DOCE POETAS (1985-1991)/No. 189


 

Adelaida Caballero



Monterrey, Nuevo León, 1986

 

 


Equatoguinea

Destructora
lengua oleaginosa,
                            vulva caracol
                                  de tierra,
ella sueña con abrirles
la estación
a los ciclones
que fecundarán
suelo volcánico o no y pared de palo,
                                cesta llena,
pozas fértiles de fósiles que anuncien
colmillos desbocados:
el beso occidental de un hombre blanco
la panza llena de hambre negra.



Comebackee

Le abrieron la caja,
los paredones,
el reino del traje y sus poderes mágicos
                   —a él lo parió el ecuador,
de niño aprendió a despegarse
la calle de los zapatos
y de hombre a trabajar entre sirenas,
               a escribir memorias fósiles off-shore,
a excavar el lodazal domesticado
por la arqueología del miedo
en busca de la patria del yo que nadie es.

Sal del ministerio, comebackee.
    Invítale una fanta a cada una de tus máscaras;
    que no te parta el cuello el congosá.
    No digas que es por Gatsby porque lloras por ti.


Él se entiende con su dios a medias
y jamás lo llama por su nombre,
duerme con el sueño en otra parte,
se lo comen los paisajes,
                       los poemas roedores
le encomiendan ciudades tifoideas
pero no le alcanza el universo,
ir de rags to riches,
su infancia nutrida de libros,
de caridad internacional enlatada,
las geografías del colonizador
que le enseñó a peinarle el pelo a los futuros.
                         No. Él viaja en traje versal,
es terciopelo y alambre de púas,
vino y vinagre para mojar el pan
que su dios les quita a unos
para engordar a otros cada día.

El tiempo es catapulta apuntando
a los cuerpos de los niños que no crecen.
La victimología del anófeles,
varillas deprimidas, grandes coches,
un martillo de perpetuo tac tac tac,
porque ay, tú va a mirá bien,
las gentes son bien, antes no hay nada,

le llaman y al voltear desaparecen,
van a recostarse entre bananos
cuya sombra desconoce el Horizonte
en que él trabaja hasta morir para que viva
la eléctrica promesa
de la luz que no se irá.



Dios harapiento


Debajo de las palmeras, junto al río, me senté llorando.
De todo el ancho del mundo no hubo nadie que me preguntase
por qué lloraba y así seguí, desbordando las copas de los nenúfares
con lágrimas frías como mis temores.


John Keats

 


Que me había encontrado tres veces, dijo una vez, y yo que la tercera es la vencida. Callaba. A esos como él se les venía el mundo al tiempo y no al revés porque unas cosas lo asustaban más que otras. La baraja española era sólo un ejemplo de cómo al volcarse los ojos leía apocalipsis por doquier como piscinas en las que todo acabaría por ahogarse. Eso y los quistes del amor guineano, aunque al comulgarlo no supiera ni su nombre.

Llamar cada letra a su sitio, labor enredadera y estructura luna araña tejedora y circuncisas las paredes. Así se comienzan las guerras: lenguas que no dicen pero tocan otras lenguas en común que sí se dicen las retóricas del beso.

¿Cómo no llenarte
la boca de adjetivos,
cómo desprenderme
de tu tacto más violento,
de tu tierra en destierro,
del violeta verdinegro en mi ciudad más amarilla,
                                 mi trópico de cáncer de armazón hereditaria,
                                 mi estera que te espera en la deshora,
                                                                en la desdicha,
                                                                en el insomnio mineral
que me inaugura tu miedosa convicción devoraestrellas?

Pero no era cierto. Me había confundido con sus huesos destinados, esos de cuyo destino se encargarán ellos mismos, que no él, porque no era él aquí sino un clavo torcido, herramienta soluble al servicio del dios harapiento de las voluntades.

Primero no dijo nada. Luego que sí. Luego que no. Luego que sí, que a las once. Aquí faltaba un cuarto —de hora y uno oscuro donde camuflarse como gatos que uno ve porque los oye y no porque les hable su sombra a las paredes. Había pasado la tarde enredado secretamente en mis pestañas. Entonces dijo que sí. Luego que no. Luego que sí, que a las once pero se llegaron y luego otra media y yo sola en la plaza de Ewaiso entre borrachos pretendiendo escribir alguna nota como ésta hasta que vino el bocadillero y que si a los mosquitos les gustaba más mi color que el de los negros.



Desde lo arriba

Para entender lo criminal de esta praxis hace falta una escala que no se limite a mirarle la densidad al ojo sino que tenga en cuenta el rastro cuasi invisible de los tactos, el locus del loco que nos traiciona en la cama donde el yo del tú se abre e implota, su mundo googleano anaeróbico in situ, panspermia cronófaga en insomnio permanente.

Eso y el trayecto que lo llevó de «no» a esto.

Entonces tictac calle abajo. Un-dos un-dos un-dos. Tenía la sensación de que algo o alguien se tragaba lo que a él se le escurría, de que se escurriría él también, y de que a él también iba a tragárselo la boca de la noche que reunió a contrasilencio los espíritus de todas las mentiras que había dicho desde el génesis precámbrico hasta esto, las que lo trasladaron como en canapé hasta esto, hasta esta cornucopia desdentada en la que enamorarse mata más que el paludismo.

Mi modus operandi antropológico aún intenta divorciarse de su piel positivista. Ajá.

Bajo una corona de espinas tejida a la medida de su posmodernidad, él ve latir al reptil que dio a luz a su padre, al padre del padre de su padre y así a la N y no digo madre porque no hablamos de humanidad caída a menos, venida al pozo en que se coce el zacahuil o echada al ras de los petates o escondida entre los labios vaginales de una niña ekoi al ras cortada al ras desde lo arriba —porque llamar a la no-voz “silencio” es una cosa y reventarle caracol martillo y tímpano a propósito y a secas a las voces que aún no saben qué es sonar es otra cosa, y es así porque al nacer parimos un cajón de sinfonías, hojas y más hojas escritas y reescritas con puntos como orígenes y llaves caracolas.

Érase que una vez roto su cartílago clitóreo la niña ekoi no escucha sino partos, el advenimiento de otros sacos y ataúdes polifónicos, cada vez que el universo se le congrega en lo abajo.


 

 

 

Adelaida Caballero. Escribe desde los seis años. Antropóloga y psicóloga social por la Universidad de Uppsala (Suecia) y Visiting Graduate Researcher en el departamento de Antropología de la Universidad de California Los Angeles (UCLA), ciudad en la que radica actualmente. Ha publicado Cuervos en mi ventana (UANL, 2000), Cuando los demonios cantan (Eden, 2007, prologado por José Kozer), Mecánica del fuego (X Premio Gloria Fuertes de Poesía Joven 2009, Ediciones Torremozas, 2009) y Horcas invisibles (2.0.1.3. Ediciones. 2013). En 2014 la Agencia Sueca para el Desarrollo y la Cooperación Internacional (ASDI) la hace acreedora de una Minor Field Studies Grant para realizar trabajo de campo en Guinea Ecuatorial, país donde trabaja con otros escritores y artistas locales.