Mando Pereda quiere despertar
La tarde del despido Mando Pereda llega a la piscina adormilado y más tarde de lo habitual. Se siente como pocas veces lo ha hecho, incómodo, por unos segundos piensa en volver sobre sus pasos, desandar el camino y abandonar el estrecho vestuario donde no conoce a ninguno de los nadadores que en ese momento se quitan la ropa a su lado. Sin embargo, lamentando haber salido de casa, coloca su bolsa junto a la de un anciano chepudo y maldice la siesta que ha perturbado su —hasta hoy siempre tranquila y relajada— hora diaria de natación.
Mando Pereda nunca duerme siesta, sabe con seguridad que después no logra conciliar el sueño por la noche. Pero hoy el director del colegio lo ha hecho llamar a su despacho, a continuación le ha recitado una por una todas las faltas que ha cometido estos últimos años y, por último y sin dar pie a respuesta alguna, lo ha despedido deseándole mucha suerte. Por ello, Mando se ha quedado en el sofá después de comer, quieto y sin capacidad de reacción. Ha acabado por dormirse con la cabeza apoyada en el pecho y no sólo eso, también ha tenido un sueño, y aún más, lo recuerda con insistencia de camino a la piscina. Se veía una carretera de tierra de un único sentido, aunque más bien se trataba de una carretera de tierra con espacio para un solo coche. Dos automóviles transitaban en sentido contrario. Los coches, que han resultado ambos ser fúnebres, acababan por chocar. Entonces Mando ha erguido el cuello e inmediatamente su mirada se ha dirigido hacia el reloj encima del televisor, comprobando angustiado su retraso. Ha preparado con inusual rapidez la bolsa de deporte haciendo memoria de las cosas que no puede olvidar: la toalla, el bañador, las gafas, las chanclas. De camino a la piscina no deja de pensar en los dos coches fúnebres chocando. La muerte dentro de la muerte, piensa Mando Pereda, la muerte encerrada en cajas chinas.
Al llegar no conoce a nadie, ni siquiera al portero de la entrada, que a esas horas ya no es Félix, el alegre portero a punto de jubilarse que nunca le pide que muestre su tarjeta de socio ni le recuerda la obligación de utilizar gorro de baño que, ay, se le ha olvidado con las prisas. Por esta vez, pase, pero que no se vuelva a repetir, le dice un socorrista más joven y musculoso que su amigo Félix. Se ducha sin atreverse a mirar al joven que lo ha reprendido y desciende las escalerillas, se pone las gafas y comienza a nadar. Mando siempre cuenta los largos que hace, calcula los metros de cada uno y multiplica para conocer la distancia recorrida. Pero hoy, en lugar de eso, se fija en los demás nadadores. Debe ir al ritmo del anciano chepudo que tiene delante. Desiste de calcular los kilómetros, se dice que por lo menos ha cumplido y que por hoy no será que va a perder la forma. A la hora que suele venir cada día conversa con gente de mediana edad y se relaja del trato durante toda la mañana con los niños del colegio en el que Mando ha impartido hasta hoy clases de lengua y literatura. Pero no quiere pensar en ello, ha decidido que lo ocurrido no va a alterar su milimétrico ritmo de vida. Antes de salir del agua mira a su alrededor y le parece ver a su madre. Pero no es posible, su madre odiaba el agua, nunca la vio ducharse, y sobre todo, su madre hace dos años que está muerta.
De vuelta a casa, la misma sensación de la piscina. No conoce a nadie. Los comercios están ya cerrados y no pasa por la tienda de Olga, donde compra todas las tardes un refresco después de nadar.
El escenario de cada día se le muestra distinto, todas las caras son nuevas, ni siquiera él es el mismo de otros días a la misma hora. Intenta adivinar qué diría su madre. Está seguro de que lo pondría de vuelta y media, recordándole que la estupidez de los Pereda, esa de la que él no puede ni podrá deshacerse nunca, se lleva en la sangre.
