No. 139/EL RESEÑARIO

 
El hierro y la pólvora: historia y ficción


Rodrigo Martínez




 


Jorge Galván
El hierro y la pólvora
UNAM-Alfaguara, 2006


 

punto de partida 139 En La riqueza y la pobreza de las naciones, un extraordinario libro sobre la historia económica de las civilizaciones, David S. Landes expone lo que nombra como el proceso de apertura. Este momento de la historia humana significó el tránsito hacia la era colonial. Los pueblos europeos, que eran pueblos navegantes, hicieron una serie de descubrimientos. También hallaron nuevas rutas en el mar, conocieron otras civili­za­ciones y comenzaron a ocupar un continente hasta entonces desconocido.

En este proceso, Europa no sólo trasladó su cultura a otros terrenos, sino que con­dujo sus ambiciones hasta donde las circunstancias se lo permitieron. Sólo que, mien­tras algunos pueblos del Viejo Mundo supieron cómo aprovechar la riqueza territorial, los recursos y hasta la presencia humana de aquellas regiones, otros se con­for­ma­ron con el pillaje y la rapiña. Ése fue el caso de España, un imperio que no tuvo la visión de los británicos, quienes decidieron habitar los territorios des­cu­biertos y laborar en ellos. En cambio, los ibéricos, al interesarse únicamente en la bús­que­da de tesoros y riquezas fáciles, desaprovecharon las posibilidades de una coloni­za­ción emprendedora. España no fue capaz de trabajar el oro y la riqueza obte­nidos en el Nuevo Mundo pues, una vez que los tenía, los despilfarraba.

En la novela El hierro y la pólvora hay una síntesis de esta visión. La historia y la ficción se funden para encarnar el pensamiento de Bernal Díaz del Castillo, quien narra distintos episodios de las expediciones ibéricas en la Nueva España. En esta obra, donde la documentación histórica se entrecruza con la literatura de forma ex­traordinaria, la voz del protagonista expresa la visión de Landes; una mirada que anuncia los errores que cometería España a partir de la gran apertura mundial:

“…nosotros no vinimos a Indias a conseguir estaño ni ámbar ni a visitar a los hi­perbóreos ni a mercar caña de azúcar ni abalorios ni baratijas: llegamos a Indias por oro, por todo el oro del mundo, todo el oro que pudiésemos haber. A nosotros no nos interesaba el estaño, ni el ámbar, ni el maíz ni los penachos ni las mantas de estos indios adoradores de ídolos, ni nos podían interesar los indios en sí mismos, esos seres sin alma que ha sido menester convertir a nuestra religión. Ni mucho menos nos podía interesar su religión llena de torpedades y de sacrificios humanos y san­guinaria a más no poder. Nos interesaba el oro: queríamos nadar en oro, queríamos comer oro, cagar oro, escupir oro, eyacular oro, poseer hembras con naturas ba­ña­das en oro y con tetas doradas. Queríamos oro más que a nuestras madres, más que a nuestras hembras, más que a nuestro Dios. El oro lo era todo, sin oro éramos nada.”

Al mirar estas líneas, El hierro y la pólvora parece una versión maniquea de la antigua historia mexicana. A pesar de ello, uno de los mayores atributos de esta no­­vela es su balance al tratar hechos y personajes del pasado. Aunque el lector des­cu­­bre que Hernán Cortés no fue el gran estratega que tanto presumen las enci­clo­pedias ibéricas, sino un conquistador afortunado, y que Alvarado fue un asesino capaz de aniquilar a infantes y mujeres por oro, también es posible que perciba el lado oscu­ro del imperio azteca: una civilización tributaria que oprimió a otras cul­tu­ras meso­a­mericanas. En esta interpretación, desmenuzada con las posibilidades de la lite­ra­tu­ra, descubrimos a un Moctezuma débil, infame e incapaz de dirigir a los suyos hacia una victoria. Vemos a un pueblo cuyo espíritu era sanguinario y opresor.

Es por esta razón que la primera novela de Jorge Galván tiene como máximo lo­gro la elaboración narrativa de lo histórico. Y es que, desde el punto de vista literario, la estructura del relato produce que el ritmo y el tono se desvanezcan. Una vez que el lector se ha sumergido en los episodios de la conquista, los cuales son contados con un estilo directo e intenso, y cuando ha llegado a la secuencia de la Noche Triste, misma que significa un momento de dramatismo con notable y trá­gi­­ca belleza, el autor rompe con la linealidad y cede la narración a dos voces dis­tin­tas: el padre y la mujer de Bernal Díaz. Si la novela tuviera un argumento, y no sólo se dedicara a contar una historia —aspectos que no son iguales de acuerdo con el es­cri­tor inglés E. M. Forster—, la lucidez prosística no se extraviaría.

Pushkin y Calvino alababan la brevedad en la literatura. El hierro y la pólvora tiene esta carencia. Cuando al narrador cambia, la atmósfera del relato se modifica y se pierde. La aparición de la voz del padre, quien habla desde otro mundo, y de Teresa Becerra, no aportan materia prima a la novela. Y si a ello sumamos la au­sen­cia de un argumento, el efecto se multiplica. Estos pasajes sólo son un mo­mento de ruptura que, en vez de aportar suspense al relato, lo aletargan. Únicamente la amalgama entre la historia y la ficción embellece estas páginas.

A pesar de ello, El hierro y la pólvora es una oportunidad para imaginar, desde muchos ángulos, esa terrible batalla entre civilizaciones. Aquí nos damos cuenta de que se equivocan quienes afirman que dos pueblos se confrontaron. Mentira: la guerra de conquista fue una guerra de ambición y de emancipación; fue una guerra de varias y distintas culturas. Una de ellas, surgida en la Península Ibérica, nos ha cedido sus ojos para comprender aquellos episodios. La voz de Bernal Díaz del Cas­tillo, autor de aquella magna Historia verdadera de la conquista de la Nueva Espa­ña, se revitaliza por obra del conocimiento histórico y la pericia literaria.

Es cierto que la aproximación al castellano de la época novelada no es del al­cance de la de un texto como Diario maldito de Nuño de Guzmán (Herminio Martí­nez), pero el personaje se encuentra poco a poco en el lenguaje. Por ello, fue un hecho afor­tunado que Jorge Galván adoptara el enfoque de una obra como Las me­morias de Adriano (Marguerite Yourcenar) para realizar su novela. Esa voz narra­tiva y el jue­go lingüístico tienen tal impacto que el lector, antes que conocer la historia, la per­cibe; antes que asumir un bando, comprende las circunstancias del conflicto pues, con base en imágenes y sensaciones, capta la idea de tragedia. De una tragedia ali­mentada por la violencia, la ignorancia, el prejuicio, la ambi­ción y la cobardía. En esta novela hay un cúmulo de impresiones y emociones con­tenidas en esa ar­qui­tectura trazada por la combinación de historia y ficción.

Son muchas las novelas históricas que han trascendido hasta convertirse en re­fe­rentes de las letras mexicanas. La sombra del caudillo (Martín Luis Guzmán), Los de abajo (Mariano Azuela), Noticias del imperio (Fernando del Paso), Gonzalo Gue­rre­ro (Eugenio Aguirre) y Los símbolos transparentes (Gonzalo Martré) son algunos ejem­plos. En todas ellas existe rigor documental y precisión literaria, lo que las hace literatura de perfil elevado. El hierro y la pólvora no pertenece a esta categoría, pe­ro, entre las obras sobre la historia de México, corresponde a ese grupo de obras bien acabadas que merecen ser recordadas.