Ecocardio
La prueba de esfuerzo me la iban a hacer a las nueve y cincuenta y siete de la mañana; me consta que en el papelucho que me endosan no quedan impresos los segundos de la cita más por falta de necesidad que por presencia de decoro: el intervalo de cinco minutos que me dan de margen se materializa en hora y tres cuartos de espera lectora primero, dialogante con la de al lado luego, dióxidamente bostezante al fin. “Belarmina Hermosilla, Belarmina Hermosilla”. Yo. Ridículamente yo. Al fin. La enfermera me mira con expresión de chicle de menta y me pide el papelillo impreso, o los papelillos, o lo que sea. Se lo doy todo, incluida la capa de pañuelo de celulosa donde he escrito un esbozo poético sobre los pasillos hospitalarios jalonados de enfermos a la manera de hitos en senda o cagarrutas en retaguardias pastoriles. Se lo lleva todo. Yo camino autómata tras sus pasos enfermeriles blancos de agujeritos y suela en cuña. Ella me dice con un gesto pre-lingüístico manual-costal que no, que me quede quieta un momento en la ausencia cárnica del corredor aséptico, con el espartano no-estar del límpido habitáculo oblongo, y penetra el muro por la puerta que abre el aposento galénico bautizado “Cardiología 6. Prueba de Esfuerzo”. Aguardo lo más estúpidamente posible ante aquel meollo racional, dentellada cívica, esto es, sin pensar, carraspeando recatadamente, con parpadeo pre-cataléptico pero coherente aún. “Pasa, guapa.” Sigo aguardando distraída porque no lleva razón. “Pasa, pasa” —reitera. “¿Yo?” —retorizo. “Adelante, pasa.” Paso. Lo lógico: una camilla cerúlea, una mesa grisácea, un ordenador equis punto cero. Algo más ilógico también: una cinta anaeróbica (de esas que los gimnasios importantes alinean para que uno pueda correr en pelotón, otros en manada), unos parches adhesivos pendientes de un núcleo voltaico por cableado color amalgama de sanguíneos, azabaches y cianes que tuercen a celestes. Vuelco un rabo de ojo en la servo-galena, que con un fugaz aspaviento me dice que me siente. Me siento en una silla de oficina prematuramente horadada a causa de su madeintaiwán.
—¿Qué le ocurre?
Así espeta ella, doctora neotera, virgenzucha recién traída de Urgencias, sin salutación zaguanesca, alevosa, groseramente.
—Taquicardias… Orfidal… Ahogo.
—Quítese el jersey.
—Sudadera, se llama.
—Quítese eso.
Mi camiseta interna alberga vistosamente un par de tomates polillescos. Pero ni la que cura ni la que ayuda están atentas a mis jocosidades escatológicas. Me despeino con el voltaje que engendro porque me quito la tela de felpa con vertiginosidad que busca discreción absoluta. La enfermera a la doctora habla con comadreo inusitado pero veraz, tocable, entristecedor. Es mujer y sabe tener función multitarea, por eso no me quejo y me parchea pectoral, abdominal y perisinusalmente; luego, me toma la tensión con aparato de perita de caucho nato tras la Segunda Gran Guerra, compañero de promoción utilitaria de la escudilla metálica y la primera licuadora americonorteña.
—La Inmaculada en Turquía un acierto, nena. Salvo por el olor a moro en Estambul, claro está. ¿Y tú qué tal?
—Florencia, linda como siempre. El hotel, de lujo: racimos de uvas en el recibidor de la suite, qué digo racimos: vides, parras, viñedos. Delicioso todo. Miguel y yo encantados, hija.
—Levántate, cariño (esto me lo dice a mí). ¿Quién es Miguel?
—El último. Lo amo.
La doctora se sienta en una banqueta de asiento a metro y algo del pavimento y posa sus yemas sobre el teclado del ordenador aún con el regusto del último bisílabo en los labios.
—Me alegro. Cariño, súbete en la cinta, ¿quieres?
No me niego porque llevo desde la Nochebuena última aguardando consulta. Subo cableada, pectoralmente exenta de peplo y con corderismo a la cinta.
—¿Tienes fotos?
La doctora saca los ojos del monitor.
—¿Fotos? —pregunta desubicadamente.
—Del viaje. Cariño, ahora voy a activar la máquina. Irá subiendo la intensidad de manera progresiva, ¿de acuerdo?
Asiento con rutina. Juego profesionalmente al badmington: la anaerobia es pan de cada día a mi boca. O era. Los volantes plumosos no son balones de reglamento, por eso mi equipo no tiene seguro médico, ni médico a secas. Llevo casi un año sin jugar un partido.
—Claro que tengo. En el móvil. Lo llevo en el bolso. Te las enseño.
La doctora abandona su ubicación en la banqueta. La cinta avanza a velocidad moderada y yo la piso con las axilas plegadas porque el sudor no se expanda, con los labios de canto y las manos amarradas a la barra de agarre, con el tropical caudal de la calefacción allanando el terreno a las huestes germénicas porque en casa del herrero, cuchillo de palo. Me preocupa un poco que sobre los vaqueros pendan mis grasas novedosas que la falta de actividad deportiva ha hecho florecer en mi otrora cintura de avispa. Estúpida preocupación, porque la funcionaria pulsa botones de aparatito ajeno a la prueba médica y su enfermera vuelca su par de ojos de párpados coloreados sobre la pantallita de plasma cegando todo hueco para las miradas de soslayo.
