Ocho narradores de San Luis Potosí (1980-1984) / No. 197

.09.

Ciudad de México, 1984








Cero

Nos encontramos. Qué importa si fue casualidad, destino o la voluntad de un ser supremo, o si nos buscábamos sin ser conscientes. Pero era de madrugada y ambos estábamos solos. Nos dirigimos una sonrisa a manera de saludo como si nos conociéramos de antes. Debido a ese instante decidimos obviar las formalidades y comenzamos a caminar sin rumbo fijo. Tu amiga te había abandonado en el bar. Yo, como siempre, me sentía fatigado de mi vida, de lo vacía que estaba mi casa.

Saludaste a un gato al pasar. Hicimos el amor en el baño de una gasolinera. Nos resguardamos de la lluvia bajo un kiosco, intentando taparnos el frío que se obstinaba en colarse entre nuestros brazos, por frenéticos que se movieran. Supe que ese frío quedaría en mi memoria.

Dormimos ahí mismo, con un sueño reconfortante que nos hizo olvidar nuestros vacíos, o al menos perdonarlos de momento, hasta que la policía llegó a corrernos. Entonces nos despedimos, sin tristeza ni vergüenza, y sin preocuparnos por averiguar nuestros nombres.

La virgen de ojos de porcelana

Volvimos a encontrarnos un día de muertos, en el cementerio. Yo tomaba fotos para un trabajo, ella se llamaba Natalia y dejaba flores en la tumba de su abuela. Compartíamos cierta afición por los monumentos fúnebres, por el aire nostálgico de los camposantos, la familiaridad de la gente con los muertos, que no se respiraba en otro lugar. Ambos amábamos el olor de las flores, nos enternecían los detalles dejados por los familiares, más que como recuerdo, a manera de regalos frente a las tumbas. El fervor con que ama la gente a los difuntos, a tal grado que, por un solo día, logran hacerlos volver a convivir con ellos.

Era temprano por la mañana y el lugar aún no se poblaba de vivos, cazuelas y cempasúchil. Encontramos un trozo de estatua de cantera rosa, una cara ennegrecida por el tiempo pero con ojos castaños de porcelana y vidrio que parecían vivos, y nos impactó su expresividad y belleza. Anduvimos por el lugar buscando el cuerpo de aquella virgen, y en vano regresamos al día siguiente, y al siguiente, con la esperanza de encontrarlo y devolverle a algún muerto aquella mirada protectora. Lo blanco de algunas tumbas me hizo sentir miedo, pero ella robó las flores de una y me las dio con un gesto gracioso; luego me tomó la mano y su contacto helado me llenó de calma.

Premoniciones I

Estos días han pasado sin que yo me diera cuenta. Cada uno con el mismo olor fresco, el mismo frío, y un brillo pálido que me enferma. Sólo percibo con claridad los momentos que paso con ella, tomándole infinidad de fotos a su cuerpo desnudo, a sus ojos cafés. Lo que sucede parece irreal, y no quiero creerlo. Tampoco quiero alejarme. El color de los días, los olores, me ponen triste sin saber por qué. Recuerdo con inquietud el día de muertos, a pesar de que fue un día alegre. Me abstraigo en mis pensamientos, pero pronto Natalia viene y me obliga a sonreír.

Natalia

“Desearía que dejaras de mirar las flores de esa manera y me miraras a mí. Deja ya de preocuparte y vuelve a la cama.” Ella sonríe, me jala con suavidad, me absorbe entre sus piernas y aunque creo que soy feliz, su piel blanca, alguna cosa guardada en la otra habitación, la penumbra apenas amortiguada por la luz artificial que se cuela entre las persianas de este segundo piso, me hacen doler el pecho y sentir una inquietud indefinida. Tocan a la puerta. No quiero que nos interrumpan.

Nueve

Era el noveno día del mes. Estaba aún oscuro cuando recibí la llamada. Como cualquier sábado estaba desvelado, y lo único que deseaba era dormir, pero no podía darme el lujo de arriesgarme a perder mi empleo. Me puse la ropa del día anterior, agarré mi identificación, la cámara, y conduje hacia el lugar que me indicaron.

Por alguna razón el amanecer me pareció siniestro. El color rojizo del sol encerraba un mal presagio. Su reflejo en el asfalto avivaba los síntomas de mi resaca. En el lugar había un señalamiento estropeado que indicaba el kilómetro sesenta, pero al estar desprendido por el choque había quedado colocado al revés aparentando un cero y un nueve. Me detuve.

