Ilustraciones de Laura Monterrubio
Había una vez un sastrecillo, un hombre común y bueno, que andaba de viaje por un bosque, quizá en busca de trabajo, ya que en aquellos días los hombres recorrían grandes distancias para llevar una vida precaria, y los servicios de un magnífico artesano, como nuestro héroe, no tenían tanta demanda como el trabajo barato y rápido, mal hecho y poco duradero. El sastrecillo creía que necesitaba encontrar a alguien que requiriera de sus habilidades —era un optimista incurable e imaginaba un encuentro afortunado en cada esquina, aunque era difícil saber cómo sucedería esto, mientras avanzaba más y más hacia los árboles densos y oscuros, donde incluso la luz de la luna se dispersaba en pequeñas agujas pálidas de luz azulosa, insuficientes para ver. Pero llegó a una casita que lo estaba esperando, en un claro de las profundidades, y las líneas de luz amarilla que pudo ver entre las persianas lo alentaron. Tocó la puerta de esta casa con resolución y escuchó un crujido y un chirrido; la puerta se abrió un poco y ahí estaba de pie un hombrecillo, con un rostro tan gris como las cenizas de la mañana y una larga barba del mismo color que parecía algodón.
"Soy un viajero perdido en el bosque", dijo el sastrecillo, "y un artesano experto que busca trabajo, si es que algo se puede encontrar."
"Yo no necesito un artesano experto", dijo el hombrecillo gris. "Y le temo a los ladrones. No puedes entrar."
"Si fuera un ladrón podría haber entrado a la fuerza, o de manera sigilosa", respondió el sastrecillo. "Soy un sastre honesto que necesita ayuda."
Ahora, detrás del hombrecillo, estaba un gran perro gris, de su misma altura, con los ojos enrojecidos y la respiración caliente. Al principio la bestia emitió un débil gruñido, pero ahora calmaba su intimidación y movía la cola lentamente, y el hombrecillo gris dijo, "Otto opina que eres honesto. Tendrás una cama en la noche a cambio de una tarde de trabajo honesto: ayuda en la cocina, la limpieza y lo que se deba preparar en mi humilde hogar."
Entonces el sastrecillo entró y vio que la casa era extraña. En una mecedora estaba parado un gallito de colores brillantes con su esposa totalmente blanca. En la esquina de la chimenea estaba una cabra blanca con negro, con pequeños cuernos huesudos y ojos como de vidrio amarillo, y en la chimenea yacía un gran gato, un gato multicolor, cuyo estampado pardo semejaba un laberinto, que miraba al sastrecillo con ojos que parecían frías joyas verdes, con hendiduras negras por pupilas. Y detrás de la mesa había una delicada vaca pinta, con aliento lechoso, la nariz húmeda y tibia y unos enormes y suaves ojos cafés. "Buenos días", dijo el sastre a los presentes, porque creía en los buenos modales, y porque las criaturas lo contemplaban de manera juiciosa e inteligente.
"En la cocina encontrarás qué comer y beber", dijo el hombrecillo gris. "Prepáranos una buena cena y comeremos juntos."
Entonces el sastrecillo se volvió, y preparó un pastel espléndido, con harina, carne y cebolla que encontró ahí, y decoró la parte superior con hojas y flores de pasta de hermosas formas ya que él era un artesano, aun cuando no pudiera ejercer su oficio. Y mientras cocinaba, miró a su alrededor y le llevó heno a la vaca y a la cabra, maíz dorado al gallo y a la gallina, leche al gato y huesos y carne de su comida al gran perro gris. Y cuando el sastre y el hombrecillo gris estaban devorando el pastel, cuyo cálido olor llenó la pequeña casa, el hombrecillo gris dijo: "Otto tenía razón, eres un hombre bueno y honesto, y te preocupas por todas las criaturas de este lugar, sin dejar de atender a nadie y sin dejar nada por hacer. Te daré un regalo por tu amabilidad. ¿Cuál de éstos eliges?"
