Paul Medrano no es un novato en la narrativa: nos lo dicen los recursos de los que hace gala a la hora de escribir. Paul Medrano no es un novato en la novela… llamémosla de violencia (para no entrar en detalles ni polémicas sobre narconovelas o novelas negras, pues nuestro autor es reacio a las catalogaciones): nos lo dice su participación en el virtuality literario Caza de letras (una estupenda propuesta que apoyara alguna vez la Dirección de Literatura de la UNAM), siendo el tamaulipeco avecindado en Guerrero uno de los finalistas, con un trabajo más que interesante, y publicado meses después en forma de novela bajo el título Dos caminos (Ediciones Punto de partida, UNAM, 2009).
En aquella publicación de la década pasada, Medrano narra en tercera persona los avatares de Miguel Miranda, un mexicano como tantos otros que, oprimido por la miseria, es cooptado por el narcotráfico desde la infancia; calado primero con trabajos humildes y de poca monta, irá escalando peldaños hasta convertirse en la mano derecha del capo de algún cártel. En esta novela se nos dibuja una realidad brutal, feroz, cínica, con una extrema violencia que devora todo a su paso, incluida la humanidad —en más de un sentido del término— de sus protagonistas: la realidad que en ese entonces vivía nuestro país retratada con pulso preciso, con maestría y originalidad en la forma y con dureza y humor en el contenido.
No sin abatimiento debo decir que podría comenzar a hablar de Deudas de fuego —novela ganadora del Segundo Concurso Nacional de Novela Negra 2012 y de la que nos ocuparemos de ahora en adelante— en términos muy similares a los usados para describir su ópera prima: es la respuesta a la realidad que se vive en este momento en el territorio nacional: una violencia desmesurada e incontenible, acaso combatida por diversos frentes, pero siempre objeto de minimización, como el polvo que se intenta esconder debajo de la alfombra. Podríamos decir que en esta novela (como en muchos aspectos de nuestra cotidianidad nacional) nada, absolutamente nada, es lo que parece. Vayamos, pues, al texto.
Deudas de fuego nos cuenta las andadas de Pedro, el “Chicharrón” Valencia, un agente de la policía estatal (de una entidad federativa que podría ser cualquiera de nuestro país), narradas en primera persona. Nos cuenta las memorias que van desde su infancia hasta el terrible presente, todos y cada uno de los vaivenes por los que tuvo que pasar para llegar a la situación en que se encuentra. Aquí podríamos aventurar acaso un guiño con aquella curiosidad que pareciera sacada de la ficción: “Gana policía concurso nacional de cuento campirano”, decían algunos sitios noticiosos. Y es que no pareciera casual que nuestro protagonista fuera el narrador de los acontecimientos ya que, en más de una ocasión, señala que era un excelente lector, como cuando va a presentar su examen a la academia de policía: “Aunque en esa época estaba malcomido, era joven, garrudo y leía con destreza”, o cuando Homero, su protector y figura fraterna, lo inicia en las delicias de la letra impresa: “Desde ese día aprendí a leer de otro modo”, aunque también en sus ansias gramaticales preceptivas se adivina su anhelo de escribir, baste mencionar la cantidad de ocasiones que siente el impulso de corregir la dicción de su jefe. Podría antojársenos, pues, la novela como una especie de memorias de Valencia.
Y un protagonista de esta densidad personal no podría sino tener como pareja en la corporación policial a uno no menos dotado: Néstor, el “Oso”, Alamilla; un elemento sobre el que existía una leyenda: en alguna parte de su vida fue escritor de comedia. Incluso —se rumora en la novela—, el mismísimo Polo Polo (esa especie de gurú de los nuevos comediantes mexicanos) tuvo a bien plagiarle un par de chascarrillos.
Así las cosas, Valencia y Alamilla, lo más granado de su promoción, enfrentan una realidad atroz: son dos novatos idealistas y bienintencionados que pronto descubrirán que para hacer el bien es necesario corromperse, llenarse en ocasiones de sangre y mierda las manos, el corazón y el alma.
Desde las primeras líneas, la novela nos plantea la trama (y aquí recuerda un poco, en cierto sentido, a Crónica de una muerte anunciada): a Pedro Valencia se le encomienda una tarea delicada y canalla: asesinar a Néstor, su parna, su zanca; su mejor amigo, pues. La encomienda es asignada por su odiado y repulsivo jefe: Epitacio, “Tacho”, Zaragoza. Nuestro protagonista sabe que, de no atender el encargo, se echará a toda la corporación policiaca y a la mitad de la maña (es decir la mafia) sobre sí. Una institución que debiera ser por principio leal y honesta es un estanque de ratas y pirañas. Como decíamos, nada es lo que parece.
