No. 140/NARRATIVA

 

 Carlos Tuñón Prieto
(Sevilla, 1985)

 


Inspiraciones

Carlos Tuñón es otra de las jóvenes promesas de la literatura andaluza que se siente atraído por la literatura la­ti­noamericana en sus múltiples vertientes: realismo mágico, simbolismo, psicologismo, perspectivismo… En su lista de autores de cabecera destacan Isabel Allende, Gabriel García Márquez, Jorge Bucay, Ernesto Sábato, Ma­rio Vargas Llosa, Alejandra Pizarnik, aunque también disfruta mucho con escritoras como Virginia Woolf o Silvia Plath. Le gusta la ironía, quizás por eso los monólogos llaman su atención, tanto por lo que se dice en ellos como por lo que queda sobrentendido con un silencio oportuno. En general, se interesa por el buen uso de la retórica.



Mi isla


La travesía en barco transcurría con norma­li­dad. El cielo y el mar se diferenciaban cau­te­losamente. Apenas había tripulación, sí uno que otro policía de paisano que creía pasar desa­per­ci­bido. Escritores, sonámbulos, divorciados, pocos ado­les­centes y algún adicto a los viajes organizados. El suelo de la cubierta resbalaba todas las mañanas a la misma hora. Lionel se preguntaba si limpiarían jus­to antes de que él se levantara o todo se debía al rocío de alta mar. Esa mañana se lo comentó a Mar con desgana.

—Si no vocalizas, no podré responderte—. Era un comentario que bien podría haber hecho Mar en cual­quier situación, de cualquier otra cosa.

—Este viento que no me deja pensar—. Mentía. Y lo hacía a menudo con Mar, todas las mañanas en aquel crucero. Desde que dejó Lisboa no pensó que echaría tanto de menos la ciudad, la seguridad de no ser co­nocido y de no caerse por la humedad. Con Mar todo esto era imposible.

—¿En qué piensas?

—En nada, Mar…. Bueno, quizás en que no te co­nozco mucho y ya sabes mucho de mi vida.

—No sé nada de ti, Lionel. Si supiera algo podría adivinar en qué estás pensando. Eres una isla.

Y se marchó. Por el camino, el foulard rojo que le caía de los hombros se quedó enganchado en la pata de una mesa. Justo a tiempo para que un oficiante lo agarrara al vuelo y se lo colocara, de nuevo, sobre la espalda. Lionel a veces dudaba. Era la tercera vez des­de que embarcaron que veía a Mar en una situación parecida, con el foulard, la pata de la mesa y una ma­no amiga. La suya misma, el día que se conocieron.

—Hola tripulante, ¿has visto mi foulard? —Rojo burdeos que se había quedado enganchado en la pata de una mesa.

—Claro… Aquí tiene—. En el momento de dár­se­lo topó con sus pretensiones, y sus carencias, aunque Mar estaba desde luego algo más predispuesta a es­con­derlas. Lionel no estaba acostumbrado a que una mujer de más de cuarenta años, morena de piel, cur­ti­da en gimnasio, con un bañador azul ajustado y un foulard en diacronía con el resto de su cuerpo, ma­quillado en horas tempranas y de poros abiertos, lim­pios, por los que podría respirar media tripulación, y escalar, y gritar, y dormir durante noches y coserlos uno a uno hasta cerrarlos y no dejar respirar a su po­seedora… Lionel quiso no prejuzgarla, pero fue tarde.

—Me llamo Mar, pero soy como un océano—. Tras esa frase no quedaban dudas.

 

 

punto de partida 140

 

“No recuerdo muy bien cómo sucedieron las cosas. Sé, porque hay fotografías que lo atestiguan, que Mar me llevó con astucia a su camarote, unipersonal co­mo el mío, y que allí me hizo el amor. Fíjense que he des­personalizado toda la escena porque no creo que fue­ra capaz en mi estado de ejecutar ninguna proeza. El vermú tiene mucha culpa, y por servirse seco aca­bé yo mojado. Y con Mar, sin dudarlo una apuesta fuerte. A partir de ese día llegar a las Azores se convirtió en más que un destino turístico. Lo peor era que prefería es­tar acompañado en la cena que comer solo, y Mar ofre­cía una compañía doble, ella misma y su ina­go­table ener­gía. Todo en su vida lo había padecido dos veces.”