Y colocó tres cosas frente al sastre. La primera era una pequeña bolsa de piel, que tintineó un poco cuando la soltó. La segunda era una olla, negra por fuera, pulida y reluciente por dentro, sólida y amplia. Y la tercera era una pequeña llave de cristal, modelada con forma frágil y fantástica, que brillaba con todos los colores del arcoiris. Y el sastre, en busca de consejo, miró a los animales que lo contemplaban, y todos le vieron con benevolencia. Y pensó, yo sé de tales regalos de la gente del bosque. Puede ser que el primero sea una bolsa que nunca está vacía y el segundo una olla que proporciona comida saludable siempre que se le pida de manera correcta. He escuchado de tales cosas y he conocido a hombres a quienes se les ha pagado con esas bolsas y que han comido de esas ollas. Pero nunca vi ni escuché nada sobre una llave de cristal y no puedo imaginar qué uso tendrá; se rompería en cualquier cerradura. Pero deseaba la pequeña llave de cristal, porque él era un artesano, y podía ver que el soplado de todas esas delicadas guardas y el cilindro había requerido de una habilidad magistral y porque no tenía ninguna idea de lo que hacía o podía ser, y la curiosidad ejerce un gran poder sobre los hombres. Así que le dijo al hombrecillo, "Tomaré la preciosa llave de cristal." Y el hombrecillo respondió: "No has elegido con prudencia, sino con arrojo. Ésa es la llave para una aventura, si es que vas en busca de ella."
"¿Por qué no?", respondió el sastre. "Ya que no se necesita de mi oficio en este inhóspito lugar, y ya que no he elegido con prudencia."
Entonces los animales se acercaron con su aliento tibio y lechoso que olía dulcemente a heno y a verano, y su mirada afable y reconfortante, que no era humana; la pesada cabeza del perro yacía en el pie del sastre, y el gato pardo estaba sentado en el brazo de la silla.
"Debes salir de esta casa", dijo el hombrecillo gris, "y llamarla a ella, al Viento del Oeste. Cuando venga muéstrale tu llave y deja que te lleve a donde quiera; no te resistas ni te preocupes. Si te opones o haces preguntas, te lanzará a las espinas y te irá mal antes de que puedas salir de ahí. Si te lleva te dejará en un gran monte desolado, sobre una gran piedra, hecha de granito, que es la puerta a tu aventura, aunque parezca que está fija e inamovible desde que el mundo se creó. Sobre esta piedra debes colocar una pluma de la cola de este gallito, la cual te dará con gusto, y la puerta se abrirá ante ti. Debes descender sin miedo ni vacilación, y bajar más y más aún; verás que tu llave de cristal iluminará el camino si la sostienes frente a ti. Con el tiempo llegarás a un vestíbulo de piedra, con dos puertas que conducen a pasillos bifurcados por los que no debes continuar, y a una puerta de poca altura con cortinas que lleva más adelante y hacia abajo. No debes tocar esta cortina con la mano, sino que debes deslizar en ella la pluma blanca como la leche que la gallina te dará, y unas manos invisibles abrirán la cortina en silencio, las puertas detrás de ella estarán abiertas, y tú podrás entrar al pasillo donde encontrarás lo que debas encontrar."
"Bien, me aventuraré", dijo el sastrecillo, "aunque me dan mucho miedo los lugares oscuros bajo la tierra, donde no hay luz de día y lo que hay arriba es denso y pesado." Entonces el gallo y la gallina le permitieron tomar una pluma negra y esmeralda, brillante y bruñida, y una suave pluma de color blanco cremoso. Él se despidió de todos, se internó en el claro, y llamó al Viento del Oeste, sosteniendo su llave.
Y fue una sensación encantadora y de lo más inquietante, cuando los largos y etéreos brazos del Viento del Oeste se estiraron sobre los árboles y lo recogieron; todas las hojas tiritaban, hacían ruido y temblaban a su paso; la paja bailaba frente a la casa y el polvo se levantaba y volaba alrededor de pequeños remolinos. Los árboles lo agarraban con sus ramitas como dedos mientras él se levantaba entre ellos, tambaleándose aquí y allá en medio de las ráfagas, y después sintió que el gran Viento lo sujetaba contra su invisible seno mientras se arrojaba al cielo gimiendo. Recostó la cabeza en sus etéreas almohadas, y no gritó ni opuso resistencia; y la canción del Viento del Oeste, cual suspiro, llena de una fina lluvia y de la oblicua luz del sol, de numerosas nubes y de la penetrante luz de las estrellas, lo envolvió dando vueltas y vueltas.
