NARRATIVA MICHOACANA/No. 178


 

Margarita*



Darío Zalapa Solorio
Paracho, 1990

 

 

 

El amor es una flor bellísima, pero hay
que tener el coraje de ir a recogerla
al borde de un precipicio.
Stendhal


I
 

Papá, trabajo en un negocio de renta de películas. El salario es malo, el trabajo envolvente. Sustento, a duras penas, el alquiler de un cuarto de mala muerte, en una colonia que apesta aún más a muerte. El viernes pasado busqué mi libreta de teléfonos. Quería encontrar el número de alguien en sus láminas amarillas e ir con él a embriagarme o sólo a dormir en su cama. Curiosamente la libreta estaba vacía. Serán ocho años que no he sabido nada de ti.

Mis días son así: salgo de casa; doce horas en el trabajo, platicando sólo con los clientes, mi jefe y un tipo que me regala hierba cuando la tiene. Regreso a casa; voy a la tienda. Escucho el radio antes de dormir mientras mezclo el tequila con refresco o agua de la llave. Cierro los ojos cuando la botella se queda vacía. Me quedo encerrado en un punto del mundo que me pertenece sólo a mí: el olor a moho se mezcla con el aire de este cubo.

Sin novia ni perro. Tuve uno pero murió, no sé si de tristeza o de hambre. Termino ebrio casi todas las noches. Supongo que tengo un problema, una adicción; no me importa demasiado, es decir, no hay quien se pueda quejar de mis hábitos o mi aliento de calabaza podrida cuando despierto. Quizá tú podrías hacerlo; claro, en aquel entonces yo todavía no me emborrachaba.

Mientras buscaba esa libreta vacía encontré la casa de Lucas, mi perro. No me he deshecho de ella, quizá por flojera, quizá por mi miedo a que las cosas se vayan. Siento nostalgia por él. Cuando yo llegaba, se montaba en mi pierna pidiendo comida o cariño. Una tarde ya no se me arrojó encima. Me emborraché en su honor y dejé su cadáver olvidado tres días a un lado del baño.

Ese miedo a que las cosas no se queden se ve reflejado en estas noches de delirium tremens, en las que te recuerdo, papá, y recuerdo cómo te fuiste. No sé si nos acercamos lo necesario; no sé si supimos cuánto era lo necesario. Quiero decir, desde que ella se fue cada quien se perdió en su vida, y así permanecíamos hasta que regresabas a mi cuarto: dos tipos que se demostraban cariño sólo a veces. Pasó el tiempo y me acostumbraste a eso, luego sólo te fuiste: una llamada desde la central, mucho ruido de fondo, camiones. Te ibas a tomar tu rumbo. Sentí que me despedía del amor de mi vida.

Miro por la ventana: cables, algunas luces y esa coladera que apesta a perro muerto. Entre la borrachera remuevo las cobijas tan tiesas como carne seca e intento dormir, pero la pestilencia a óxido del armazón me lo impide. Doy vueltas en el catre, pienso en algo para que mi vida mejore. Cuando casi lo encuentro me detiene tu recuerdo, papá. El recuerdo de cuando sostenías el disco de acetato.

Me gustaría ser una uña. Miro la del dedo índice y pienso lo cómoda que se ha de sentir; tiene su tarea asignada y no puede ser nada más que eso ni rehusarse a ser una maldita uña. La envidio. Me enderezo para tomar la botella pero está vacía. Cierro los ojos y duermo.

Luego sueño. Hay mucha gente, todos me miran. Doy unos pasos, todos me siguen. Bajan la vista y apuntan a mi entrepierna. Creo que quieren que me masturbe. Me bajo el pantalón y comienzo a acariciarme el pene con la mano derecha. A cada uno de mis dedos le sale otra mano: tengo veinticinco dedos exprimiéndome el alma.
 

II


Toso. Tengo horas tosiendo.