A pesar de estar habituado a fotografiar ese tipo de cosas, sentí una punzada en el pecho al bajar del auto. El bulto que hacía un cadáver, ya cubierto con una manta, me pareció muy pequeño y me hizo sentir incómodo. El vehículo estaba irreconocible y había cristales por doquier; algunos se encajaron en mis zapatos.

Saqué la cámara y comencé a capturar la escena por partes, al tiempo que hacía preguntas a los policías, que sonaban huecas en mi cabeza. Al conductor ya lo había recogido la ambulancia.

En cuanto divisé la mano pequeña, el oscuro esmalte de sus uñas, la reconocí. Vomité, sentí que iba a desmayarme. No supe qué sucedió después.

Flores

Esta vez yo he robado las flores, y las coloco en el mismo jarrón en que puse las que tú me diste. Su color me ponía enfermo desde el primer día, por una razón que no lograba precisar, y el ramo permanece íntimamente ligado a tu esencia desde entonces.

No te gustaba tirar los ramos aún cuando estuvieran marchitos. Pensabas que era muy triste que las flores, habiendo regalado su vida, fueran a parar a la basura. Por ello despertaban tu simpatía, y decías en reconocimiento a su sacrificio que sus cadáveres eran aún más bellos. Desde ese día comencé a respetarlas y comprenderlas. Hoy no se deciden a desprender su último aroma. No sé por qué las traje, ya no tiene sentido.

Amanece, escucho el quinto rosario, los cánticos adormecen mi dolor. No tiemblo, ni siquiera cuando logro acercarme y veo un rostro que no parece ya el tuyo. Pero la vista de las flores marchitas me hace llorar.

Premoniciones II

Inmóvil frente a algo que no es más tú, me percato de que yo no comencé a existir sino hasta que dejaste de hacerlo. Es estúpida la manera en que uno sobrevive sin llegar a tocar la realidad, pero siempre soñando con ella. Tú todo lo tomabas con tanta naturalidad, todo lo respirabas y lo vivías. ¿Qué puedo decir, sino que te extraño? Te extraño jodidamente, más de lo que imaginé que podía extrañarse a alguien. Me percato de lo egoísta que fui, aunque también tú fuiste egoísta.

Ahora me doy cuenta de que mi vida entera fue una preparación para llegar a este momento sin que mi cabeza explotara. Mis palabras, mis inquietudes no eran sino premoniciones que no pude descifrar por mi ceguera. Las fotografías, las imágenes, los escritos siempre hablaron de este instante. Y ya que este momento está aquí, y que lo entiendo, me pregunto qué sigue, si se ha agotado el sentido. Quizá en adelante las cosas vayan en reversa, y sea un continuo avanzar mirando al pasado, porque el mundo cambió, nada volverá a ser igual, y en vez de ser una preparación, sea un superar, tratar de alejarse, pero el punto de unión y de quiebre es el mismo.

Todo está borroso y es como un mal sueño, pero nunca antes toqué así la realidad. Uno no puede sino estar triste e inventar explicaciones. La impotencia es lo único definitivo, la peor de las maneras de chocar. Los familiares pasan como espectros. Ahora sí, de verdad nada importa. Me sirvo café de forma maquinal, sin ninguna motivación específica y vuelvo a sentarme, a llorar y a olvidar por qué estoy llorando, y luego viene la respuesta. Basta con voltear a cualquier parte para saberlo, y la tristeza se hace aún más dolorosa, y quisiera romper los vidrios o algo. Cuando la gente se va a dormir, no puedo sino ir hacia la ventana, sin ganas de prender la luz a pesar de la melancólica penumbra, con un vaso de algún licor cualquiera en la mano, y tratar de seguir existiendo.

Ícaro (Cambiaría el cielo por verte sonreír)

El sol murió contigo y renació, pero ya no es el mismo. Ha contemplado otra cosa, algo más allá de los amaneceres rojizos, una oscuridad más profunda que la noche. Alguna vez me alentaste, sentí que tocaba el cielo. Ahora he sido arrastrado por la realidad y ya no sé cómo continuar vivo, evitar la desesperación, hallar un propósito nuevo.

En algún punto todo comenzó, y todo debe terminar. No sé qué relación guarden entre sí tales momentos, pero creo que si lanzo un grito al vacío necesariamente debe llegar a Dios y retornar, aunque quizá para entonces será ya incomprensible. Tiene que haber una manera de descender a otro mundo y verte, o hacerte llegar una palabra. Entonces las cosas tendrían sentido de nuevo.

