¿Quién no se tiene hoy por un
Napoleón en nuestra Rusia?
Fiodor Dostoievsky,
Crimen y castigo
EL CRIMEN CONCEPTUAL (I). ¿Por qué os parece tan horrenda mi acción? ¿Por qué se trata de un crimen? ¿Qué significa la palabra crimen? Además, en esta tierra donde el crimen y la violencia son tan cercanos para el hombre como la desgracia, el hambre y la muerte, sólo un loco o un desalmado sería capaz de arrastrar a todo un pueblo decadente hacia la razón. Parece que ya algunos olvidaron la guerra y las purgas que acompañaron a la guerra, el silencio de los cuerpos amontonados tras el paso de la revolución, que sentenciaron la escasa memoria que guardaban tras sus ojos y dejaron caer una vasta tela de nieve sobre esta Siberia de pecados capitales.
Ahora leo a Ajmatova, Anna. Réquiem (1935-1940): “… la inocente Rusia se retorcía / bajo unas botas manchadas de sangre / y bajo las ruedas de los negros furgones.”
Nota a pie de página: Si Rusia a pesar —y por encima— de todo es inocente, ¿dónde se ocultan los condenados?
Si no es por esta celda minúscula no sabría aún si soy culpable o no. La carga que soportan mis hombros, esta cadena de acero oxidado por la humedad de la sangre, sólo adquiere sentido en este lugar y en esta hora donde el dolor desaparece y nada más quedan la oscuridad y la noche para acompañar mis sueños desvelados. Si no es por la burocracia correctiva aún no sabría si soy culpable o no. Los barrotes, el frío, las ratas… ¿Acaso sería culpable si no me persiguieran las ratas?
Un sueño. Sonia espera en el andén de la Estación Sur de Moscú. Sonia espera. Es una imagen que se repite todas las noches en mi cabeza, en mi cuerpo, en esta celda. Se deja acompañar también —durante el sueño— de un nerviosismo cálido y tortuoso, al servicio de la pulsión sexual del recuerdo. Sonia parece esperar algo, algo que no llega.
Sonia es una chica joven, muy guapa, de un rostro casi occidentalizado. Ella cuida hasta el exceso, a diferencia de otras chicas rusas, su vestuario y su peinado. Lleva un sencillo traje de chaqueta y falda hasta las rodillas. Un traje negro con un pequeño sombrero del mismo color. Se maquilla excesivamente, a veces parece una de esas chicas de las revistas norteamericanas que hojeábamos en la base. Por ello no la reconozco. Hoy destaca algo en su exterior que brilla por encima de lo demás: sus párpados cargan unas monstruosas pestañas postizas.
En este instante de la visión, Sonia está impaciente. Se muestra desconfiada, con la sospecha de un nuevo día gastado tras la expectación inútil. Se desespera por momentos, la duda azota su interior, lo balancea. De repente, el silbato triste de un tren que regresa a la capital inunda la escena. El vapor ahoga la imagen y la joven se levanta y va hacia una de las entradas laterales del expreso. Baja un hombre robusto, solo, cargado de maletas. Ella le besa con entusiasmo en los labios.
—¡Alexei, gracias a Dios que has llegado! Te quiero, amor, te quiero…
—¿Alexei? ¿Soy Alexei?
—¿Por qué me observas de ese modo tan lejano? ¿Es que después de tanto tiempo no me reconoces? ¿No sabes quién soy aún?
Y despierto una y otra vez, en este quién soy aún, cuando las formas de la memoria me arrastran a un confuso recuerdo. Veo tu rostro y no encuentro tu presencia. Sólo pienso: Jacqueline Kennedy.
THE LAST RUSSIAN TALE. Alexei Alexandrovich Aleksov. Nacido en Rostov, 1933. Hijo de campesinos humildes, estudió en diversas escuelas técnicas hasta que a los veintiún años ingresó en la Escuela de Aeronáutica de Moscú, lugar donde desarrolló sus capacidades como piloto y en el que realizó su primer vuelo en solitario en 1955. Logró graduarse más tarde en la Academia Militar de Aviación de Orenburgo y entró como Teniente en la Fuerza Aérea Soviética. Tras pilotar aviones de guerra, se presentó como candidato a cosmonauta en la Agencia del Aire y del Espacio de la Unión Soviética. En 1959 fue seleccionado, junto a otros tres mil oficiales rusos, para participar en un entrenamiento secreto que llevaría al mejor de ellos a ser el primer hombre en viajar al espacio y en dar una vuelta a la órbita terrestre. Un informe médico, anterior a la elección del cosmonauta responsable del éxito de dicha misión, detalló su falta de aptitud psicológica para tal puesto. La cápsula espacial Vostok 1 partió el 12 de abril de 1961 del cosmódromo de Baikonur, Kazajstán, con un desconocido Yuri Gagarin en su interior —posteriormente reconocido como héroe nacional soviético— y tardó una hora y cuarenta y ocho minutos en recorrer por una vez y para la eternidad la órbita terrestre. En 1962, a consecuencia de una crisis psicótica (destrozó con un hacha un satélite espacial Sputnik del Museo Aeronáutico de la Unión), Alexei Aleksov es expulsado sin honores de la Agencia del Aire y del Espacio, además de perder su rango en la Fuerza Aérea Soviética. Poco tiempo después, en noviembre de 1963, es víctima de un accidente automovilístico que obliga la amputación de una de sus extremidades inferiores. Recibe una pensión mensual de veinte rublos por invalidez. Nunca viajó al espacio.