Él, por su parte, prefiere hablar de mala suerte. Acaba de cruzarse con un conocido, recibe alegre su saludo sin advertir un cambio de actitud hacia él, lo cual, indudablemente, le satisface sobremanera. Mando no se engaña a sí mismo: jamás se planteó ejercer la docencia. Fue la única salida tras quebrar la editorial de la revista literaria donde trabajó desde que finalizara sus estudios universitarios. Precisamente fue su madre quien le puso en contacto con el director del colegio, un hombre con la facultad de la omnipresencia —como todos los directores de colegio, aparecía tras un árbol, una puerta o un coche en movimiento— y que en varias ocasiones le recriminó su falta de autoridad. Mando prefiere pensar que ese hombre es más listo de lo que parece, es un completo borgiano que ha leído con detenimiento El arte de injuriar y lo ha despedido a él, un hombre llamado Mando, por su escasa aptitud para hacerse obedecer. Visto así, el despido adquiere a ojos de Mando nuevos tintes dignamente literarios.
Cuando abre el portal de su edificio lo asalta un penetrante aroma a violetas. También escucha cerrarse una puerta en el primer piso, su piso. Mando se pone en lo peor, después del día que llevo, piensa, ya sólo falta que desvalijen mi casa. Un ladrido lo sitúa tras la pista adecuada: la puerta que acaba de atrancarse es la de su vecino, ese inquietante personaje que saca a pasear a su perro con sombrero rojo y un pañuelo perfumado en el cuello. El perro es de los que caminan a dos patitas si se les demanda tal alarde.
Al girar la llave mira a su espalda, hacia la puerta de su vecino, adivinando un ojo que parpadea tras la mirilla. También, pero esto es más dudoso y abierto a interpretaciones, oye un chasquido semejante al de unos labios tirando un beso.
Para cenar decide calentarse la comida que Graciela, su asistenta, dejó preparada ayer y que al final no probó esta tarde, quedándose dormido, coches fúnebres que chocan, con apenas un plátano en su estómago.
Cuando termina de cenar se sienta a leer uno de los libros que acumula en su biblioteca para hacer más breve la noche. En más de una ocasión alguno de sus alumnos le había preguntado por el número exacto de libros que había sido capaz de leer hasta el momento. ¿Quinientos, mil, más?, preguntaban. Por ahí, sonreía Mando mientras escuchaba a los chicos utilizar los adjetivos pistonudo, bárbaro o colosal, adjetivos que habían aprendido de su profesor. ¿Y no ve usted la tele? No, no tengo tele. Golpes de puños sobre los pupitres de los jóvenes.
Lo cierto es que Mando no ha tenido aparato de televisión hasta hace un par de meses, cuando al salir por la mañana hacia el colegio se encontró sobre el felpudo de su puerta una enorme caja de cartón con uno dentro. Todo parece indicar que fue el vecino del sombrero y el pañuelo; el día anterior vino a pedirle sal, entró sin permiso en su casa, se coló en el salón y le preguntó si estaba viendo la película. No, no tengo tele. Pues venga a mi casa, le propuso su admirador. Gracias, tengo cosas que hacer. Tome, su sal. ¿Cómo puedo hacer para agradecérselo?, le dijo su vecino. Ande, ande, y cerró la puerta.
Así consiguió Mando Pereda un televisor.
Deja el libro y le aterra pensar que quien está llamando a su puerta es el del pañuelo. Acude muy lento, en puntas de pie y sin hacer ruido por si ha de fingir que no está. Se asusta al encontrarse frente a sí con un hombre de casi dos metros vestido de rojo que tiene cubierta la cabeza por un casco colosal desde cuyo interior se oyen con rumor de flauta las palabras: “Pizza Romántica”. Mando señala la puerta de enfrente, la misma por la que se adivinan unos ojillos lujuriosos.
Resuelve que el día ya ha dado demasiado de sí y comienza a apagar todas las luces del salón.
