Dicen que la memoria se construye a partir de los tres años, que se trata de un tejido colectivo. Las memorias, diarios, cartas, autobiografías y biografías tienen el atractivo de hacernos parte de dicha construcción. Las memorias nos cuentan una parte de la vida del autor, quien nos guía entre los pasillos de sus recuerdos, frente a las vitrinas que ha elegido mostrarnos.
Podría decirse que Charles Simic (Belgrado, 1938) relata su vida con poco interés por destacar sus ventajas y virtudes. El poeta serbio nos invita a hacer el recorrido de una feria pobre en sus memorias. Nos conduce entre tendajos enfangados y juegos oxidados, donde uno puede salir volando de la rueda de la fortuna impulsado por la explosión de una bomba. Su feria tiene circo, donde no hay animales y el número principal es un poeta joven que no sabe por dónde empezar. A veces imita a los poetas de la generación beat y otras destruye sus versos convencido de su mediocridad.
El título Una mosca en la sopa es una frase que rechaza que se trate de una vida de carácter excepcional. La imagen es desagradable. Simic se sitúa como un ser que siempre estuvo incómodo en el entorno que fuere. Él se posiciona como uno más que padeció las consecuencias de la guerra, pero cuya historia no es distinta por esa razón, sino por otras. En las primeras líneas de esta obra expresa:
Son tantas las personas desplazadas, tan dispares los destinos individuales y colectivos que han tenido que afrontar que sinceramente resulta imposible, para mí o para cualquier otro, afirmar que alguien posee un estatus especial en virtud de su condición de víctima.
Despojada de la cualidad de extraordinaria, Simic nos cuenta su vida desde la perspectiva del que llegó aquí por equivocación. Como niño no congeniaba con su madre, la que aterrada huía sin sentido de las bombas en Belgrado; la madre a la que ocultó que extraía pólvora de las municiones rusas o nazis para cambiarla por cómics. El inmigrante joven que estaba fuera de lugar en la escuela nocturna de Estados Unidos, enfrentado a la dificultad de expresarse en otra lengua entre los artistas de su generación; incómodo eternamente por el insomnio. Y uno asiste a la exhibición de estas penurias como pueblerino mugroso, sentando en gradas desvencijadas, cómodo de reír con Simic, simultáneamente expectador y protagonista del espectáculo.
Belgrado ha sido la capital de la región conocida en el siglo XIX como principado de Serbia, posteriormente reino de Serbia, reino de Yugoslavia, Yugoslavia (socialista) y República de Serbia en nuestros días. La “Ciudad Blanca” fue objeto de bombardeos en la Primera Guerra Mundial. En la Segunda Guerra también fue atacada, tanto por nazis como soviéticos y por aliados, años en los que Charles Simic corría constantemente al sótano de su hogar para resguardarse de los ataques aéreos.
El autor de The World Doesn’t End matiza la confusión y la miseria con el tono sarcástico, con la belleza de otros varios recuerdos, proyectados en el cine de esta feria, improvisado bajo los cielos grises de la guerra. La hostilidad de su recorrido se suavizaba con la serenidad —o indiferencia, elija el lector— de algunos personajes de su vida: el abuelo y el padre, siempre dispuestos a comer y beber, y continuar durmiendo durante los bombardeos. Un padre que Simic nunca tuvo claro por qué se fue un día de Belgrado, ni tampoco entendió para qué se reincorporó a la familia una década después. No obstante, su relación con él era felizmente cómplice.
La familia es toral para la formación de Simic. Algunos memoriosos pueden omitirla en sus biografías, obviarla o mantenerla en privado. Sin embargo, para este poeta la familia converge una y otra vez con el vino y la comida en los recuerdos. Afirma incluso que “se podría escribir una autobiografía mencionando todas las comidas memorables que uno ha vivido, y probablemente sería una lectura mucho más entretenida que las memorias convencionales”.
De la misma manera, es inevitable para el ganador del premio Pulitzer de poesía (1990) contarnos de los alimentos literarios gracias a los cuales sobrevivió mientras estudiaba la preparatoria nocturna y trabajaba de día. Se paseaba por las calles de Nueva York buscando libros de viejo, como Patti Smith —otra poeta atormentada por el hambre. A propósito de sus hallazgos, Simic declara:
El libro que cambió radicalmente mi concepción de la poesía fue una antología de poetas latinoamericanos contemporáneos que compré en la calle Ocho. Publicada por New Directions en 1942 y descatalogado ya en la época en que la compré, me descubrió la poesía de Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Jorge Carrera Andrade, Drummond de Andrade, Nicolás Guillén, Vicente Huidobro, Jorge de Lima, César Vallejo, Octavio Paz y muchos otros. Después de leer aquello, la poesía de las revistas literarias que frecuentaba me parecía demasiado cauta.
Estas influencias revelan una relación poco evidente para los lectores de la lengua española, sobre todo porque se trata de un escritor con sesenta libros publicados de poesía y prosa que ha sido traducido a cuentagotas a nuestra lengua. Una mosca en la sopa fue publicado en inglés siete años antes (University of Michigan Press, 2000) que la traducción barcelonesa de Vaso Roto que ocupa esta reseña. Años en los que el escritor ha continuado activo y en los que la Biblioteca del Congreso estadounidense lo distinguió como el décimoquinto Poet Laureate Consultant in Poetry (2007). Simic se declaró honrado con el nombramiento, especialmente porque fue un inmigrante que aprendió a hablar inglés hasta los quince años. El niño que se vio obligado a mascullar francés para sobrevivir unos meses en París con su madre, donde se retorció cada noche tratando de dormir en el suelo, ha traducido al inglés la obra de poetas franceses, serbios, croatas, eslovenos y macedonios.
La feria de la vida de Charles Simic es una feria itinerante que cierra con una proyección de cine en la carpa. En esta película, el poeta discute con un amigo sobre la existencia, el silencio y la conciencia. Una discusión alimentada por el vino que se diluye en imágenes grises, lluviosas, bélicas nuevamente. Primero la radio y después el cine constituyeron la principal compañía y fuente de inspiración del poeta serbio.
La poesía de Simic entra en este círculo con frecuencia, donde el origen del autor, el niño que jugaba a ser soldado, el inmigrante aislado y el hijo en guerra en el propio núcleo familiar, es un referente para entender dónde se posiciona. El tono contemplativo en ocasiones, introspectivo en otras, de sus poemas y su imaginería nace del potaje cocinado con alubias, cine, guerra, lenguas extranjeras, pintura, música y familia. El trajín de los juegos y espectáculos acaba en casa, con un banquete en el que se ha servido sopa.
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