No. 139/DEL ÁRBOL GENEALÓGICO

 
De sirenas a sirenas


René Avilés Fabila



Sirenas. Eran éstas unas ninfas del mar que tenían
el poder de he­chi­zar con su canto a todo aquel que
lo oía; los desgraciados mari­ne­ros se sentían
irre­sis­tiblemente a arrojarse al mar y morían
.


Thomas Bulfinch

 

Por años hemos vivido engañados, qué digo años, por siglos. Todos imaginan a las sirenas como afortunados seres mitad mujer y mitad pez. Yo mismo he llegado a visualizarlas de este modo, aunque en momentos albergué la sos­pecha de que la naturaleza o las deidades hubieran podido hacer una broma pesa­da al ponerlas al revés de nuestras creencias: del cuello hacia abajo, hermosos cuer­pos femeninos, y sobre los hombros cabezas de pez con ojos inexpresivos, repug­nan­tes, fríos, y de esta manera lo escribí.

Estamos equivocados, así no eran las sirenas. No como lo propalaron algunos his­toriadores y poetas. La historia es cambiante y en nada se parece a una ciencia. Mejor dicho, en palabras del erudito Ángel María Garibay: la antigua religión grie­ga no era dogmática "como sucede con religiones elaboradas a un grado superior. Es natural que el pueblo y aun los sabios modificaran a su placer a veces los datos tradicionales".

La verdad se ha impuesto, como suele suceder, y la teoría, alimentada por al­gunas ilustraciones en vasijas, murales y, desde luego en textos clásicos, ahora co­bra certeza al encontrar una serie de pruebas irrefutables que nos muestran que las sirenas, a pesar de que vivían en los océanos, estaban formadas por un cuerpo de ave y rostro de mujer; en consecuencia, carecían de aletas, y en su lugar tenían alas, aunque eran incapaces de volar. Los pingüinos y las gaviotas, por citar dos espe­cies de aves, viven cerca del mar, zambulléndose con frecuencia, encontrando un grato placer dentro de las aguas marinas, sin ser plenamente acuáticas. Según imá­genes de la Grecia clásica, las sirenas realmente eran seres repugnantes y sólo un enfermo de zoofilia extrema tendría relaciones sexuales con ellas.

Al parecer, a la lujuria masculina le debemos la imagen de una bella y sensual mu­jer, de cabellos húmedos y ensortijados, con una cola de pez, sobre una roca, en espera de ilusos. El citado Garibay explica que "se les dio el sentido de seres ávi­dos de experiencias sexuales que por eso intentan atraer a los marinos y pesca­do­res". Ha sido, pues, una especie de símbolo sexual, pero, si uno se topara con una de ellas, ¿cómo hacerle el amor?

No quedan precisas las razones por las cuales se originó la confusión, pero no hay en nuestros días un libro o filme que al describir a las sirenas no las ofrezcan como mitad mujer, mitad pez. Quizá se deba a que resulta más atractivo un ser así que una simple ave, parecida a las de corral, indigna de aparecer en una historia con características de epopeya, cuyo rostro es de mujer fea. Es más bien ridículo. Pero así eran o son. En Sicilia, en una costa abandonada, han encontrado no sólo una multitud de pruebas pintadas en muros y representadas en desconcertantes es­culturas, sino también restos fosilizados de una sirena: huesos de una especie ga­lli­nácea con cráneo femenino. Lo indican asimismo las historias en las paredes de un templo recién excavado por los arqueólogos; su función no era la de encantar y matar marinos: se limitaban a ser extraños personajes de diversión teatral. Apare­cían en los escenarios helénicos y cantaban ante una audiencia que no dejaba de co­mentar algo irreverente: cómo era posible que a aquellos seres pequeños y ri­dículos, grotescos, Zeus les hubiera dado voces tan hermosas.

Las sirenas nacen de la musa Caliope y el dios-río Aqueloo, extraña unión que las engendró. Si hubo irreflexión e incluso perversidad al darles forma, fueron recom­pensadas con una voz de inmensa dulzura y musicalidad (heredada de su madre), que fue la perdición de muchos marinos que las escucharon cantar. Prueba de ello es el tormentoso retorno de Ulises a Ítaca y el osado viaje de los argonautas en bus­ca del vellocino de oro. En el primer caso, Ulises se salvó al seguir la reco­men­da­ción de Circe: su tripulación se puso cera en los oídos para evitar el canto de las sirenas, mientras él, fuertemente sujeto al mástil del barco, podía escucharlas. En el se­gundo, los argonautas evitaron la muerte porque entre ellos iba Orfeo, cuya música era más sonora y hermosa que la de las sirenas.

Es posible que muchas muertes de marinos se deban al choque inesperado con la realidad. Si el hombre que se arroja a las aguas saladas tiene la imagen grabada de una hermosa mujer, de pechos magníficos, qué sucede al encontrar una ridícula y grotesca variedad de gallina, cuyos ojos femeninos coquetean con él: no queda más que morir por la aterradora impresión.

Con el tiempo, la historia -que también tiene una concepción estética que de­fen­der-, prefirió la versión que muestra a las sirenas sensuales con cola de pez, cu­ya belleza cautiva a los hombres, y permitió la extinción de esas patéticas gallináceas de fascinante voz.

 

 



René Avilés Fabila (Ciu­dad de México, 1940). Na­rra­dor y ensayista. Fue cofundador del diario Unomásuno. Ha cola­bo­­rado en publicaciones co­mo Juego de Hojas, La Cultura en México, Mester y Revista de la UNAM. Fue director del su­ple­mento El Búho del diario Ex­célsior. La fundación que lleva su nombre coordina la reali­zación de la revista El Uni­ver­so del Búho. Entre sus obras destacan las novelas El gran solitario de palacio (1970), Tan­tadel (1975), La canción de Odette (1982) y Réquiem por un suicida (1993), así co­mo los compendios de cuen­to Hacia el fin del mundo (1969), Fantasías en carrusel (1978) y Cuentos de hadas amorosas y otros textos (1998). Fue Pre­mio Nacional de Periodismo Cultural en 1991. En 1997 re­cibió el Premio Nacional de Narrativa Colima para Obra Publicada por Los animales prodigiosos (1990). Su tra­ba­jo más reciente es la novela El reino vencido. Actual­men­te es director de Revista de re­vistas.