Una antología siempre es caprichosa. Plantea un mapa, desde una cierta perspectiva, de un universo muchísimo más vasto. Si se piensa en casos puntuales, seguramente las antologías más memorables para un lector resulten aquellas que, además de tener un peso propio, de funcionar como un libro en sí, nuevo y distinto, abren puertas a diversas lecturas. Ojalá esta pequeña selección de cuentos entusiasme a alguien y lo impulse a buscar alguna obra, algún nombre. Fue hecha con la felicidad de compartir lecturas, de descubrir a autores que yo desconocía, confirmar a otros, buscar. Y me alegra que se publique en una revista porque eso contribuye también a la idea de un trabajo abierto, inacabado, en proceso, que continúa los números anteriores (187, nada menos, en este caso) y se prolongará en las próximas Punto de partida.
Una antología siempre es caprichosa, entonces. Sin embargo, cuando se plantea sobre la narrativa de un país como Argentina, con una geografía tan vasta, con tantos escritores y, a la vez, con una mirada en la que siempre termina predominando la ciudad de Buenos Aires, la arbitrariedad se acentúa. Y vuelve a aumentar si representa a autores actuales, que están produciendo, y se pone un límite de edad (con el atractivo y las exigencias que implica un límite de este tipo).
No quiero que esto suene a queja ni a excusa: no es ninguna de las dos cosas, sino que está dirigido a explicar mi mirada. Intenté ser lo menos arbitrario que pude en la selección, me planteé incluir a autores de distintos lugares del país y de diversas edades, tratando de mantener cierta proporción entre varones y mujeres, entre quienes ya tienen un reconocimiento a nivel nacional o incluso internacional y quienes aún no son conocidos y, a la vez, quise mostrar distintas propuestas estéticas. Me pareció importante llegar a cierto equilibrio en cada uno de esos aspectos, aunque siempre lo central fue elegir buenos cuentos.
Tal vez parezca raro leer que tuve la intención de incluir a autores de distintos lugares del país siendo que, en definitiva, con el trabajo terminado, resulta que la mitad de los cuentistas nacieron en la ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, esa proporción está lejos de ser la común. Me animaría a decir que en la mayor parte de las antologías de cuento argentino el porcentaje supera el setenta y cinco por ciento. De hecho, cuando pensé quiénes eran a mi entender los escritores “indiscutibles”, que no podían dejar de estar en una selección así, ése era el porcentaje: tres nacidos en la ciudad de Buenos Aires (Samanta Schweblin, Mariana Enriquez, Andrés Neuman) y uno nacido en Córdoba, la segunda provincia más poblada del país (Federico Falco).
Ahora bien, si dije antes que una antología puede entenderse como un mapa de un territorio muchísimo más vasto, sería interesante hablar de ese territorio, plantear un panorama de la literatura argentina actual y, en particular, del cuento.
Por una serie de motivos, algunos claros, otros más misteriosos, la literatura argentina ha vuelto a expandirse a nivel internacional en los últimos años, ganando un lugar destacado en eventos literarios del extranjero (el país fue invitado de honor en la Feria de Frankfurt de 2010 y, durante 2014, en el Salón del Libro de París, la Semana Negra de Gijón y, ahora, la Feria de Guadalajara), con libros publicados en diversos países de lengua castellana y traducciones a otros idiomas, en muchos casos, de escritores nacidos después de 1970.
Luego de la famosa crisis que atravesó el país, que tuvo su punto máximo en 2001 y 2002, han surgido editoriales chicas y medianas que se establecieron muy rápido, al mismo tiempo que aumentaron (casi podría decirse que surgieron) los ciclos de lectura de cuentos y se expandió cierto espíritu colaborativo, grupal, para lanzar revistas, formar editoriales o —cosa que antes era usual en la poesía, pero no tanto en la narrativa— intercambiar ejemplares de libros de baja tirada.
Para mencionar casos concretos, en 2004 surgieron editoriales como Entropía o El Cuenco de Plata, y un año antes había lanzado sus primeros títulos Interzona. En marzo de 2005 comenzaba el ciclo de lecturas del Grupo Alejandría, que aún se mantiene, y aparecía la revista Mil mamuts, que dirigí con Alejandro Larre para publicar cuentos de autores latinoamericanos vivos, con preponderancia de argentinos; ese mismo año, en Buenos Aires, abrieron las librerías La Internacional Argentina, que empezó a publicar bajo el sello Mansalva poco después, y Eterna Cadencia, que también funcionaría —desde 2008— como editorial. En agosto apareció la antología La joven guardia, que reúne, con selección de Maximiliano Tomas, a cuentistas que entonces tenían hasta treinta y cinco años de edad. El libro, publicado por Norma, tuvo un eco llamativo e inició una seguidilla de compilaciones de cuentos argentinos escritos por jóvenes: Una terraza propia, Hojas de tamarisco, Buenos Aires/escala 1:1, la colección Reservoir Books…
Estos ejemplos, sólo unos pocos de una lista muy amplia, están centrados en la ciudad de Buenos Aires, pero podría hacerse un mínimo repaso de propuestas similares en muchísimas provincias. Desde Jujuy (la revista Intravenosa o la editorial Perro Pila, por citar dos casos) hasta la Patagonia (la revista El camarote, que salió entre 2002 y 2010), han existido en los últimos años innumerables proyectos vinculados a la literatura, que no consiguen, salvo casos excepcionales, resonancia a nivel nacional y quedan por esto un poco aislados, con “apenas” circulación local.