Lee un rato en la cama antes de quitar la luz fijándose en el reloj despertador que no ha tenido que programar para el día siguiente por primera vez en mucho tiempo. Pegada la mejilla contra la almohada, una mosca comienza a cimbrear alrededor de la oreja que ha quedado libre, lo cual le sirve para darse cuenta de que la ventana de su dormitorio está medio abierta; el animal ha acudido al círculo de luz de la mesilla de noche atraído como cualquier niño a una demostración de fuegos artificiales. La mosca, tiempo después, permanece en la habitación, él se ha quitado y vuelto a colocar varias veces las sábanas, es lo más parecido que recuerda a una pescadilla dando sus últimos coletazos. La razón la conoce el propio Mando, también se lamenta por ello, no tiene el suficiente sueño como para dejar de pensar en las caras de los que hasta hoy han sido sus alumnos. No puede sacarse de la cabeza el despacho con motivos militares del director, a éste hablándole en una voz irritantemente baja durante quince minutos, el anciano chepudo de la piscina que nunca antes había visto. La mosca parece chocar una y otra vez contra la puerta cuando, en la madrugada, decide seguirla y exiliarse por una noche en el salón. Lee durante unos minutos en los que la inquietud respecto a su situación impide que se concentre. Preocupado por cómo deberá afrontar los próximos días sin trabajo, con las horas de sueño cambiadas, deja el libro y enciende la televisión saltando de un canal a otro en esa hora que es la favorita de los suicidas. Al cabo de unos minutos cambiando de canal se topa con una pantalla que se divide en dos a cuya izquierda una señorita de grandes pechos se despoja tumbada en un sofá de escai de toda su ropa. La otra mitad la ocupa un maromo que se masturba frente a la cámara; ambos parecen aficionados, queda claro que no son actores. Mando corre inmediatamente hacia la puerta y comprueba que fue cerrada con llave, doble vuelta, y se asoma por la mirilla. Apaga las luces, con el televisor encendido se ilumina toda la estancia en la que no puede evitar sentirse observado. Quiere pensar que no es verdad, que es su imaginación jugándole una mala pasada, que el tipo que se masturba frente a la cámara cubierto por una máscara de carnaval no es su vecino. Sube el volumen del aparato por si es capaz de reconocer su voz pero quien habla no es él, es una chica recibiendo llamadas en una centralita, riguroso directo, lo cual le confirma que podría tratarse perfectamente de su vecino, quien, conectado con una pequeña cámara, aparece en todos los canales locales del país durante las horas de madrugada. Me ha regalado el televisor para que yo lo vea, es un enfermo de mierda, piensa repugnado mientras acerca cada vez más su sillón a la tele.
Las personas que llaman muestran sus preferencias y opinan sobre lo que más les apetece, en este momento han de elegir entre continuar con los aficionados o pedir una película pornográfica de las de toda la vida. No hay lugar a dudas: quieren que se vuelva a pasar una película que, supone Mando, han debido de pasar antes pero ahora la quieren con sonido, no quieren verse privados de diálogos ni jadeos de burra. Éste es el lugar donde se cumplen todas tus fantasías, vuelve a repetir la chica, y tus pesadillas, piensa Mando en el instante que desaparecen el hombre (¿su vecino?) y la chica, bailando mientras se desnudan, y ahora comprende el significado de los contoneos de sus alumnos reunidos en clandestinos grupos de cinco o seis en el recreo del colegio.
Eleva aún más si cabe el volumen y descubre con ojos infantiles —al final va a resultar que su anodina infancia fue la época más feliz de su vida— que aquella ciudad en cuyos escenarios fue rodada la película porno es —si no se equivocaban su madre y su abuela— donde su abuelo pasó sus últimos años y murió, no sin antes advertirle a su nieto en el momento de marcharse: “No caigas en la trampa. No te cases. El tiempo de convertir a las mujeres en princesas ya pasó.”
Unas palabras que quedaron grabadas en la mente de este niño que ha crecido en un cuento injusto y unas palabras que a su abuelo le valieron no volver a tener contacto con su nieto nunca más.
Nunca más.
Entre otras cosas, Mando Pereda imagina —como todo en la vida de aquel desconocido— una remota lápida cubierta por el moho y la hierba creciendo impúdicamente entre los intersticios del mármol.