—¿No te lo crees? Tuve dos operaciones de amig­dalitis, dos padres, dos divorcios y dos perros indios que hablaban alemán. Y todo esto antes de darme cuen­ta de mi situación. A partir de entonces sólo compro co­sas que se vendan en pares, y si lo regalan mucho me­jor. Este crucero es el segundo que hago este año. En diciembre fui a Menorca, pero allí sólo hay ingleses. Desde la ocupación, ya sabes…

En estos mo­men­tos se encontraba en éxtasis. Y de­bidamente acom­pa­ñada del vermú. Hay quien lo atri­bu­ye al mismísimo Hipócrates, allá por el año 460 an­tes de nuestra era, sabio que encontró en esta be­bida un remedio eficaz para combatir la melancolía. Aunque no se hubiera es­crito la misma historia te­nien­do a Mar de partenaire. En estos momentos Lionel se estaba quedando calvo, pero de una calvicie caute­lo­sa, como el océano de ese viaje, con las entradas jus­tas, en progresiva carrera ha­cia la coronilla. Justo hasta el sitio donde acaban las aspiraciones de aguantar a Mar un minuto más y echar otro trago de vermú.

­—Bueno, ¿y qué vas a hacer en las Azores?— En realidad no le importaba, y lo atestiguaba la cabeza de gamba, pobre, que sorbía con el mismo ímpetu con que terminaba las frases.

—Es un regalo. Me tocó en un sorteo.

—¿Galletitas?

—No, de atún—. Podía haber algo más triste que viajar en crucero por comer atún, pero a Lionel no le importaba. Hacia años que regentaba una pequeña im­prenta en Lisboa, en el puerto bajo, y cada vez habla­ba menos y comía más. Gracias a eso ahora estaba de vacaciones dos semanas. Y aunque no sabía muy bien qué haría en las Azores, siempre quiso viajar a una isla.

—Eres muy raro, Lionel. No conozco a nadie más triste que viajara en un barco con tan buena com­pa­ñía —se refería a ella misma, claro—, pero eso se va a acabar. Nada más lleguemos te vas a divertir como nunca.

Eso ocurrió al día siguiente, cuando desem­bar­ca­ron y Lionel supo desde el primer momento que había sido un error dejarse engatusar por una mujer llama­da Mar que hablaba con condicionales y frases he­chas. Mar procedía de una familia judía del norte de Espa­ña, aunque Lionel nunca consiguió adivinar de dónde exactamente, del mismo modo que Mar nunca supo por qué Lionel no hablaba de su pasado. Ambos lle­ga­ron a la conclusión de que era mejor no preguntar ciertas cosas y esto, lógicamente, se olvidaba cada vez que uno de los dos bebía por la noche.

—Mañana vamos a bañarnos desnudos en la playa, Lionel. Digas lo que digas, es lo mejor.

—Lo mejor es que no perdamos el barco, que sale al mediodía.

—Yo me quedo—. Lo dijo lentamente, apoyada la cabeza en la arena, con el mismo vestido de siempre, la misma mirada intrépida, el mismo foulard rojo bur­deos, y con toda la sinceridad del mundo. Lionel se limitó a tragar saliva y la miró directamente.

—¿Por qué te quedas?

—Porque aquí estoy bien, Lionel.