El Viento lo bajó, como el hombrecillo gris había predicho, en una enorme piedra gris de granito, picada, con marcas y gastada. Escuchó el ulular del Viento al irse a toda prisa, se inclinó y deslizó la pluma de gallo sobre la piedra, y contempló a la enorme roca balancearse, con un chirrido y un crujido profundo, hacia arriba en el aire y después hacia el suelo, como un pivote o una balanza, levantando olas de tierra y brezo cual agua de mar espesa, y mostrando un pasadizo oscuro, frío y húmedo debajo de las raíces del brezo y las raíces espinosas de la aulaga. Entonces entró, con el valor suficiente, pensando todo el tiempo en lo denso de las rocas, la turba y la tierra sobre su cabeza; el aire en ese lugar era frío y húmedo y el suelo bajo sus pies estaba empapado. Pensó en su pequeña llave, la sostuvo frente a él con valor, y ésta generó una lucecita brillante, pálida y plateada, que iluminaba un paso a la vez. Así bajó al vestíbulo, donde estaban las tres puertas, y debajo del umbral de las dos puertas grandes brillaba una luz cálida y tentadora, y la tercera estaba detrás de una cortina de piel que olía a humedad. Tocó la cortina, sólo rozándola con la punta de la suave pluma de gallina, y ésta se abrió en pliegues angulares como las alas de un murciélago, y más allá una pequeña y oscura puerta se abría a un diminuto agujero; en él, pensó, quizá sólo podrían caber sus hombros. En ese momento en verdad tenía miedo, ya que su pequeño amigo gris no había dicho nada de este angosto y pequeño lugar, y pensó que si metía su cabeza tal vez nunca podría salir vivo.
Entonces miró hacia atrás y vio que el pasadizo al que había descendido era uno de muchos, todos agrietados, con forma de gusanos, empapados y enredados con raíces, y creyó que nunca podría encontrar el camino de regreso por lo que forzosamente debía seguir adelante y ver qué le esperaba. Necesitó todo su valor para meter la cabeza y los hombros en esa entrada, pero cerró los ojos y se retorció y se giró y, después de un rato, cayó en una gran cámara de piedra, iluminada por una suave luz que atenuaba el brillo de su luminosa llave. Era un milagro, pensó, que el cristal no se hubiera quebrado en esa difícil refriega, pero estaba tan transparente y frágil como siempre. Miró a su alrededor y vio tres cosas. La primera era una pila de botellas y frascos de cristal, todos cubiertos de polvo y telarañas. La segunda era una cúpula de cristal, del tamaño de un hombre, y un poco más alta que nuestro héroe. Y la tercera era un brillante ataúd de cristal, que estaba sobre un rico paño de terciopelo en un caballete dorado. Y de todas estas cosas procedía la suave luz, como la luz tenue de las perlas en la profundidad del mar, como la luz fosforescente que se mueve de noche en la superficie de los mares del sur o que brilla alrededor de los abundantes bancos de arena, blancos como leche sobre sus dardos de plata, en nuestro oscuro Canal de la Mancha.
Bien, pensó, una o todas éstas es mi aventura. Miró las botellas, que eran de muchos colores: rojas, verdes, azules y topacio ahumado; y contenían briznas o enjuagues, un suspiro de humo en una, un líquido espirituoso en otra. Todas estaban cerradas y tapadas con un corcho, y él era demasiado cauto para abrirlas antes de ver mejor dónde estaba y qué debía hacer.
Se movió hacia la cúpula, la cual se deben imaginar como las alfombras mágicas que han visto en su sala, bajo las cuales habita todo tipo de pequeñas aves brillantes, tan naturales como la vida en sus ramas o los vuelos de misteriosas palomillas y mariposas. O quizá han visto una bola de cristal que contiene una casa diminuta y que se puede agitar para producir una espléndida tormenta de nieve. Esta cúpula contenía un castillo entero, ubicado en un hermoso jardín, con árboles, terrazas y huertos, lagos con peces y rosas trepadoras, y brillantes estandartes en sus muchas torrecillas. Era un lugar bello y magnífico, con innumerables ventanas y escaleras serpenteadas, con césped, un columpio en un árbol y todo lo que se podría desear en una residencia amplia e ideal; sólo que estaba totalmente en calma y era tan diminuta que se necesitaba una lupa para ver lo intrincado de sus tallados y accesorios. El sastrecillo, como les he dicho, era ante todo un artesano, y contempló maravillado este hermoso modelo y no podía imaginar qué finas herramientas o instrumentos lo habían tallado y cincelado. Le quitó un poco de polvo, para maravillarse más, y después se dirigió al ataúd de cristal.
