El tren se detuvo. Las vendedoras de camarón seco saltaron al estrecho andén de madera. Apilaron los canastos en las dos bancas desvencijadas y acudieron a ver el cuerpo que yacía inerte bajo los rieles. A través de la cerca, entre el zacate ensortijado, doña Hermina, la camaronera más vieja, reconoció a Santana, el joven hondureño que se crió con Dieter, el enigmático alemán que contrabandea alcohol pasando las botellas por debajo de la puerta de su casa. Un coyote cruzó por el rumbo de los guardafrenos. Se persignó, “ruégale a Dios, tú, que nuestro mal presientes.” Los centroamericanos se escondieron entre los platanares en espera de que levantaran el despojo.
Las nubes se apretaron unas contra otras por encima del volcán. Las primeras gotas se dejaron sentir por el valle. Silvio celebró que aquella noche fuera oscura. Una vez más volvió a recordar el rostro del viejo Tony, como los pósters de box de la feria, cuando le dijo que él, su futuro campeón, iba a ser el nuevo guardavía. Un sueldo seguro y pensó en Delia, en la canción del parque cuando la besó: ¡Cada vez que te presiento, cada vez que te recuerdo, a ti te pasa igual! Era una labor sencilla, tendría a su cargo una sección reparando los desperfectos que notara, pero Santana tramó cobrar el mísero jornal de los viajantes en el “Mulero”, el tren de carga. Ahora él estaba allá, con una cuchilla debajo del ombligo. Recordó la pelea, Santana no logró hacer nada. Los puños de Silvio describieron líneas perfectas en el aire, el uno-dos, paso atrás, contraataque de tres golpes saliendo por el lateral. Tony le dio buena escuela de boxeo. Cuando golpeaba los costales de maíz, en la bodega de mercancías, le repetía cómo llegó a ser clasificado nacional al vencer al Costeño Mendoza. Las piernas ágiles de Silvio que le valieron fama de buen peleador nunca dejaron de moverse. No le dio a su contrincante un punto fijo de ataque. Santana hizo saltar la navaja cabritera, el mango de mariposa le permitía pivotear a ambos lados la hoja afilada, fue su perdición, un solo movimiento circular y rápido acabó con él. Dieter no tomaría bien su muerte. Echó a andar en busca de Delia.
Los pescadores salían rumbo a la barra del mar. Delia no ofreció los dulces de coco. Se quedó sentada sobre el terraplén. Silvio la alcanzó y caminaron juntos. Escuchó detrás de ellos los pasos lentos de un grupo de niños, reñían entre sí, chapoteando por momentos entre el fango. Costras secas de mugre cubrían a aquellos rostros pálidos y de aire extraño.
Él decidió contarle junto al kiosco, donde los tulipanes crecen todo el tiempo. Lejos del desasosiego que le provocó el brillo de las navajas que traían los niños fantasmas que cavaban hoyos imaginarios bajo la lluvia. Resolvió llevarse al Migue, que también quiere salir del pueblo. Alejarse del rumor de la muerte, de los gruñidos cada vez más cercanos de la jauría humana. El Migue dijo sí: —Pásame a traer a las nueve, a esa hora termina el Chespirito. ¡No me voy sin ver al Chapulín Colorado!
Silvio pensó en Delia y su vestido color rosa. La niña que vio en un recoveco dentro de los vagones que transportaban carbón. Ahora ella tiene quince. En los recortes de la estación leyó que en Tampa se vive bien, y Migue: “yo te ayudo, lo juntamos de volada”. El Chavo del Ocho lo echaba a perder todo.
Llegaron ante una banca de color verde, vibrante de maullidos cercanos, que se oían proferidos por alguien casi humano, y le contó a Delia que a Santana lo mataron, el que mandaba en los Gallos Locos.
—Quiero que vivas conmigo.
El eco de un disparo resonó en la cúpula del kiosco. Cuando el televisor repetía síganme los buenos, una sombra se acercó a la puerta y disparó sobre el Migue, que se quedó con un gesto que no llegó a ser sonrisa.
—Delia, vente conmigo en el tren.
Silvio no alcanzó a escuchar la respuesta, puesto que los niños de cara sucia y de pasos aletargados rodearon la banca y el sonido de los cuchillos apagó las voces.
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