Desde la ventana miro un ratón que muerde un bolillo. Seguro lo robó de la panadería de la vuelta o lo encontró en la calle. Quizás lo tiró alguna persona que tiene dinero para comprar más. Lo muerde y lo traga en pequeños trozos, hace una cara como de alegría y sigue masticando. ¿Por qué es feliz ese ratón? Toso de nuevo, esta tos me va a deshacer los pulmones.

Son las cuatro de la tarde y mamá aún no llega. Quizá se entretuvo con alguno de sus clientes; ahora vende productos por catálogo. Papá cada vez está más enfermo y su pensión ya no le rinde. Mamá tuvo que conseguir un trabajo para pagarle las medicinas. Se abre la puerta y los tacones rojos y afilados de mamá entran raspando el suelo. El sonido recorre toda la casa. Yo no soporto ese chillido, parece como un montón de ratas muriéndose.

Entra agitando las manos y manda a todo mundo a chingar-a-su-madre. Avienta su bolso sobre el sofá-cama-mesa-catre-banco en el que duermo y comienza a husmear en la cocina. Papá agoniza en su cuarto viendo una película de muchachas encueradas. Nunca me hace caso. Pregunté a mamá cómo le fue pero sólo me respondió con una mueca de cansancio y dejó ver sus dientes tan amarillos como meados de ratón. Mamá abre unas latas de frijoles y las vacía en una olla. La deja sobre la estufa. Dice que a estas horas del día ya no tiene fuerza para cargarla hasta la mesa y que ella, Margarita Ramírez, no es nuestra pinche criada.

Tragamos los frijoles aguados con sabor a caca. Luego de ver a papá casi vomitar cuando intenta comerlos, salto de la silla y corro a la calle mientras mamá me grita por no levantar mi plato de la mesa. No me importa: son las cinco de la tarde de un jueves. En diez minutos pasará Toño por mí e iremos al parque con nuestras resorteras a tirarle a todo lo que se mueva entre los árboles.

Toño es mi amigo. Vive a unas casas de aquí y nunca están sus papás. Es rudo, siempre está peleando con tipos más grandes que nosotros. Varias veces me ha defendido porque dice que soy muy maricón. A veces vamos a su casa y nos tiramos en la azotea. Una vez me enseñó que a él ya le salieron pelos. A mí todavía no, quizá por eso soy maricón.
 

III
 

Despierto. No abro los ojos. Miedo. Abro los ojos.

Parece ser lo mismo que ayer: mismo olor; mismo ambiente; mismas cuatro paredes: misma vida. Aún con el cuerpo estúpido me levanto del catre. Enciendo el radio. Entre las interferencias, el reportero dice que faltan cinco minutos para las ocho. Corro al baño pero recuerdo que la coladera está tapada (maldigo a las cucarachas) y si encharco el cuarto, el casero me corre. Sólo me pongo el uniforme viejo, arrugado y feo de Películas Milenio sobre mi sucio cuerpo mientras escucho a otro reportero dar la noticia del día: La pasada noche desmantelaron un prostíbulo de travestis en las orillas de la ciudad. Muchos de ellos fueron reconocidos como infectados con VIH. El lugar se había convertido en un foco de infección.

Salgo corriendo a tomar el camión y finjo ser inmune al asqueroso olor de la coladera.

Apenas subo los escalones del bus, tengo el segundo enojo del día. Todos tan contentos y frescos; ventajas de tener un baño en perfectas condiciones. Pongo ocho pesos en la ranura para monedas y camino entre esa masa de brazos y sonrisas hipócritas. Llego hasta donde un señor gordo y sudoroso (a las ocho y media de la mañana) me lo permite. Él está contento viéndole las piernas a una niña con uniforme de secundaria federal. Te recuerdo, papá.

Entre empujones bajo del camión por la puerta trasera y camino dos cuadras hasta el lugar donde se reprimen todas mis explosiones diarias, todas mis ganas de trabajar en un prostíbulo o usar uniforme de secundaria. Entro al local (vacío de clientes) y aparento que estoy en perfectas condiciones como para atender a ochenta personas en una hora. Acomodo en orden alfabético las películas de acción. En las portadas aparecen hombres musculosos, de pechos gruesos y manos grandes, como las tuyas. Mientras veo cómo el gerente se me acerca, me pregunto dónde habrá más cucarachas: en la coladera de la calle o en la de mi baño.
 