—Florencia fue una locura. Mira, éste es Miguel y…
Nada. No me importan lo más mínimo los detalles copulativos. Así que dejo de escuchar naderías y bagatelas funcionarias que nada tienen que ver con mi estatus crematístico-social y que me fastidian en la medida en que se producen en individuos mentalmente tan inferiores y con cuánto descaro… Ahora sólo estoy yo con la máquina, que juega a incrementarme poco a poco sus velocidades. De reojo miro el monitor abandonado y veo mis ritmos cardiacos pintados con Everestes y contra-Everestes a modo de estalagtitas y mitas gigantes a escala monitorizada. Me sobreviene el ahogo de siempre, el mismo de los últimos casi ya doce meses. Pero sigo, abro la boca para inhalar más caudal aéreo, para que así el papel que escupa la computadora tenga algo revelador que contar a esa imbécil que dice “lo amo” como el insomne que cuenta ovejitas dice “setenta y siete”. Palidezco. Siento que mi corazón voltea una vez y otra sobre sí mismo. Un mechero ficticio de origen hipocondriaco me arde la teta izquierda y ambos bordes de pabellones auditivos externos. Pero sigo corriendo.
—Mira este bolso… De Balenciaga. ¿Cuánto le echas?
—Lo menos… No sé, hija.
—Doscientos diez.
—Mientes.
—Te lo juro.
La velocidad de la cinta aumenta. Ahora quiero escucharlas: el odio me da fuerza motriz.
—Pues en Estambul no había más que baratijas y yo, no es por nada, pero si lo voy a encontrar más barato en El Corte Galés me estoy quietecita.
—Ya te digo.
Mi yugular quiere pujarse hasta aprisionar contra el muro a mis Santas Juanas de Dios. Tengo que parar o reviento. No puedo. No aguanto más. Pero me incomoda tener que interrumpirlas. La enfermera no ve bien la fotografía decimoctava, por eso se rota un momento buscando las gafas que moran en su zurrón Balenciaga. De soslayo, repara en mí.
—¿Qué tal, cariño?
—Mal.
—Estás pálida, cariño, ¿te pasa algo?
La doctora parece aguardar a que mi boca jadeante expela una respuesta razonada, binomio de monosílabo y pertinente explicación. Yo no broto nada porque estoy en sequía aeróbica, sanguínea, educativa. Me agrieto de yerma y ella me ve y parece entenderlo y por eso corre hacia el enchufe y detiene la cinta engendrando relampaguillos en la toma. Yo caigo desfallecida sobre las apoyaduras de gomaespuma ajada.
—Siéntate —me ordena. ¿Qué te ocurre?
—No lo sé. He venido a que me lo digan.
—No has aguantado mucho.
Ante mi lividez por respuesta huérfana, la galena me tranquiliza.
—Tampoco ha estado mal.
Y una mierda. Me crié sobre una cinta como ésta. Puedo galopar sobre ella a velocidad mil durante hora y media seguida. O mejor: podía.
—Vístete, cariño.
—Quíteme los parches y luego ya veré.
—¡Ay, Jesús! ¿En qué estaría yo pensando!
En todas las sandeces que coexisten en el mundo estúpido de los seres humanos excepto en las de mi bomba cardiaca. Mientras que busco mi sujetador entre el montón de inútiles capas de tela invernales que traía puestas, penetran en la angosta consulta un par de médicos y tres enfermeros. Todos me saludan con equilibrada mixtura de rutina y típicos hábitos de manual de hábitos buenos, y jovial y graciosamente a las cónsules del lugar convidan a café y media tostada. La doctora deja imprimiendo mis frecuencias cardiacas en papel que parece de estraza y se marcha campante a fortalecer sus relaciones amistoso-laborales. La enfermera me invita a salir de allí lo antes posible porque ella también quiere fortalecer las suyas.
—Creo que esto no es mío (me devuelve mi capa de tisú poético). Espera en la sala de espera. La doctora se ha ido a desayunar. Cuando regrese ya te entrego yo los resultados. Es cuestión de minutos.
Es cuestión de hora. Y a la salida me llueve lo indecible sin paraguas ni parapeto ninguno. Las viejas zapatillas que abrigan mis pies tienen la suela como una chinchilla tiene el pelo que no es cola, y por esto me escurro y patino y finalmente resbalo entre dos coches en caravana. Me alzo dibujándome una mueca de estar ciega de morfina que palie este dolor, esta quemazón non nata hasta hace un rato, esta vida sin sentido que se me avecina a bote pronto. Diserto internamente con el sobre que alberga mis garabatos corpóreos bajo la camiseta interior, rozándome el pecho caliente. En mis sustratos craneales llueve un aguacero de desolación que me empapa de pulmonía alegórica: “No me encuentran nada extraño y una mierda como una casa no consideran necesario hacerme una ecocardio ellos qué coño sabrán médicos de tres al cuarto soplapollas estoy enferma no soy yo he olvidado cómo era cuando creía ser yo y no me alegraba lo suficiente de poder respirar y palpitar como Dios manda a la mierda todo a la mierda todo…”
Palié mi ira medical levando pesas en la clase semanal de Body Power que había dejado abandonada tiempo ha. El monitor se alegró de verme. El cero sesenta y uno no pudo hacer nada por mí. Salí del gimnasio envuelta en papel de plata.
No estoy muerta. Yo no. El primero al que se le ocurrió un final literario con revelación de personal estado mortuorio debería haberse dado con un canto en los dientes. A todos los que vinieron después, habría que matarlos. Yo soy un cuentista omnisciente que juega a disfrazarse de primera del singular.
Mi psicólogo me dice que las personas no pueden cambiar, sino que únicamente pueden aspirar a modificarse. Este cuento es fruto de una modificación. Esta defunción modificó todas mis atalayas contemplativas. Abandoné el hospital, dejé de ser cardióloga, dejé de amar a ese tal Miguel. Hoy vivo en Venecia, a lo Peggy Guggenheim, a orillas del gran canal. Ahora huyo de mis fantasmas, y me redimo así.
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