Mi isla
La travesía en barco transcurría con normalidad. El cielo y el mar se diferenciaban cautelosamente. Apenas había tripulación, sí uno que otro policía de paisano que creía pasar desapercibido. Escritores, sonámbulos, divorciados, pocos adolescentes y algún adicto a los viajes organizados. El suelo de la cubierta resbalaba todas las mañanas a la misma hora. Lionel se preguntaba si limpiarían justo antes de que él se levantara o todo se debía al rocío de alta mar. Esa mañana se lo comentó a Mar con desgana.
—Si no vocalizas, no podré responderte—. Era un comentario que bien podría haber hecho Mar en cualquier situación, de cualquier otra cosa.
—Este viento que no me deja pensar—. Mentía. Y lo hacía a menudo con Mar, todas las mañanas en aquel crucero. Desde que dejó Lisboa no pensó que echaría tanto de menos la ciudad, la seguridad de no ser conocido y de no caerse por la humedad. Con Mar todo esto era imposible.
—¿En qué piensas?
—En nada, Mar…. Bueno, quizás en que no te conozco mucho y ya sabes mucho de mi vida.
—No sé nada de ti, Lionel. Si supiera algo podría adivinar en qué estás pensando. Eres una isla.
Y se marchó. Por el camino, el foulard rojo que le caía de los hombros se quedó enganchado en la pata de una mesa. Justo a tiempo para que un oficiante lo agarrara al vuelo y se lo colocara, de nuevo, sobre la espalda. Lionel a veces dudaba. Era la tercera vez desde que embarcaron que veía a Mar en una situación parecida, con el foulard, la pata de la mesa y una mano amiga. La suya misma, el día que se conocieron.
—Hola tripulante, ¿has visto mi foulard? —Rojo burdeos que se había quedado enganchado en la pata de una mesa.
—Claro… Aquí tiene—. En el momento de dárselo topó con sus pretensiones, y sus carencias, aunque Mar estaba desde luego algo más predispuesta a esconderlas. Lionel no estaba acostumbrado a que una mujer de más de cuarenta años, morena de piel, curtida en gimnasio, con un bañador azul ajustado y un foulard en diacronía con el resto de su cuerpo, maquillado en horas tempranas y de poros abiertos, limpios, por los que podría respirar media tripulación, y escalar, y gritar, y dormir durante noches y coserlos uno a uno hasta cerrarlos y no dejar respirar a su poseedora… Lionel quiso no prejuzgarla, pero fue tarde.
—Me llamo Mar, pero soy como un océano—. Tras esa frase no quedaban dudas.
“No recuerdo muy bien cómo sucedieron las cosas. Sé, porque hay fotografías que lo atestiguan, que Mar me llevó con astucia a su camarote, unipersonal como el mío, y que allí me hizo el amor. Fíjense que he despersonalizado toda la escena porque no creo que fuera capaz en mi estado de ejecutar ninguna proeza. El vermú tiene mucha culpa, y por servirse seco acabé yo mojado. Y con Mar, sin dudarlo una apuesta fuerte. A partir de ese día llegar a las Azores se convirtió en más que un destino turístico. Lo peor era que prefería estar acompañado en la cena que comer solo, y Mar ofrecía una compañía doble, ella misma y su inagotable energía. Todo en su vida lo había padecido dos veces.”
—¿No te lo crees? Tuve dos operaciones de amigdalitis, dos padres, dos divorcios y dos perros indios que hablaban alemán. Y todo esto antes de darme cuenta de mi situación. A partir de entonces sólo compro cosas que se vendan en pares, y si lo regalan mucho mejor. Este crucero es el segundo que hago este año. En diciembre fui a Menorca, pero allí sólo hay ingleses. Desde la ocupación, ya sabes…
En estos momentos se encontraba en éxtasis. Y debidamente acompañada del vermú. Hay quien lo atribuye al mismísimo Hipócrates, allá por el año 460 antes de nuestra era, sabio que encontró en esta bebida un remedio eficaz para combatir la melancolía. Aunque no se hubiera escrito la misma historia teniendo a Mar de partenaire. En estos momentos Lionel se estaba quedando calvo, pero de una calvicie cautelosa, como el océano de ese viaje, con las entradas justas, en progresiva carrera hacia la coronilla. Justo hasta el sitio donde acaban las aspiraciones de aguantar a Mar un minuto más y echar otro trago de vermú.
—Bueno, ¿y qué vas a hacer en las Azores?— En realidad no le importaba, y lo atestiguaba la cabeza de gamba, pobre, que sorbía con el mismo ímpetu con que terminaba las frases.
—Es un regalo. Me tocó en un sorteo.
—¿Galletitas?
—No, de atún—. Podía haber algo más triste que viajar en crucero por comer atún, pero a Lionel no le importaba. Hacia años que regentaba una pequeña imprenta en Lisboa, en el puerto bajo, y cada vez hablaba menos y comía más. Gracias a eso ahora estaba de vacaciones dos semanas. Y aunque no sabía muy bien qué haría en las Azores, siempre quiso viajar a una isla.