IV
 

Llego a casa a las ocho de la noche y mamá, molesta como de costumbre, me detiene apenas me paro frente a la puerta. Después de dos cachetadas, un regaño con olor a caca y varios-consejos-que-te-serán-útiles-cuando-crezcas, me dirijo a mi habitación-cuarto-de-juegos-salita de estar. Papá me llama, quiere que vaya a su cuarto. Consiguió un long play de Queen y me espera para escucharlo.

Me emociono, no puedo creer que quiera pasar un rato conmigo. Cuando está por sacar el disco del empaque, mamá entra histérica y me pide que salga a hacerme pendejo. Me enoja que ella venga a separarme otra vez de él. Asustado, hago un rápido repaso de algunas travesuras que pudieran molestarla, pero no encuentro nada malo. Camino. A mis espaldas escucho el crujir de la puerta mientras se cierra de un portazo que hace temblar las paredes descarapeladas. Todo retumba y el cabello se me cubre con el polvito blanco que ha dejado la humedad. Toso de nuevo. Supongo que hablarán sobre mi futuro, el dinero para las medicinas de papá, el trabajo o la reciente muerte de la abuela. A mis once años no entiendo bien las cosas de grandes. Toso fuerte para no escuchar su plática. Mi abuela me decía antes de morirse que los niños no debemos meternos en las conversaciones de los adultos. Mi cumpleaños se acerca, quizá platiquen sobre mi regalo.

La pistola de Faustino no sirve. Sólo tiene a su caballo para salir huyendo pero no se atreve a hacer ningún movimiento. El general le apunta a la cabeza con un rifle. Faustino lo mira. Qué harás, Faustino. El general está a punto de disparar.

Mamá me llama desde la habitación. Suelto los dos muñecos de plástico, me pongo de pie y me acerco a ella. Entre más lo hago más miedo me da; es como si no hubiera pretextos para regañarme y se los inventara con tal de mandarme a mí también a chingar-a-mi-madre.

Entro. Papá llora, mamá lo mira: está frente a él, recargada en el tocador. Lo que más resalta en el cuarto son sus tacones rojos. Pareciera que no siente feo por las lágrimas de él. Pero, al verla con calma, noto que se está tragando las suyas. Me piden que cierre la puerta para que los vecinos no escuchen nuestra plática. En estos fraccionamientos pequeños, de casas enanas, las paredes son de cartón y en toda la cuadra ya conocen los chismes de mamá, que siempre se está peleando con las vecinas. Empujo la puerta. Se cierra.


V
 

Hace diez minutos salí del trabajo. Hoy me dieron la última advertencia por retraso. Son las ocho y media, buen tiempo para encontrar la tienda abierta. Quizá me despidan en una o dos semanas. Subo al camión; por la noche el tráfico es menos denso y es raro encontrarme con tipos gordos que me hagan recordarte, papá. Recorro los barrios viendo por la ventana las luces de los autos y las calles a unas horas de llenarse de adolescentes y sexo. Pendejos. Media hora de trayecto para llegar a mi cubo.

Abro la puerta. Esta noche me he resignado a que Lucas ya nunca se montará en mi pierna pidiendo comida, cariño, placer o lo que sea. Voy al refrigerador: vacío. ¿Esperaba encontrar algo? Hoy conseguí un poco de hierba. La preparo lentamente y no desperdicio ni un gramo. Dejo el porro listo y salgo a la tienda por un poco de pócima mágica para recordar los olvidos, aunque mañana me queme el estómago, la garganta y el cerebro como si fuese alquitrán o veneno para ratas.