Apaga el televisor con la sensación de haber despertado a un fantasma cuando los primeros rayos de luz aún no se filtran por las persianas de la ventana del salón que da a la calle. Graciela todavía no ha llegado. Se encierra en el baño, dispuesto a darse una ducha. Pronto será de día.
Para cuando llega Graciela el movimiento en la calle se filtra a través de las ventanas cerradas y Mando hace tiempo que ha desayunado y hecho la maleta. La llave de la asistenta, ante todo portera del inmueble, portera y asistenta bienintencionada, se gira en la cerradura. Es entonces cuando abandona el sofá en el que está esperándola desde hace media hora y corre a la cocina. Buenos días, escucha que pregunta Graciela. Pase, pase, se oye a Mando atropelladamente. Estoy aquí. Me he dormido, señora Graciela, ¿me ayudará a recoger esto? Agarra la improvisada bolsa de viaje colocada junto a la puerta y se disculpa por las prisas que lleva mientras la virtuosa asistenta vuelve a confirmar lo bien que le sentaría al señor Pereda una buena y trabajadora mujer a su lado. Me avisaron ayer del congreso, no me dio tiempo de avisarle, le iba a dejar ahora mismo una nota. Bueno, mejor, ¿no? La próxima semana no hace falta que venga. Mando recorre de un extremo a otro el pasillo. ¿Puede llamarme un taxi? Además de las faltas de ortografía, los lingüistas no toleran la impuntualidad. Y comienza a reírse haciendo je, je desde el baño, evitando pararse a pensar en lo estúpido de su comportamiento. ¿Ha llamado ya? ¿No? Da igual, cogeré el primero que encuentre.
Cuando cierra la puerta, Graciela no recuerda haber visto así nunca al señor Pereda y acierta desconcertada a pronunciar un torpe “cuídese”. A ¿qué?, a nada, se dice la asistenta, ¿y qué hay que recoger en la cocina?
En el rellano Mando Pereda no encuentra la tranquilidad. Su vecino regresa del paseo matinal con el perrito levantado en sus dos patas traseras mientras le dice hop, hop. Lleva su sombrero rojo y esta vez, debido al frío de la mañana, una bufanda al cuello que ha perfumado a conciencia, impregnando todo el inmueble un penetrante olor a violetas que da miedo pisarlas. Adiós, señor Armando, le dice el vecino de quien no conoce ni su nombre. Ha sido una noche larga, ¿verdad?
Hop, hop.
Al salir a la calle no puede quitarse estas palabras de la cabeza. ¿Muestra su rostro las señales de la vigilia, el aspecto de alguien que no ha dormido en toda la noche? ¿Se trata del volumen del televisor? Recuerda haberlo elevado incontroladamente, hipnotizado como estaba por el hecho de ver a su propio vecino desnudo y excitado hasta la baba. ¿Es su televisor una forma de tenerlo controlado las veinticuatro horas del día? ¿Se masturba a su costa? No resulta difícil imaginárselo.
La calle se ofrece extranjera a los ojos de Mando. Tratándose de una hora poco habitual, el público con el que se cruza es diferente al que estaba acostumbrado a ver todos los días de camino al colegio. En una ciudad que ya no conoce, convencido de que no tiene nada que perder, toma un rumbo completamente distinto. Es cierto que las mujeres ya no quieren ser princesas, mi abuelo era un hombre sabio, y éste es cuento que no tiene ni pies ni cabeza, piensa él, con toda seguridad, último exponente de la dinastía de los Pereda. Cuando va a cruzar la calle el semáforo se pone en rojo para los peatones. Entonces, el ocasional visitante de tumbas Mando Pereda se detiene a contemplar el aspecto de sus zapatos y hace recuento de lo que lleva en la maleta, no sin antes desear con todas sus fuerzas que esos dos coches fúnebres que cree haber visto circular cada uno por su carril choquen, revienten el uno contra el otro. Quiere saber qué va a ocurrir esta vez en las cajas chinas.
Y que invada la calle un terrible olor a gasolina que despierte a todos de este letargo insoportable.
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