—Eres muy raro, Lionel. No conozco a nadie más triste que viajara en un barco con tan buena compañía —se refería a ella misma, claro—, pero eso se va a acabar. Nada más lleguemos te vas a divertir como nunca.
Eso ocurrió al día siguiente, cuando desembarcaron y Lionel supo desde el primer momento que había sido un error dejarse engatusar por una mujer llamada Mar que hablaba con condicionales y frases hechas. Mar procedía de una familia judía del norte de España, aunque Lionel nunca consiguió adivinar de dónde exactamente, del mismo modo que Mar nunca supo por qué Lionel no hablaba de su pasado. Ambos llegaron a la conclusión de que era mejor no preguntar ciertas cosas y esto, lógicamente, se olvidaba cada vez que uno de los dos bebía por la noche.
—Mañana vamos a bañarnos desnudos en la playa, Lionel. Digas lo que digas, es lo mejor.
—Lo mejor es que no perdamos el barco, que sale al mediodía.
—Yo me quedo—. Lo dijo lentamente, apoyada la cabeza en la arena, con el mismo vestido de siempre, la misma mirada intrépida, el mismo foulard rojo burdeos, y con toda la sinceridad del mundo. Lionel se limitó a tragar saliva y la miró directamente.
—¿Por qué te quedas?
—Porque aquí estoy bien, Lionel.
Cerró los ojos y se quedó dormida. Lionel llevaba camiseta de mangas cortas y pantalón de lino, uno que le regaló una amiga hacía dos veranos y que nunca se había probado. Aquella mañana había caminado con Mar por la playa y habían comido sandía con queso en un bar. Y vermú. Ahora no sabía qué más decir, y se quedó dormido, junto a Mar. Fue un sueño plácido, sin ciudades grises ni barcos a la deriva. Y el despertar fue aún mejor, más suave, lo que hizo que el sueño cobrara mucha más fuerza. Solemos disfrutar de ciertas cosas cuando ya han pasado y el último sabor que queda en la boca es el que lo certifica, entre los dientes. Antes no somos tan responsables como para saborear nuestra suerte al mismo tiempo que actuamos. Todos los camarotes donde había dormido, todas las camas, los sueños de encontrar la tranquilidad que ni siquiera una imprenta le había dado, de escapar de pozos de recuerdos no tan agradables… En fin, Lionel despertó feliz mientras Mar le miraba.
—Tú te quedas, ¿no?
Lionel se quedó quieto. Repasó en su cabeza esta pregunta una y otra vez porque iba dirigida a él y no soplaba viento de excusa.
“Y Mar no mentía, no podía hacerlo. Ahora tenía varias opciones. Podía quedarme y hacerle el amor en esa misma playa, aquella misma noche, e ir desnudos a la orilla al día siguiente, y pedir cientos de vermús y piñas coladas y sandías con cheddar, y tardes de puerto, de arena entre los dedos de los pies y algún que otro arco iris entrecortado. O levantarme e irme despacio, avergonzado, hacia el hostal, preparar el equipaje y esperar a embarcar al día siguiente.”
No hay que olvidar que Lionel había decidido hacer el viaje sin muchas pretensiones y su vida no podía dar un vuelco de la noche a la mañana ¿O sí podía? Quizás Mar sólo intentaba meterle miedo, y también embarcaría con él, y volvería a preguntarle todas las mañanas sobre las mismas cosas sin sentido, y volvería a ver el foulard en aquella pata de aquella mesa, y las casas de bambú al fondo, y todo ardiendo en los tejados, y las aves yendo a contra viento, y los deseos hechos cenizas. Porque Lionel embarcó, pero lo hizo solo. Y recordó una cosa que su madre le dijo cuando era pequeño: “Si no estás bien, quédate, porque cada metro que dejas atrás es un metro que no has recorrido.”
Y ahora eran kilómetros los que le alejaban de las Azores, y de Mar, que era un océano, y de los vermús, que no volvió a probar, ni a resbalarse en la cubierta, ni a preguntarse por qué no dijo que sí, y qué sería de Mar ahora, y cómo volvería a sentirse solo estando acompañado, y cómo era que echaba tanto de menos a alguien, y que le costara respirar, incluso al aire libre, incluso en pleno centro de Lisboa, y en todas las plazas de todos los puertos que visitó cada verano. Y en todos preguntó por una mujer llamada Mar que vestía azul y rojo, y que miraba más allá del piélago escogido. Lionel saboreó esta historia hasta el día que dejó la imprenta y volvió a Las Azores. Allí tampoco sabían nada de ninguna Mar adicta a los vermús.
Lionel se quitó la ropa y se bañó desnudo en el mar. Sin duda, era lo mejor que podía hacer.
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