Entre los proyectos que alcanzan una resonancia más amplia vale destacar la situación en la provincia de Córdoba, en el centro del país. Ahí han surgido narradores que, con menos de cuarenta años, ocupan ya un espacio de reconocimiento en la narrativa argentina y, en particular, en el cuento (Falco, Luciano Lamberti, Carlos Godoy); hay también una cantidad importante de editoriales independientes (Alción, Nudista, Caballo Negro, Raíz de Dos, Llanto de Mudo) y se han producido en el último tiempo varias antologías con cuentos de autores de la provincia: Es lo que hay, 10 bajistas o Autopista, que incluye a nueve autores de Córdoba y nueve de Rosario. Justamente en Rosario, la tercera ciudad más poblada de Argentina, también aparecieron varias antologías, como la muy interesante Rosario: Ficciones para una nueva narrativa, compilada por Carolina Rolle, o Nada que ver.
Para ilustrar las movidas literarias que muchas veces funcionan en las provincias sin ser conocidas en Buenos Aires ni conseguir alcance nacional, tal vez sirva pensar que en el año 2005, en la capital de la provincia de Jujuy (al noroeste del país), uno podía ir a una librería, preguntar por la literatura del lugar y que le señalaran una biblioteca completa, con seis o siete estantes cargados de libros, desde una edición facsimilar de la revista Tarja hasta libros autoeditados por escritores de menos de treinta años.
Esta enumeración de propuestas diversas pretende exhibir la cantidad de proyectos vinculados al cuento que surgieron tras la crisis que estalló en 2001, pero quisiera hacer una aclaración: resultaría imprudente llevar al extremo esta mirada que valora lo ocurrido durante los últimos años y, entonces, por comparación, creer que en la década de los noventa la escena de la narrativa argentina —en particular, del cuento— era un páramo y que ahora es un vergel. En los noventa publicaron sus primeros libros de cuentos muchos autores significativos (Eduardo Berti, Carlos Chernov, Martín Rejtman, Esther Cross, Sergio Olguín, Juan Forn, Patricia Suárez, Rodrigo Fresán, por ejemplo), hubo revistas literarias interesantes (algunas, de circulación restringida, tal vez, pero no más que lo habitual; tampoco puede soslayarse que la revista Puro cuento salió hasta 1992), surgieron editoriales (Adriana Hidalgo, Beatriz Viterbo, Simurg) que parecen haber marcado en gran medida a los sellos que aparecerían después y, desde 1990 hasta 1996, funcionó la interesantísima colección Biblioteca del Sur, a cargo de Juan Forn en Editorial Planeta; de hecho, en esa década, en 1997, Argentina fue por primera vez el país invitado de honor en la Feria de Guadalajara.
Más allá de esta digresión, para marcar que propuestas como las mencionadas más arriba siguen surgiendo en forma constante, basta mencionar a cuatro editoriales que sacaron sus primeros títulos este año: Metalúcida, Notanpüan, Páprika y Momofuku. Puede parecer llamativo que, mientras los grupos editores multinacionales se absorben unos a otros o se fusionan, aparezcan con semejante frecuencia propuestas de sellos chicos, a la vez que muchas empresas medianas se hacen más fuertes (ese escenario quizá no sólo se dé en Argentina, tal vez sea algo generalizado).
No obstante, desde luego, la industria editorial argentina hoy está muy lejos de lo que significaba en los años sesenta o setenta, cuando, con una oferta de títulos seguramente menor, las tiradas de los libros de narrativa argentina eran, en general, bastante más generosas.
Dije ya que la literatura argentina vive una expansión internacional en los últimos años y, en este sentido, quisiera señalar un hecho muy concreto y elocuente: cuando en 2010 Granta eligió a los veintidós “mejores narradores jóvenes en español”, ocho eran argentinos; o sea, ¡más de una tercera parte! Con mayor equilibrio en la selección por países, tanto Bogotá 39 (en 2007) como el proyecto de los veinticinco secretos mejor guardados de América Latina (organizado por la Feria de Guadalajara en 2011) contaron con tres autores argentinos. Salvo Andrés Neuman, que participó en Bogotá 39 y en la selección de Granta, no hay nombres que se repitan.