Guerra glacial. Por entonces cada paso al frente, cada acometida, era respondida por el otro bando con otro ataque, con otro disparo aún mayor y más fuerte. Eran tiempos furiosos, tiempos en los que la lógica y el amor quedaban muy por debajo del desprecio.
Un gélido telón de espacio vacío y muerto comenzó a expandirse entre Sonia y yo. Reproches e insultos asediaban mi matrimonio y el problema aparente, la falta de estabilidad económica, ni siquiera pudo encontrar arreglo por más que me lanzara con fervor y fe, como un loco cualquiera, bajo una de las ruedas del coche que iba a arrancar mi pierna.
La pensión no era suficiente para Sonia. Ya casi no se ocupaba de mí, descuidando deliberadamente sus atenciones como esposa y enfermera. Una y otra vez, hurgaba con precisa indiferencia dentro de la sombra de mi fracaso. A menudo decía con amargura: “Mira a Gagarin, el superhombre. Él sí que es un ser extraordinario, un elegido, no un inútil desvalido como tú. Si fueras un hombre de verdad, borracho estéril, indudablemente habrías sido el primero, el único.” Nada podía responder si era cierto. Mientras hablaba, sólo podía pensar en lo entretenida que sería la hazaña de las perras celestes —Laika, Strelka y Belka— matando a mordiscos al héroe soviético del momento, arrancándole las piernas con rabioso entusiasmo, dentro del Vostok 1, rumbo hacia ninguna parte.
EL INCENDIO DE MOSCÚ DE 1812. Quizá hasta este instante no he reconocido con nitidez la pesada trascendencia de mis hechos pasados, pero ahora sé que a raíz y con ocasión del verano siguiente, mi vida eligió para siempre el camino más difícil: el de la destrucción.
Él se llamaba Bursov, Nikolai Stepanovich Bursov. De profesión desconocida y tez oscura, se hacía llamar poeta. Lo había visto anteriormente en mi casa con motivo del vigésimo quinto cumpleaños de Sonia, pero entonces no recaí en su presencia. Era, en apariencia, un seductor, un maldito Pushkin de labios sugerentes y engañosos, uno de esos tipos “sublimes sin interrupción” —como afirmaba Baudelaire— que buscaba en mi esposa una conquista bella y joven.
Fue una noche de julio cuando los descubrí en la cama. Inútilmente volvía temprano a casa, antes de lo habitual, para intentar conseguir alguna moneda más que gastar en una taberna cercana a mi domicilio. Estaba borracho —como todas las noches de esa época—, aunque puedo afirmar con rotundidad que fui consciente en todo momento de lo que sucedió más tarde. Al escuchar la puerta del dormitorio, Bursov dio un salto de la cama y salió disparado, desnudo, hacia la calle. Su predecible cobardía entroncó con la aterradora respuesta de Sonia. Ella esperaba sentada tranquilamente, con seductora paciencia me miró desnuda y negó con la cabeza mi llegada. Esperó un instante más y, pausadamente, dijo: “Ya lo has conseguido, ¿estás contento? Ahora no pretendas que corra detrás de un inválido para pedirte perdón. Puesto que no lo haré, Alexei Alexandrovich, deseo que, después de esto, no esperes nunca más mis disculpas ni mi amor.”
Silencio.
Momentos después me acerqué lentamente, aún con lágrimas en los ojos, y fui hacia mi esposa. No reconocía aquella voz. Sonia estaba distinta, era otra mujer. La ventana abierta del dormitorio impregnaba los muros de la habitación y de su rostro de una extraña claridad lunar. Contemplé mis manos al trasluz de la roca muerta y, en un impulso frenético de venganza, las dejé lanzarse sobre el cuello de Sonia. Durante segundos o minutos, no sé, abrazaron sin temor la clara piel de mi esposa y luego, seguras de lo ocurrido, en el mismo espacio donde ocurrió el engaño, descansó el cuerpo sin vida.
Una vez muerta, noté correr la sangre en mi interior allí donde antes no sentía nada, bajo las crudas durezas que forjaron entre mis dedos estas obstinadas muletas que me obligan a caminar.