¿Se han preguntado dónde un arroyo que fluye con rapidez se convierte en una pequeña caída de agua, o cómo la corriente de agua se vuelve tranquila y cristalina y, debajo de ella, su todavía aparente carrera arrastra los hilos finos y largos de las algas que tiemblan un poco, pero se extienden en la corriente? Así, bajo la superficie del grueso cristal, yacían muchísimos hilos largos de oro, que llenaban toda la cavidad de la caja con sus giros y volteretas, por lo que primero el sastrecillo pensó que estaba frente a una caja llena de hilos de oro, para hacer tela de oro. Pero después, entre la fronda, vio un rostro, el rostro más hermoso que podía haber soñado o imaginado, blanco y en calma, con largas pestañas doradas en las mejillas sin color, y una pálida boca perfecta. Su cabello dorado la envolvía como un manto, pero donde cruzaba su rostro se movía un poco por su respiración, por lo cual el sastre supo que estaba viva. Y supo -así es, después de todo- que la verdadera aventura sería liberar a esta durmiente, quien después sería su agradecida esposa. Pero era tan hermosa y estaba tan tranquila que se resistía un poco a molestarla. Se preguntó cómo habría llegado ahí, cuánto tiempo había estado allí, cómo sería su voz y otras mil ridiculeces, mientras ella inhalaba y exhalaba alborotando los hilos de oro de su cabello.
Y después vio una pequeñísima cerradura en un lado de la suave caja, que no tenía ninguna hendidura o grieta visible, sino que estaba entera como un cascarón de hielo. Y supo que ésa era la cerradura para su delicada y maravillosa llave, y con un pequeño suspiro la metió en ella y esperó. Por un momento toda la superficie quedó perfectamente cerrada y lisa, mientras la llavecita se deslizaba en la cerradura y se derretía, al parecer, en el cuerpo de cristal del ataúd. Y después, de manera muy ordenada, y con un extraño tintineo como el de las campanas, el ataúd se rompió en una serie de largas esquirlas de carámbanos, que sonaban y se desvanecían al tocar el piso. Y la joven durmiente abrió los ojos, azules como el bígaro, o como el cielo de verano, y el sastrecillo, porque sabía que eso era lo que tenía que hacer, se inclinó y besó la perfecta mejilla.
"Debes ser tú", dijo la joven, "tú debes ser a quien había estado esperando, quien debía liberarme del hechizo. Tú debes ser el príncipe."
"Ah, no", dijo nuestro héroe, "en eso te equivocas. Yo no soy nada más y de hecho, —nada menos— que un magnífico artesano, un sastre, en busca de trabajo para mis manos, un trabajo honesto para vivir."
Entonces la joven se rió alegremente, su voz fortaleciéndose después de los que debieron ser años de silencio, y todo el extraño sótano se llenó de sus risas, y los fragmentos de cristal tintinearon como campanas rotas.
"Tendrás lo suficiente y más, para vivir por siempre, si me ayudas a salir de este oscuro lugar", dijo. "¿Ves ese hermoso castillo encerrado en el cristal?"
"Claro, y me maravilla la habilidad de quien lo hizo".
"Eso no fue obra de un escultor ni de un miniaturista, sino de magia negra; yo vivía en ese castillo, y los bosques y los prados que lo rodean eran míos; los recorría libremente, con mi querido hermano, hasta que una noche llegó el mago negro buscando refugio del pésimo clima. Debes saber que tenía un hermano gemelo, tan bello como el día y tierno como un cervato, sano como el pan fresco y la mantequilla, cuya compañía me complacía tanto como a él la mía, por lo que nos juramos nunca casarnos y vivir por siempre tranquilos en el castillo, y cazar y jugar juntos cada día. Pero cuando este extraño tocó la puerta, en medio de la tormenta huracanada, con su sonrisa y su sombrero y su capa mojados escurriendo por la lluvia, con entusiasmo mi hermano lo invitó a entrar, y le ofreció carne y vino y una cama para pasar la noche; y cantó con él, jugaron cartas y se sentaron cerca del fuego, para hablar del vasto mundo y sus aventuras. Como no estaba a gusto con esto, sino más bien un poco triste porque mi hermano disfrutaba la compañía de otro, me fui temprano a la cama y me quedé acostada oyendo cómo el Viento del Oeste aullaba entre las torrecillas y, después de un momento, caí en un agitado sueño. Me despertó una extraña música, muy hermosa y vibrante, que provenía de todos lados. Me senté y traté de ver qué podría ser o significar; vi que la puerta de mi recámara se abría lentamente y él, el extraño, se acercaba a grandes pasos, ya seco, con su cabello negro y rizado y un rostro sonriente y peligroso. Traté de moverme, pero no pude, era como si una cinta sujetara mi cuerpo, y otra cinta estuviera atada en mi rostro. Me dijo que no quería hacerme daño, que era un mago, que había hecho sonar la música a mi alrededor; deseaba tener mi mano en matrimonio y vivir en paz en el castillo, conmigo y con mi hermano, a partir de ese momento. Y le dije —ya que me permitió responder— que no deseaba casarme, sino que deseaba vivir soltera y feliz con mi querido hermano y nadie más. Entonces contestó que eso no podría ser, que me tendría lo quisiera o no, y que mi hermano compartía su opinión al respecto. Eso lo veremos, le dije, y respondió sin inmutarse, mientras los instrumentos invisibles vibraban, zumbaban y sonaban por todo el cuarto, "Tú lo verás, pero no debes hablar de esto ni de nada de lo que pasó aquí, te haré callar tanto como si te hubiera cortado la lengua."