Regreso de la tienda y me recuesto. Entre los restos de semen tieso, orines, vómito y cucarachas, las cobijas cada vez me raspan más. Tomo de la botella. Enciendo la hierba:

Alguien me amarra piedras en las pestañas. Mis párpados caen como un telón. Me río, muero de la risa porque, aunque todo está negro, sé que es la obra más cómica del mundo. Estoy sobre un bote en altamar o eso parece. Me carcajeo. Intento enderezarme pero caigo y golpeo el suelo. Se lo merece el muy estúpido, por tenerme sobre él. Confusión, dolor. Te veo, papá, en la oscuridad de mi habitación, donde en noches de delirium tremens como éstas me echo a recordarte y araño las paredes para ser yo, y no las ratas, quien haga el hueco por donde todo ha de irse a la mierda.


VI
 

Abro la puerta, nunca vi la casa tan oscura. Mamá sale del cuarto con una maleta preparada hace mil años. Papá la mira cruzar la casa, sentado al borde de la cama, con la camisa mojada de lágrimas. Ella sale y el chillido de sus tacones en la calle se va mezclando con el ruido de los autos. Arrastro los pies hasta llegar a mi campo de batalla:

El General disparó dos veces: una a Faustino y otra a su caballo. Él muere más pronto, el animal agoniza unos minutos. El General guarda su pistola y escupe en la cara de Faustino. La saliva se mezcla con la sangre; el viento con la risa del General.

Faustino no volverá jamás; no por el tiro del General, sino porque esta noche he dejado de creer en los héroes y sus aventuras.

A mamá se le olvidó cerrar la puerta. El aire frío entra a la casa y se me pone la piel chinita. Papá, toda mi familia, me pide que me le acerque y lo hago poco a poco. Lo miro. Me mira. Sostiene el acetato con su mano derecha y con la izquierda me señala el estéreo. Lo tomo y lo saco de la cubierta de cartón. El aire frío se apodera de toda la habitación.

La música comienza: “Love of my life”. Estoy frente al estéreo y papá viene a mí. Me toma del hombro y yo a él de la cadera. Toso. Papá se queja del riñón. Tiemblo, quizá por el frío. La gran mano de papá me frota el brazo para darme calor. Luego baja hasta mi cinturón. Lo afloja. Papá me mete la mano bajo el pantalón. Me dice “Margarita”. Yo estoy a punto de decirle que soy su hijo, pero sólo asiento con la cabeza. Durante esos minutos suspiro pensando que cuando sea grande voy a tener un perro.
 

VII
 

Mamá:

Te escribo esta carta sin saber a dónde mandarla. Hace cinco años te fuiste de casa y papá y yo nunca te extrañamos. Ahora estoy en la prepa. Eres una hija de tu puta madre.

El día que te largaste papá y yo por fin pudimos amarnos. Él es lindo y cariñoso. Sus manos grandes pegan más duro que las tuyas, pero también acarician mejor. Un día papá me compró un perro, se lo agradecí toda la noche. El pelo de la cola de Lucas me recuerda tu pelo, su aliento también me recuerda tu aliento. Sé que quizá te dé asco saber estas cosas, pero no estaba tranquilo sin decírtelas.

La primera vez que me puse tus medias papá estuvo a punto de pegarme. Pero luego me dio uno de tus vestidos.

Papá y yo estamos muy bien. No te preocupes por mandar dinero, él ha mejorado de salud y ahora trabaja por las noches. La telaraña, así se llama el burdel. Ha adelgazado y le quedan algunos de tus vestidos, otros los hemos arreglado.

 


* En Los rumores del miedo, Tierra Adentro, 2011.

 


Darío Zalapa Solorio. Obtuvo el Premio Michoacán Ópera Prima de Narrativa en 2010, el Michoacán de Cuento Juan Rulfo en 2011 y el Estatal Eduardo Ruiz en 2012. Es autor de los libros de cuento Personas desde el fondo de la laguna (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2010), Los rumores del miedo (Tierra Adentro, 2012) y Moribundos (Conaculta/UANL, 2013). Fue seleccionado para los cursos de verano de la Fundación para las Letras Mexicanas en 2011 y 2012, y ha sido becario del Sistema Estatal de Creadores de Michoacán durante 2012 en el género de cuento.