi hija no me quiere. Me ve como un inútil. El negocio va bien y todo, ya ves. Digo, no creas que me robé el coche, pero todo lo demás…
No me pagan para consolar bebés de cuarenta años, piensa ella, mientras hace lo posible porque deje de llorar. Güey, te está yendo bien y todavía estás joven, le dice. No tardas en tocar en un antro otra vez, en un pinche lugar chingón, no un cuchitril. Pero es inútil, él está en un circuito donde no entran sonidos externos. Su discurso ya se volvió impermeable. No me quiere, no me quiere. Yo quisiera haber sido su papá. Su papá de a de veras, ¿sabes cómo?… Sigue llorando cuando lo acomoda en la cama y le quita los zapatos, pero sus palabras ya no son más que gemidos. Menos de un minuto después empieza a roncar.
Sale a la estancia, da unos pasos, los pocos que bastan para deambular por el espacio pequeño, amortiguando el sonido de los tacones. Enciende un cigarro y se sirve un vaso de agua, con la boca contraída. Toma una de las fotos enmarcadas que hay en el librero. En una está él con otras personas, sentado ante una mesa repleta de platos con carne asada. En otra, él con su hija, una niña de ocho o nueve años, que sonríe empequeñecida ante su abrazo. Su hija, sola, varios años después, con el uniforme de secundaria. Hay otra, un retrato de tres cuartos, que debe ser la más reciente. En ella, Karla sostiene una taza de café y se le ve el rostro más endurecido. Es muy delgada y bonita, piensa, de una forma que le inspira un poco de admiración y simpatía. Su sonrisa cambió mucho con los años, pero sigue siendo magnética. Deja la última foto sobre la repisa y se asoma a la recámara. Sigue en la misma posición, acostado sobre su perfil derecho. Ya hay un hilo de saliva que cae sobre la almohada. Se da cuenta de que su mal humor desapareció gradualmente, sin que pudiera notarlo. Aplasta la colilla en el cenicero. Un momento antes de salir va hacia el buró, toma los billetes con dos dedos. Está a punto de guardarlos en su cartera, pero lo piensa mejor. Se queda solamente con uno, casi lo justo para pagar el taxi, y deja el resto tal como estaba. Cierra con cuidado la puerta, baja los escalones de lado y sale al aire frío de las cuatro de la mañana.
Él despierta con un sabor a caca de vaca en la lengua. Trata de enfocar la mirada en las manchas de humedad del techo. Puta madre. Pone los pies en el piso, sin levantarse de la cama. Cuando el suelo se queda quieto, se pone de pie en no menos de diez movimientos. Va al baño, pero no sale más que un chorrito de color anaranjado que le arde a todo lo largo. Va hacia el espejo, sólo por el morbo de comprobar las marcas del desastre. Se lava la cara. El reloj que hay junto a la taza se vuelve la medida de su preocupación. Hoy debía cerrar las cuentas de LG antes de las once. Total, nada que Ricardo no haya podido arreglar, eso no es lo importante. Su inquietud se desplaza hacia Tania. Espera no haberle gritado, no haberse portado como cualquier otro de los imbéciles que la hayan llevado a su casa antes. Por lo menos no me guacareé, piensa.
Mientras se viste de prisa, con las primeras prendas que levantó del cerro de ropa, encuentra los billetes sobre el buró. Al principio con incredulidad, después con orgullo, los cuenta. Nada más se llevó cien pesos para el taxi, piensa. Voltea a mirarse en el espejo de la sala. De pronto, está más erguido y su expresión adquiere un mayor aplomo. No ignora sus ojos irritados, la cara hinchada por la cruda, pero lo que ve es un hombre maduro y atractivo. Se fue sin cobrar, piensa, repasando con delicia la frase. Le encantó. Y eso que estaba tan borracho que ni me acuerdo. No has perdido el toque, Miguel. Sigues siendo el mismo de antes.
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