"Al día siguiente traté de prevenir a mi hermano, pero pasó lo que el mago negro había dicho. Cuando abrí la boca para hablar del tema fue como si mis labios estuvieran cosidos con grandes puntadas, y mi lengua no se movía. Aunque podía pedir que me pasaran la sal, o disertar sobre el mal clima, por lo cual mi hermano, para mi gran desilusión, no notó nada, y propuso alegremente salir a cazar con su nuevo amigo, dejándome en casa sentada frente a la chimenea y sintiendo en silencio la angustia de lo que podía pasar. Todo el día me quedé ahí sentada, y hacia la noche, cuando las sombras se alargaron en el césped del castillo y los últimos rayos del sol eran ordinarios y gélidos, supe con certeza que algo terrible había sucedido y salí corriendo del castillo, hacia el bosque oscuro. Y de ahí venía el hombre negro guiando a su caballo con un brazo, y con el otro a un sabueso gris y alto con la cara más triste que he visto en criatura alguna. El mago oscuro me dijo que mi hermano se había ido, que no regresaría en un largo tiempo y que me había dejado a mí, y al castillo, a su cargo. Me lo dijo con alegría, como si no importara mucho si le creía o no. Le respondí que de ninguna forma me sometería a tal injusticia y me alegró escuchar mi propia voz firme y segura; temía que mis labios fueran sellados de nuevo. Mientras hablaba, el sabueso gris derramó grandes lágrimas, más y más, cada vez más tristes. Y de alguna manera supe, creo, que el animal era mi hermano, en esta forma mansa e indefensa. Me enojé. Y le dije que nunca entraría en mi casa, ni se me acercaría, con mi consentimiento. Me dijo que había percibido correctamente, que él no haría nada sin mi consentimiento, el cual trataría de ganar, si se lo permitía. Y le contesté que eso nunca pasaría y que nunca debía esperarlo. Entonces se enojó y me amenazó con callarme para siempre si no aceptaba. Le dije que sin mi querido hermano poco me importaba dónde estaba, y que no quería hablar con nadie. Me dijo que ya vería si era así después de pasar cien años en un ataúd de cristal. Hizo algunos pases y el castillo se redujo, se encogió, hizo uno o dos ademanes más y se cubrió de hielo, como lo ves ahora. Y confinó a mi pueblo, a los hombres y a las sirvientas que llegaron corriendo, cada uno en una botella de cristal y, por último, me encerró en el ataúd en el que me encontraste. Y ahora, si tú me llevas contigo, huyamos de este lugar antes de que el mago regrese, como lo hace de vez en cuando, para ver si he cedido."