Camino por las calles nocturnas pensando que debe existir algún modo. Si esto es azar por el mismo motivo deja de serlo, porque lo que se puede comprender y nombrar es alcanzable. Es necesario que haya bondad, que haya motivo, que exista Dios, o algo accesible de alguna manera y entonces podría encontrarte. La clave puede estar en los sueños, en la soledad.

En una ocasión soñé que me encontraba en un coche, estaba oscuro y hacía frío. Tú pasaste afuera y escribiste una palabra con tu dedo en el rocío de la ventana. Lanzar un grito al vacío y esperar a que regrese, un error que se repite y quizá no es un error en absoluto, sino una anomalía, una excepción. Si hay Dios, que haga un paréntesis y me permita abrazarte. Tal vez ese momento haya sido indispensable en el tiempo, en el espacio, quizá no fuera un error ni una casualidad y por eso estamos aquí. Pero nada está resuelto.

Hay que descartar todas las posibilidades, y aun así puede que haya otra, un universo menos cruel donde aún sonrías. Quizá la estática, el zumbido, el parpadeo de las lámparas de alógeno, sean un lenguaje desconocido con el que dejas mensajes escondidos tratando de burlar las leyes de la naturaleza y la lógica.

Debo confesar que te he buscado en los vidrios, en las transparencias de los licores, en las palabras de los desconocidos, en las insinuaciones de las flores blancas y moradas, en las letras grises de los periódicos, en el blanco de los monumentos que no conozco y aún así están grabados en mi memoria. Pero no te he encontrado. He hallado sólo embriaguez y desconsuelo, y me he quedado tendido en el suelo esperando a que amanezca de nuevo. Veo otra vez tus fotos, las corto, las dispongo de nuevas maneras intentando comprenderte, comunicarme contigo.

Fragmentos de cristal en el asfalto, y cada uno de ellos es una llamada indescifrable. Si yo grito, tal vez también tú lo hagas desde otras dimensiones, y esperas alcanzarme, y no sé si sabré reconocerlo, los gritos chocarán en algún lugar remoto y ni tú ni yo lo sabremos. No importa, te encontraré, forzaré al destino a responderme, y habré entendido. En ocasiones una cuerda puede ser una llave. Tal vez encontraré la muerte, y entonces volveré a verte sonreír.

Altares

Comenzaba noviembre, por supuesto. La fiebre recién empezaba, porque él sentía aproximarse el momento. Era un ritual, no de despedida o conmemoración, era una vuelta a casa, una bienvenida triste porque de antemano sabía que ella no iba a quedarse, pero no podía evitarlo, quería conservarla aunque fuera unos segundos, demostrarle que aún la amaba.

“Todos hablamos con nuestros muertos, pero no todos les hacemos el amor”, pensó. Él tejía flores, le llevaba dulces, se admiraba del parecido de la estatua fúnebre que habían encontrado con el rostro de Natalia. O quizá sólo en su imaginación habían llegado a parecerse. Quizá comenzaba a olvidarla.

Despidió esta ocurrencia con un escalofrío. Por supuesto que nunca la olvidaría, y la prueba estaba en su presencia, en su sepulcro, con la misma mezcla de dolor e insana alegría que siempre tenía al verla. Se sentía débil y había algunas personas alrededor. La presencia de otros lo incomodaba. Quiso irse. Comenzó a contar de modo mecánico las tumbas de color blanco empezando por la de ella, pasando distraídamente los dedos por sus bordes. En la novena creyó distinguir algo y se agachó para recoger un cuerpo roto de cantera ennegrecida, sacó el trozo que correspondía al rostro y comprobó que encajaban. Guardó la estatua en una caja llena de flores secas y fragmentos de fotografías que llevaba consigo, “Voy a encontrarte”, dijo, y la frase pareció más una convicción que una esperanza. Regresó, se sentó junto a la tumba y creyó distinguir un guiño, como si se estableciera algún tipo de comunicación. Creyó saber que a partir de entonces adquiría la capacidad de vivir en realidad. El viento frío le golpeó la cara, se sintió extrañamente reconfortado. 


Tomado del libro Relatos urbanos (H. Ayuntamiento de San Luis Potosí-Ediciones Sin Nombre, 2009).

Violeta García Costilla. Es miembro del taller literario Miguel Donoso Pareja. Fue beneficiaria del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artísticos San Luis Potosí (2008 y 2014). Ha publicado los libros de cuentos Relatos urbanos (H. Ayuntamiento de San Luis Potosí-Ediciones Sin Nombre, 2009), y Mitología de una ciudad enferma (Ponciano Arriaga, 2011). Fue incluida en la antología Lados B. Narrativa de alto riesgo (Nitro/Press-Ponciano Arriaga, 2015).