EL CRIMEN CONCEPTUAL (II). La era de la infamia se había asentado en mi conciencia y las grandes victorias estaban aún por llegar. Si pensáis que ahí terminó todo estáis muy equivocados. Cualquier juez hubiera declarado mi culpabilidad, eso es seguro, pero los acontecimientos posteriores serían atenuados ostensiblemente al demostrar mi actuación bajo las normas de la demencia temporal, en favor del honor robado aquella noche. Se hablaría de un crimen pasional justo y, quizá, ni siquiera habría sido encarcelado después.
Ahora leo a Tolstoi, Lev. La sonata a Kreutzer (1890): “Los que afirman obrar inconscientemente, en un arrebato de furor, mienten. Tenía una clara visión de todo y no dejé de tenerla un solo momento. Cuanto más aumentaba mi acceso de locura, tanto más resplandeciente era la luz de mi conciencia…”
Nota a pie de página: Mató a su esposa porque no quería resultar ridículo. No ridículo, sino terrible. Tuvo tiempo de contenerse, de arrepentirse, pero sabía de antemano que iba a herirla por debajo de las costillas. Sabía también que el puñal penetraría en la carne. Todo lo que ocurrió después lo sabía perfectamente.
La víctima, el crimen y el criminal establecen para siempre y sin condiciones —y aún más tras un acto de estas características— una relación de compromiso psicológico entre ellos. Prueba fiable de esto es la presencia, la vuelta del asesino, por ejemplo, al lugar de los hechos, al lugar donde reposó finalmente la víctima. Quizá aún con las imágenes cercanas de la noche anterior, con las manos aún manchadas, para recordar, para demostrar su poder más allá de la policía. A veces, estos vínculos no se rompen del todo y necesitan de su continuación, de su propagación, para mantener cálido el recuerdo.
POLONIA. Tenía que marcharme lejos. Muy lejos si quería encontrar el auténtico camino hacia la redención. Tenía que salir de Moscú. Ya habría tiempo de volver a la patria para salvarla.
Dormí toda la noche abrazado a Sonia, atado a su cuerpo sin vida, en paz, despidiéndome a cada instante de ella con un beso. Al amanecer, con algo de dinero que encontré escondido en un pequeño baúl bajo la cama, partí en el primer ferrocarril que salía de la ciudad. Viajé durante todo el día y la noche siguiente y, con la nueva mañana, el tren se detuvo al fin en la última estación: VARSOVIA.
***
Al año siguiente ya estaba instalado en casa de una familia de emigrantes alemanes: los señores Haussmann. Me contrataron como mozo de establo y también, más tarde, descubrieron la posibilidad de ayudarles como instructor de ciencias físicas de sus tres hijos mayores. Con mi nuevo trabajo disfrutaba plenamente de mi nueva vida. Ahora me llamaba Boris Tomachevski y apenas dejaba traspasar a mi conciencia nada de lo ocurrido en el pasado.
Fue entonces cuando ocurrió un episodio definitivo en mi caótico camino hacia la desgracia. El señor Haussmann, como casi todos los materialistas históricos, guardaba en una especie de trastero todos los periódicos publicados en los últimos diez años. Por curiosidad, un día inoportuno, rebusqué entre ellos y descubrí un ejemplar de noviembre de 1963. Destacaba por su amplio titular y recordé que pertenecía al día después en que me amputaron la pierna. En grandes letras de imprenta anunciaba: “KENNEDY ASESINADO”. Descubrí en sus páginas interiores un amplio reportaje sobre el atentado de Dallas y, en una de las fotografías anexas, creí reconocer a Sonia. ¡Vaya locura, por un segundo, por un solo instante pensé que dicha imagen respondía a alguna noticia sobre su muerte, profetizada absurdamente años antes del crimen, cuando en realidad estaba viendo la fotografía de la esposa del presidente muerto de los Estados Unidos!
Tras ese día, la extraña fotografía de esa mujer me atormentaba. Era tan parecida a Sonia… Pensaba obsesivamente en su rostro y fluían descontrolados impulsos primarios de mi interior. Cientos de ilusiones ocupaban mi cabeza. Eran todas fantasías, pesadillas que ahogaban mi pensamiento y que, sin más, en un estado temible, me arrastraban cada noche a buscarla en las calles más oscuras de la ciudad. Algunas madrugadas, bajo el único conocimiento de los satélites artificiales, las encontraba a las dos, a Sonia y a esa mujer del periódico, como almas siamesas iluminadas por la luna, juntas en un mismo cuerpo.
DÉCIMA CARTA A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA.
Varsovia, 20 de marzo de 1966
Querida esposa:
Aún espero tu respuesta a mis últimas cartas. Sé que todavía estás enfadada y lo comprendo. Lo que hice es imperdonable. Tengo un plan para que volvamos a vernos pronto.
