Para J. M.
Un creciente rumor de letras corría escaleras abajo e inundaba de consonantes y vocales el suelo donde se apostaba la imperturbable geodésica amarilla. Surgía una detrás de otra, en una cascada que parecía no tener fin. La corriente gráfica llegó hasta los pies de los despreocupados transeúntes, quienes no cayeron en la cuenta de que legiones enteras de minúsculas íes, eses, as y jotas se disponían a asediar sus zapatos: ya estaban cargando las catapultas con pesadas consonantes plosivas y las tes revestían de acero su cabeza para hacer de arietes. No duró mucho el asalto, pues la catarata, en un enfurecido desfogue fónico, arrojó un caudal que salpicó paredes y empapó a los diversos peatones de erres, os, emes y es hasta los huesos. La tormenta pasó inopinadamente a ser un ciclón escrito: sibilantes huracanadas y truenos fricativos azotaban el paisaje. Escaparon al cielo las hojas y se postraron de raíces árboles, arrancados de cuajo, sin que ninguno de los caminantes intentara siquiera interrumpir su marcha y refugiarse. La vorágine de caracteres ya había formado un mar, que pronto se vio surcado por toda una flota, desesperada en el temporal, formada de navíos de todas las clases (esforzados trirremes romanos, un perfumado trasatlántico del siglo xx, emplumadas trajineras y algunas goletas con deshilachadas equis colgando del mástil), en los que se embarcaban los imperturbables paseantes, escurriendo sílabas enteras entre sonrisas y bromas. Nostálgicas, las letras rememoraron lenguas muertas y pasajes olvidados: allí Antonio y Cleopatra, en jeroglífica huida; allá Medea, zozobrando en incomprensibles declinaciones; más allá Simbad, armado de aljamiadas cimitarras; por aquí Cervantes, manco como una erre. Una multitud de escritores y amanuenses, copistas y filólogos, se mezcló con los aún ignorantes andariegos, y en un momento dado fue imposible diferenciarlos a unos de otros, vueltas las células en morfemas, seccionadas las voces en fonemas.
En lontananza, una alta figura masculina, temeraria sin duda, apareció de improviso y comenzó a aproximarse con premura hacia la costa. En tres pasos tocó Liverpool, Suez y Shanghái, y no se embarcó el hombre en ninguna nave, sino que se aproximó a las olas y caminó por encima de los ideogramas, salvando escollos de ásperas guturales. No tardó mucho en cruzar. Sabía a dónde se dirigía y no perdería tiempo resolviendo el interminable océano de crucigramas. Al fin, se aproximó a la fuente sustantiva de aquel vórtice manuscrito. Subió decidido los escalones con ágiles zancadas, formando vados al apenas plantar sus pies. Sus pasos hacían gritar desquiciadamente a cada letra, a cada rasgo. El hombre se detuvo. Aparté el libro de mi vista. Cruzamos las miradas. Cesó la borrasca. Naufragaron los barcos. Se evaporó el mar. Sonreí.
Sus ojos estaban pintados por diminutas letras verdes.
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