Su única alternativa, además de su compañero inseparable, es la protección del “Mai”, un mafioso de la vieja escuela que aún conserva ciertos códigos de honor. La ayuda, pues, viene de un aparente enemigo. Una vez más, la realidad nos engaña.
Entre estos dos polos se debate nuestro protagonista: dos polos que parecieran dos triángulos encontrados, como podremos constatar al avanzar en la novela: por un lado, “Tacho” Zaragoza (jefe de la policía: un bastardo, un hijo de puta); cuenta con dos esbirros (que parecieran su par de brazos despiadados) para iniciar una cruenta guerra en apariencia sin motivo: “Cachina” (de quien nos dice el narrador que “su nombre es un misterio”. Quizá de ahí su calidad de fantasma, de hombre sin rostro) cuyas características principales son una discreción que linda con la invisibilidad y una contundencia asesina; el otro brazo es Cástulo Mendoza, mejor conocido como Pico de Gallo (mote que obtuvo gracias a sobrevivir a un intento de asesinato: una bala le arrebató el rostro y la voz, trocándoselos en pico de ave y silente gorjeo), cuyas señas más temibles son la crueldad sanguinaria y el arrojo suicida (podríamos decir de él lo que se dice de los perros, pero a la inversa: es un gallo que no canta pero asesta el picotazo fatal; incluso sus cloqueos sibilantes nos harían pensar, de algún modo, en una analogía: su canto real y rencoroso es el cacareo de sus armas). Del otro lado está el “Mai” con sus negocios sucios pero con códigos de honor, cuyos brazos, en este sentido, estarían representados por el “Chicharrón” Valencia y el “Oso” Alamilla (de los cuales nos hemos ocupado párrafos arriba). Es curioso que, podríamos aventurar, el mal terrible que asola nuestro territorio nacional tiene las características de los matones de la novela: un rostro anónimo —que más bien sería ningún rostro/todos los rostros—, o un rostro grotesco, brutal, monstruoso; en este sentido, la crítica que Medrano aplica a través de su novela, de su ojo literario, casa como anillo al dedo.
Fuera de esos dos triángulos o triadas, las dualidades son las que dominan la novela. Eva, la bella mujer de la cual se enamoró Valencia, le trajo a la vez, por ejemplo, el gusto y el desastre; flor que dio un solo fruto amargo: el abandono.
Si bien la novela transcurre en la ciudad de Plomosas (nombre sonoro, terso, suave, algodonado), podría ocurrir en cualquier parte del país, puesto que dicha urbe tiene como característica principal el disimulo: “Si alguien que no conoce Plomosas ve una foto del zócalo, creerá que se trata de cualquier ciudad…”. No obstante, sus bondades son, otra vez, dos: la entrada y la salida. Asimismo, existe un par de lugares emblemáticos para la historia: una cafetería llamada Don Cafeto (lugar donde suele reunirse lo más selecto de la ciudad, sitio donde conoce el amor…) y Las Coronitas, una cantina de poca monta controlada por gente del “Mai”. En ambos sitios suele refugiarse nuestro protagonista, ora por alegrías, ora por desgracias.
De bien a bien se nos presenta confuso desde un principio el motivo por el cual el despreciable Zaragoza da la orden que detona todos los acontecimientos y la cruenta guerra (aunque ya se echa de ver su proceder desquiciado desde que ordena cosas como aprehender a hampones mediante los recursos de un solo policía), pero es justo por ese motivo que la novela nos atrapa, puesto que la intrincada construcción y ordenamiento de sus capítulos nos hace repensar, replantear y reintentar posibles líneas de resolución.
Resulta interesante la lógica interna de la novela: no transcurre de manera lineal ni cronológica, sino que avanza a su propio ritmo, por su propio cauce, llevándonos desde partes policiacos, cartas de amor tortuoso, narraciones estupendamente realistas, detalladas, de encontronazos entre los bandos involucrados (incluso, el lector fiel de Medrano encontrará sorprendentes similitudes entre algunos de los enfrentamientos que se desarrollan en Dos caminos y el que se lleva acabo en la novela que nos ocupa).
Ya cerca del final, cuando es posible hacer un recuento de los caídos, ocurren hechos reveladores (como el porqué de la orden desgraciada o el abandono de Eva) que desembocan en un final abrupto. Nos quedamos fríos, mirando cómo se detiene todo, con nosotros, los lectores, más que encarrerados. Como dije, pues, líneas arriba, Medrano no es un novato en la narrativa: lo demuestran los recursos de los cuales se sabe dueño. No es un novato, es un narrador en plena producción que, por este final abrupto, nos deja adivinar que nuestro protagonista ha de volver a las andadas.
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