Cerró los ojos y se quedó dormida. Lionel llevaba camiseta de mangas cortas y pantalón de lino, uno que le regaló una amiga hacía dos veranos y que nunca se había probado. Aquella mañana había caminado con Mar por la playa y habían comido sandía con queso en un bar. Y vermú. Ahora no sabía qué más decir, y se quedó dormido, junto a Mar. Fue un sueño plácido, sin ciudades grises ni barcos a la deriva. Y el des­per­tar fue aún mejor, más suave, lo que hizo que el sueño cobrara mucha más fuerza. Solemos disfrutar de cier­tas cosas cuando ya han pasado y el último sabor que queda en la boca es el que lo certifica, entre los dien­tes. Antes no somos tan responsables como para sa­borear nuestra suerte al mismo tiempo que actuamos. Todos los camarotes donde había dormido, todas las ca­mas, los sueños de encontrar la tranquilidad que ni si­quiera una imprenta le había dado, de escapar de pozos de recuerdos no tan agradables… En fin, Lionel des­pertó feliz mientras Mar le miraba.

—Tú te quedas, ¿no?

Lionel se quedó quieto. Repasó en su cabeza esta pregunta una y otra vez porque iba dirigida a él y no soplaba viento de excusa.

“Y Mar no mentía, no podía hacerlo. Ahora tenía varias opciones. Podía quedarme y hacerle el amor en esa misma playa, aquella misma noche, e ir desnudos a la orilla al día siguiente, y pedir cientos de vermús y piñas coladas y sandías con cheddar, y tardes de puer­to, de arena entre los dedos de los pies y algún que otro arco iris entrecortado. O levantarme e irme despacio, avergonzado, hacia el hostal, preparar el equipaje y esperar a embarcar al día siguiente.”

No hay que olvidar que Lionel había decidido hacer el viaje sin muchas pretensiones y su vida no podía dar un vuelco de la noche a la mañana ¿O sí podía? Quizás Mar sólo intentaba meterle miedo, y también em­barcaría con él, y volvería a preguntarle todas las ma­ña­nas sobre las mismas cosas sin sentido, y volvería a ver el foulard en aquella pata de aquella mesa, y las casas de bambú al fondo, y todo ardiendo en los te­jados, y las aves yendo a contra viento, y los deseos he­chos cenizas. Porque Lionel embarcó, pero lo hizo solo. Y recordó una cosa que su madre le dijo cuando era pequeño: “Si no estás bien, quédate, porque cada metro que dejas atrás es un metro que no has reco­rrido.”

Y ahora eran kilómetros los que le alejaban de las Azores, y de Mar, que era un océano, y de los vermús, que no volvió a probar, ni a resbalarse en la cubierta, ni a preguntarse por qué no dijo que sí, y qué sería de Mar ahora, y cómo volvería a sentirse solo estando acom­pañado, y cómo era que echaba tanto de menos a alguien, y que le costara respirar, incluso al aire libre, incluso en pleno centro de Lisboa, y en todas las plazas de todos los puertos que visitó cada verano. Y en todos preguntó por una mujer llamada Mar que vestía azul y rojo, y que miraba más allá del piélago escogido. Lionel saboreó esta historia hasta el día que dejó la imprenta y volvió a Las Azores. Allí tampoco sa­bían nada de ninguna Mar adicta a los vermús.

Lionel se quitó la ropa y se bañó desnudo en el mar. Sin duda, era lo mejor que podía hacer.






Carlos Tuñón Prieto. Es estudiante de periodismo en la Facultad de Comuni­ca­ción de Sevilla. Su pasión por el mundo de las artes escénicas le ha llevado a dirigir y adap­tar la obra de teatro Romeo y Julieta 2001, sobre el original de William Shakespeare. Tam­bién, ten­ta­do por el mundo del cine, es­tudió direc­ción cinematográfica en la Es­cue­­la Andaluza de Cinematografía. Ha sido guionista, director y productor de los corto­me­trajes amateurs: Ángeles des­piada­dos (1998), Skin house (1999) y Memorias de un chi­co muerto (2000). Fue finalista en el Cer­tamen de Teatro Joven del Ayunta­mien­to de Se­vi­lla en 2006. Este mismo año resultó ga­nador del II Premio Nacional de Relato Breve “Aso­cia­ción José Saramago de Estepa” por El caso Mén­dez, de 2006.