Los autores actuales parecen cada vez más aligerados de la herencia de Borges, que por momentos pareció incomodar a generaciones anteriores (se cuenta que Witold Gombrowicz, al irse de Argentina, exclamó “¡maten a Borges!”, anécdota muchas veces desmentida, pero que marca el peso del escritor). Se observan ahora, más bien, otras influencias en algunos escritores argentinos. Sobre todo, la de Juan José Saer, por un lado, y la de una línea identificada con César Aira, por otro. Los dos tienen una escritura muy reconocible, tanto que permite el habitual uso de los adjetivos “saeriano” y, en menor medida, “airiano”. Sin lugar a dudas, otros escritores influyen, pero esa influencia acaso resulte menos evidente en los textos, más sutil, o bien opere a otros niveles. Por ejemplo, muchos jóvenes se identifican con Abelardo Castillo y se muestran orgullosos de formarse en el taller literario que él coordina, de donde han surgido grupos que arman revistas u otros proyectos. Asimismo, cada vez resulta más común que se manifieste admiración por el estilo medido, casi parco, al mismo tiempo que poético y afectuoso, de Hebe Uhart. También cabe mencionar los talleres literarios de Guillermo Saccomanno, de Forn, de Liliana Heker o de Alberto Laiseca (Valeria Tentoni le agradece en su libro El sistema del silencio llamándolo “mi maestro”) como espacios en los cuales se forman autores y que actúan, de algún modo, como lugares de pertenencia. Por otro lado, se ven influencias más “universales” en los cuentos; sobre todo, Raymond Carver.
Sin embargo, las influencias y los resultados son heterogéneos. Así, por ejemplo, en una autora como Mariana Enriquez —dedicada no sólo al cuento, sino también a la novela, la crónica, el periodismo—, las principales influencias parecen provenir de otros ámbitos, de textos de terror o de vampiros, de autores góticos o románticos, de la literatura del sur de Estados Unidos; sin ocultar en lo más mínimo esas influencias, Enriquez se las apropia para traerlas a paisajes y épocas muchas veces reconocibles para los argentinos y vinculados con la historia política de las últimas décadas (en particular, la última dictadura) desde una perspectiva que resulta novedosa. Esto salta a la vista en el cuento “La Hostería”. Por su parte, se puede decir que “Encomio para el Coya Ortega”, del jujeño Maximiliano Chedrese, abreva en una tradición del cuento argentino identificable con generaciones anteriores, no sólo por la temática (el boxeador caído en desgracia es un tópico que han trabajado muchísimos autores, entre los que sobresale Cortázar con el cuento “Torito”), sino también por el estilo.
Sería interesante destacar, como cierre, que hay autores argentinos jóvenes no sólo capaces de escribir buenos cuentos, sino también de plantear reflexiones sobre este género. El caso más singular seguramente sea el de Andrés Neuman, que sumó en cada uno de sus libros de cuentos un texto teórico y publicó el primero con apenas veintitrés años. En tanto, Federico Falco dio, unos meses atrás, una apreciación sugerente que parece muy adecuada para su poética: “Trato, cada vez que me siento a escribir, de volver a preguntarme qué es un cuento. La respuesta está en la exploración de los bordes. ¿Hasta dónde se pueden tensar los límites y que el resultado siga siendo un cuento? Un buen cuento es algo que corre el riesgo, todo el tiempo, de dejar de serlo.”
La idea al plantear el recorrido de este prólogo, que también resulta caprichoso y discutible, era contextualizar un poco, dar una mirada sobre el amplio universo en el cual se inserta esta pequeña selección, siempre con el objetivo de que sirva para abrir diversas lecturas.
Desde luego, una antología no se hace sin tomar en cuenta el trabajo de otros y las recomendaciones, detenerse a escuchar, pedir sugerencias, conversar. Más allá de la utilidad de diversos proyectos que difunden a autores argentinos actuales (la Exposición de la Actual Literatura Rioplatense o el Premio Digital Itaú que organiza el Grupo Alejandría, por nombrar apenas dos entre decenas), tengo que agradecer especialmente la ayuda y las recomendaciones de Daniel Gigena, Fabián Sevilla, Soledad Castresana, Raúl Orlando Artola, Reynaldo Castro, Alejandro Larre, Marcelo López.
Agradezco también al ilustrador Santiago Caruso, a Ivana Romero, a Carmina Estrada y, obviamente, a todos los autores, que en más de un caso aportaron sugerencias. Ha sido un placer trabajar con ellos.
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