Tus trenzas largas brillaban
azabache,
portabas una sonrisa
de diez años.
Caminabas al borde del peñasco
ondulando tus faldas
blancas,
y tu sombrero amarillo
lo volaba el viento.
No me dirigiste la palabra.
En ese entonces no nos conocimos.
En ese entonces no sabías
que vivirías lejos
del Puerto;
o que cuatro niños
se alimentarían de tus pechos.
Pechos blandos de una mujer
maciza, fuerte,
que perdiendo
un hombre (o dos)
se hizo de un hogar
y un jardín en la
azotea.
María, te apareciste en mis sueños.
Volvías del río con el cabello mojado
y sonreías a los diez años
con un ramillete de
flores blancas,
como tú.
Ya no te encuentro, María.
Busco tu imagen fugaz
en mis rincones empolvados
de memoria
vacía.
María, mi cabello huele a crematorio.
Humo dulce se entreteje
en mi ropa negra
y huele a lo que
fuiste.
Y huele a lo que somos todos.
Al borde
Una mujer afila
el encaje del
vestido.
Lo lleva a las caderas y
sus senos se desnudan
con el brillo
del deseo.
Una mujer afila
su sonrisa
y le brillan los dientes
como el sudor
resbalando en sus rodillas.
El ombligo se lo tuerce con
los dedos
y abre los ojos
para abrirme el cuerpo.
Yo ante mí
Me descubro en
la oscuridad de la noche
inmensa, un océano
poblado de luces
y recuerdos
imbricados en mi
piel de escama,
en mi piel-jaula.
Me desnudo una por una.
Caen mis láminas,
memorias cartílago.
Me descubro ante la noche
sintiéndome
como pez fuera del agua.
Diana Galván Escobar. Cursó estudios de bachillerato en la Escuela Moderna Americana. Empezó a escribir cuentos a los ocho años e incursionó en la poesía durante la adolescencia.