"Por supuesto que te llevaré conmigo", afirmó el sastrecillo, "tú eres mi maravilla prometida, te liberé con mi llave de cristal desvanecida y ya te quiero de verdad. Aunque, ¿por qué te quedarías conmigo?, ¿sólo porque abrí la caja de cristal? Cada vez entiendo menos, y si recuperas el lugar que te corresponde, cuando tu hogar, tus tierras y tu gente sean de nuevo tuyos, espero que te sientas libre de reconsiderar el asunto y seguir, si así lo deseas, sola y soltera. Para mí es suficiente haber visto el extraordinario tejido de oro de tu cabello, y haber tocado con mis labios la más blanca y delicada mejilla." Y se preguntarán, mis queridos y muy inocentes lectores, si lo dijo con más gentileza que astucia, ya que la dama había decidido entregarse a él y ya que el castillo con sus jardines, aunque ahora sólo mensurables con alfileres, finas puntadas, uñas del pulgar y dedales, eran lo suficientemente arrogantes y magníficos como para que cualquier hombre deseara pasar ahí el resto de sus días. La hermosa dama entonces se sonrojó, con un cálido y rosado color en sus blancas mejillas, y se le escuchó murmurar que el hechizo era el hechizo, que recibir un beso después de la exitosa desintegración del ataúd de cristal era una promesa, como son los besos, si se reciben voluntaria o involuntariamente. Mientras estaban discutiendo de este modo, cortésmente, las sutilezas morales de su interesante situación, escucharon un sonido aproximarse, y una vibración melodiosa, y la dama se agitó y dijo que el mago negro estaba a punto de llegar. Y nuestro héroe, por su parte, se sintió abatido y temeroso, ya que su pequeño mentor gris no le había dado instrucciones para esta eventualidad. Aun así, pensó, debo hacer lo que pueda para proteger a la dama, a quien tanto le debo, y a quien sin duda, para bien o para mal, he liberado del sueño y el silencio. No llevaba consigo ningún arma excepto sus agujas y sus afiladas tijeras, pero se le ocurrió que podía hacer algo con las esquirlas de cristal del sarcófago roto. Así que tomó la más larga y filosa, envolviendo su empuñadura en su delantal de piel, y esperó.
El artista negro apareció en el umbral, envuelto en su serpentina capa negra, sonriendo como fiera, y el sastrecillo tembló y levantó su esquirla, pensando que su enemigo la detendría con magia, o congelaría su mano en movimiento al golpearlo. Pero el otro simplemente avanzó y, cuando se acercó a la dama, estiró una mano para tocarla después de lo cual nuestro héroe le pegó en el corazón con toda su fuerza; la esquirla de cristal entró profundamente y el mago cayó al piso. Y he aquí que se secó y se marchitó frente a sus ojos, y se convirtió en un pequeño puñado de polvo gris y de cristal. Entonces la dama lloró un poco, dijo que el sastre ahora la había salvado dos veces y era en todo sentido digno de su mano. Y ella aplaudió, y de pronto todos flotaron en el aire, hombre, mujer, casa, frascos de cristal, montón de polvo, y se encontraron afuera en la fría ladera donde el original hombrecillo gris estuvo con Otto el sabueso. Y ustedes, mis sagaces lectores, habrán percibido y entendido que Otto era el mismísimo sabueso en el que el joven hermano de la dama del ataúd había sido transformado. Así que ella se reclinó en su cuello gris y peludo, llorando lágrimas brillantes. Y cuando sus lágrimas se mezclaron con las lágrimas saladas que caían en la mejilla de la gran bestia, el hechizo terminó y él estuvo de pie frente a ella, un joven de cabello dorado con traje de caza. Se abrazaron, por un largo rato, con sus corazones embargados por la emoción. Mientras tanto el sastrecillo, con la ayuda del hombrecillo gris, había golpeado la caja de cristal donde estaba el castillo con las dos plumas del gallo y la gallina, y con un súbito y extraño estruendo, el castillo apareció como debió haber sido, con escaleras majestuosas e innumerables puertas. Entonces el sastrecillo y el hombrecillo gris abrieron las botellas y los frascos y de los cuellos de éstos salieron líquidos y humos, y se convirtieron en hombres y mujeres, mayordomo y guardabosques, cocinero y doncella, todos sumamente desconcertados de encontrarse donde estaban. Luego la dama le dijo a su hermano que el sastrecillo la había rescatado de su sueño y había matado al mago negro y que había ganado su mano en matrimonio. Y el joven dijo que el sastre lo había tratado con amabilidad, y debía vivir con ellos en el castillo y ser feliz para siempre. Y así fue, vivieron felices para siempre. El joven y su hermana salían a cazar al bosque, y el sastrecillo, cuya inclinación no era la misma, se quedaba frente a la chimenea y por las tardes era feliz con ellos. Sólo faltaba una cosa. Un artesano no es nada si no ejerce su oficio. Así que ordenó que le llevaran la más fina seda e hilos brillantes, e hizo por placer lo que una vez había hecho por necesidad.
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