Tenía las piernas mojadas por la lluvia y siete dólares en el bolsillo; ya había gastado una parte en cigarros, el resto era para terminarlo con Xavier en el bar de la Cuarta. Tenía que esperar a Amanda y la lluvia me obligaba a guarecerme bajo los toldos. Ella solía llegar con retraso y yo fumaba siempre al esperarla. Encendí un cigarrillo que me escoció los labios al contacto. Me pareció ver a Miles cruzando la avenida. El vapor de la acera nublaba los faros de los coches. Alguien se había aparcado muy cerca, pensé que quizás sería Miles que venía a buscarnos. Yo había conocido a Amanda en el bar, escuchando música mezclada con alcohol. Estaba sobrio, embriagado por la acidez de la ciudad, por sus calles repletas de mujeres inquietantes en la promesa de un sombrío callejón. Amanda estaba recargada muy cerca de la barra donde yo bebía y escribía renglones negros e ilegibles, invisibles impresiones de rostros que apenas conocía. Doblé la pequeña hoja y me la guardé en el bolsillo, Xavier sonrió y me sirvió otro trago. Miles acababa de llegar, vislumbré su silueta delgada junto a la puerta, llevaba una chaqueta de cuero lustroso, pantalones muy ceñidos y camiseta; tenía una pequeña cicatriz debajo del parpado izquierdo y el ojo nublado por una tela brillante como neón.
Miles era torvo y taciturno, indiferente al gusto del encuentro. Me saludó con un gesto de cabeza y tomó asiento, la banda aminoró el ritmo hasta callar. Pedí una cerveza. Entonces comenzó a hablarme del abismo de sus veintes, de cómo conducía en ese entonces un Dodge Neón, recién importado de Illinois, y cogía siempre la misma ruta desde la calle Rems hasta la Satín; de que Amanda, en ayunas y con un amplio y viejo camisón, barría la entrada de la casa pública mientras él la miraba por el retrovisor —todas las mañanas— entre los reflejos de las primeras luces sobre los escaparates. Amanda tenía dieciséis. Miles la había visto recorrer cada día los diez metros de acera barriendo el polvo inerme, la soledad estática de la calle que parecía abstraerla y librarla de la vacuidad. Muchas veces intentó hablarle desde el coche, hacerle señas, guiar su mano hasta ella y alcanzarla; jamás intentó bajarse porque ella tenía ese aire de levedad, ese ser de nada que sólo se sospecha en la penumbra o en la sustancia de la sombra. Ahora Amanda tiene treinta años, es la mujer que señala Miles al terminar su relato, es la chica al borde de la barra, es el rostro que me observa de espaldas desde algún abismo.
Xavier también observa, está atento al relato, sonríe con esa sonrisa de cantinero que me disgusta; ha pasado la mitad de su vida sirviendo tragos o bebiendo, nueve horas al día detrás de la barra alimentando el insomnio, espiando la vida a través de los sucios cuellos de botella, sondeando la dureza de cada rostro, la medida de cada vaso. Sin embargo, sigue siendo un buen catador de almas, una especie de anárquico Dionisos que pasa sus horas libres envuelto en una nube de tormentos, deprimido muchas veces por el fantasma de su padre, por el recuerdo de sus caricias y sus golpes, por las crisis de su madre y por la educación senil en que lo crió su abuela. Pero los dados del azar han puesto entre sus manos el dulce psicodélico para la amargura de sus días. Porque existe solamente como un ojo detrás de aquella barra, en la vorágine latente de los días, en aquel cubismo de la vista sin profundidad, en el brillo de cada botella que sirve y le devuelve esa luz oscura que deforma su retrato.
Ha pasado tiempo; ahora fumo, espero a Amanda mientras cae la lluvia. Veo el cristal del coche oscuro que se aparcó junto a la acera, el reflejo de las luces centellea, existe pero no tiene trascendencia porque la noche escomo un resplandor oscuro en medio de la luz. Termino el cigarrillo, me acuerdo de las últimas palabras de Miles, del bar y de la canción silenciosa sonando en la rockola. Un mendigo cruza la avenida, lleva una botella en el bolsillo del abrigo. La visión me parece grotesca: se parece a Xavier, aún tiene el mismo aire de Dionisos; lo saludo con un gesto de cabeza, sus ojos azules, que un día expiaron mi ebriedad y me succionaron vivaces como ventosas, son ahora ojos de perro azul. Hace dos años que Xavier se quedó en el viaje. La golosina psicodélica que tanta amargura alivió, es ahora ácida y amarga. Ya no queda miel ni una sola gota de sangre que lo salve del vacío. Se aleja solo por las calles a beber debajo de algún puente. Aún veo sus hombros perderse en la penumbra, en algún rincón de ese cuerpo tintinea todavía el cálido fulgor de su existencia.
La noche se tiende sobre la ciudad, se vuelve más profunda, se prolonga; los edificios son sólo paredes altas, las lámparas son sólo hierros fríos, astillas de luz que se apuntalan. A esta hora los coches surcan las carreteras, la gente viaja indiferente, duerme, se vuelve insomne, escribe sobre sus rodillas renglones ilegibles; tropieza con los rostros, se abraza a ellos y los recuerda, porque el sueño es una correspondencia invisible que nos saluda desde lejos. También esta ciudad ya me es indiferente, ya no hay lugar para el dolor, para la pérdida.
Miles falleció hace dos semanas. Alguien le disparó en los alrededores del subterráneo, por la ruta que lleva a Rems y Satín; lo persiguieron, querían robarle el coche, declaran las autoridades competentes, pero lo que compete a mi razón y no a la evidencia es que yo tengo la prueba irrefutable de su amistad, de su secreto: él murió acribillado por el mismo tipo que le nubló el ojo, la única sombra que jamás temió encontrar. Ahora recuerdo bien las últimas palabras de Miles, en el bar, el oído atento de Xavier, la respiración del hombre silencioso: Nunca intenté bajarme… porque ella existía en esa ceguera silenciosa. Está ciega, por eso barría siempre hacia el mismo lado, con esa misma perfección que sólo los ciegos tienen al andar, con esa discreción de movimientos inequívocos que no tropiezan, porque son seres puros como la luz, como las partículas de polvo que son ciegas y calladas… porque existen como un punto solitario en la impermeabilidad del tiempo, con la extrañeza de una criatura subterránea que cava túneles inmensos, con la estrella de la nada brillando ante susojos…
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