Quizá vuelva a abrazarte como la última vez…
Te adora,
Alexei
INTERROGATORIO. Extracto de interrogatorio recogido en el archivador 36, carpeta A-850-1967, de la comisaría del distrito 3 de Moscú, entre el Comisario Kirpotin (C.K.) y Alexei Alexandrovich Aleksov (A.A.A.).
C.K.: Hace un día terrible…
A.A.A..: Sí.
C.K.: ¿Le parece terrible a usted también, Alexei Alexandrovich? ¿Le resulta a usted un día terrible?
A.A.A.: Eso creo, comisario. Mis huesos y la humedad son enemigos consagrados.
C.K..: ¿Pretende hacerme creer que un asesino como usted sabe distinguir entre lo terrible, lo horrible y lo sangriento?
A.A.A.: ¿Un asesino?
C.K.: ¿Piensa responder a mis preguntas de una maldita vez? ¿Por qué? ¿Por qué mató a su esposa y a esas otras diez mujeres en Polonia? Responda. Y dígame también, ¿qué pretendía hacer dentro de esa cápsula espacial?
A.A.A.: No lo va a creer… ¿Conoce a esa mujer americana?
C.K.: ¿Qué mujer?
PLAN PARA ASESINAR A JACQUELINE KENNEDY. Después de leer el Informe Warren me he visto en la obligación de tener que redactar —más fiable y documentado— el Informe Aleksov.
Tras el estudio se abren dos hipótesis fundamentales para tratar de explicar el atentado: a) asesinato de John Fitzgerald Kennedy por el amante de su esposa, Lee Harvey Oswald, para vivir libremente su infidelidad, y b) intento de asesinato, frustrado, de Jacqueline Kennedy, que por error acabó con la vida del presidente. Aunque todavía cabe una tercera posibilidad: El asesinato de John Fitzgerald Kennedy considerado como una carrera de automóviles cuesta abajo. En este caso, quedaría sin resolver una cuestión primordial (Informe Ballard, pág. 177): ¿Quién cargó el arma que dio la señal de partida?
En dicho informe Aleksov expresa también, de manera tajante, la necesaria eliminación de la señora Kennedy a manos de un mártir del futurismo ruso, el velocista más destacado de la carrera espacial —Alexei Aleksov— a bordo de un cohete fabricado para tal ocasión que estallará en el jardín de la residencia Kennedy de Los Ángeles, California.
EL CRIMEN CONCEPTUAL (III). La búsqueda de un camino hacia el progreso tecnológico y nuclear había llevado al pueblo comunista a la miseria más absoluta. Los niños soviéticos fabulaban con la conquista espacial a pesar de estar acechados brutalmente por el hambre y la enfermedad. La resolución del crimen que había comenzado tres años antes me arrastró a Moscú de nuevo. La Base Aeronáutica del Ejército Soviético continuaba tal y como la recordaba. Los túneles secretos y algunos conocidos de mi etapa como piloto me permitieron acceder a la Zona de Estacionamiento y Despegue con la excusa de contemplar el nuevo material. Allí dormía apaciblemente un Suyuz, prototipo de la tercera generación de cohetes espaciales, que tenía como objetivo la conquista lunar. A mi lado, sólo una afilada escalera metálica se tendía entre el abismo desierto que se abría entre los Estados Unidos de América y la Unión Soviética.
Ahora leo a Chejov, Antón. La gaviota (1896): “¡Hombres, leones, águilas, codornices, ciervos astados, gansos, arañas, silenciosos peces de las profundidades, estrellas de mar y tantas otras criaturas que el ojo humano no alcanza a ver; todas en suma vidas; seres vivientes que habéis cumplido vuestro lamentable ciclo y os habéis extinguido…!”
Nota a pie de página: El joven Treplev encuentra la nada. Nihilismo y vacío. Frío y miedo. El invierno eterno de un revólver en la sien.
Allí, entonces, me arrestaron. Alguien había dado la voz de alarma. La cápsula espacial no se desprendería esta vez de los propulsores de oxigeno líquido ya que el proceso de despegue sólo podía accionarse desde el puesto de control exterior. Era inútil seguir luchando. A raíz de aquel momento, la realidad de los hechos comenzó a brotar como el agua sucia que desborda las alcantarillas en un día de lluvia. Confesé el asesinato de Sonia y de aquellas otras mujeres que se cruzaron en mi camino en Varsovia. Desde aquel día vivo entre estos muros, martirizándome por el fracaso estético de mi plan criminal. Quizá haya llegado el tiempo de aniquilar mi pecado a la vez que cumplo con el crimen esencial. He escondido un cinturón viejo entre los libros de mi celda. Ya sólo me quedan los libros. Los libros y esa extraña esperanza en que todo termine de una maldita vez.
Au revoir, mi querido escéptico…
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