Concurso 47 / No. 198

Ensayo de una conferencia*



El Colegio de San Luis, A. C.



A Omar Baca, por aquello de “No ha hecho otra cosa el ensayo desde entonces”.
§
Un discurso en torno a la fisura, hecho de fisuras,
él mismo una fisura, pero sin la fisura como referente.

Felipe Vázquez

Buenas tardes. No es desde luego obligatorio que un filólogo escriba ficciones y poemas. En caso de que lo haga, empero, a pesar de su vasto conocimiento de la literatura, los resultados suelen ser malogrados. Cuando me invitaron a leer “una ficción o un cuento o un poema… o un fragmento de tu novela” —como propusieron los amables anfitriones, aunque no he escrito nunca una novela, cabe aclarar—, pensé en compartir con ustedes un puñado de sonetos o alguna de mis narraciones que, por razones que sólo yo conozco, han permanecido en el cajón del olvido. Sin embargo, después de sumergirme en un mar de polvo y folios marchitos, decidí rechazar la invitación por respeto a ustedes y —también se vale— por respeto a mi pasado literario. No tengo nada digno de ofrecer en materia artística. A pesar de mi negativa, aquí estoy, puesto que pudo más la amistad que desde hace tres décadas cultivo con los anfitriones de este ciclo de lecturas, que mi inútil orgullo. La solución convenida por las partes fue la de ofrecer una conferencia sobre el ensayo literario, un género del que todos los aquí presentes hemos abrevado y que —también hay que decirlo— no se encuentra tan alejado de mis quehaceres filológicos. Mi compromiso de esta tarde consiste en hacer una serie de disquisiciones sobre el ensayo. Ustedes juzgarán si lo logré en alguna medida, o si fracasé en el intento.


Hace muchos años, cuando vivía en México, una maestra de literatura especialista en el siglo XIX nos pidió que escribiéramos un ensayo que hablara sobre el ensayo. Había concluido el curso sobre ensayo literario y necesitaba evaluarnos de alguna manera. Nos exigía una prueba material de nuestro aprendizaje, algo que complementara las discusiones y opiniones en clase y que pudiera darle tranquilidad a la hora de cuestionarse el sentido del curso. ¿Habíamos aprendido algo? Naturalmente. Pero la maestra no se conformó con impartir la cátedra. Quiso llevar a su mejor expresión el meollo del asunto. Se trataba de poner en práctica lo que habíamos aprendido, de escribir sobre la materia del curso, con una nota distintiva y restrictiva: hacerlo con la forma misma del ensayo literario, y no con nuestra habitual escritura académica. En fin. Nosotros sabíamos que no resultaba ningún disparate escribir un ensayo sobre el ensayo. ¡Qué hubiera ocurrido en un curso de novela decimonónica!

A lo largo del ciclo escolar, los alumnos habíamos esbozado una vaga teoría sobre los temas del ensayo. En el centro de nuestra argumentación se hallaba precisamente el ensayo como tema del ensayo. Un tema tan manido que, como lectores comunes, acabó por causarnos cierta repelencia, porque en verdad muy pocos ensayistas —no traigamos a cuento a los teóricos del ensayo— son capaces de tratar este topos o locus communis con decoro. Alguien que sí lo consigue y que además echa luces sobre el origen del locus es Erich Auerbach, a quien todos ustedes conocen muy bien porque la Biblioteca que hoy nos cobija lleva por nombre el del filólogo y romanista alemán, en justo homenaje a su obra y su pensamiento. En “L’humaine condition”, capítulo décimo segundo de su libro clásico, se expone una verdad que no por obvia resulta difundida: el ensayo nace hablando de sí mismo. Desde que Michel de Montaigne describió “el procedimiento que emplea en el tratamiento de materia tan escurridiza” (en palabras de Auerbach) se inició el fecundo tópico que cada cierto tiempo se pretende asir y reformular desde la bandera de una sobada originalidad y de una alta dosis de herejía pasada de sazón. Pero como dijo un modesto ensayista neoyorkino, “lo que se considera atrevido suele ser reciclaje de un tropo agotado”.

El ejercicio de escritura tenía un límite paradójico: ceñirnos al ensayo como tema de nuestros ensayos. Este precepto, más que perfilar un punto en común, era la exención que buscaba la diversidad. A la vez revelaba una intención oculta: si algo habíamos sacado en claro de las lecturas y discusiones era la imposibilidad de fijar los límites del ensayo, por lo que resultaba ilógico restringir una de sus aristas, la del tema, especialmente si tenemos en cuenta que el ensayo puede hablar de cualquier cosa: basta con leer a los clásicos del género —Montaigne, Bacon, Johnson o a nuestro pequeño coloso, el mexicano Julio Torri— para comprobar que cualquier tema tiene cabida en el ensayo. De modo que la paradójica fórmula restrictiva, escribir un ensayo sobre el ensayo, no era sino un buscapiés ansioso de reventar en quien acatara la orden al pie de la letra. Es cierto que no todos nos dimos cuenta de ello sino hasta que empezamos a escribir. Sólo entonces, en la escritura misma, pudimos suscribir la máxima que habíamos leído por doquier, aquella que de una u otra manera dice que el ensayo se organiza y se piensa en el proceso mismo de su composición.

Mientras redactaba el texto no tardé en descubrir que la prerrogativa del ejercicio era falible: un ensayo que hablara de cualquier tema también trataba sobre el ensayo. Permítaseme traer a cuento una idea del pensamiento poético. En un conocido poema, el estadounidense Wallace Stevens logró magníficamente dar testimonio de su búsqueda poética. El poema dice así: Poetry is the subject of the poem. / From this the poem issues and / To this returns… Una traducción a vuelapluma quedaría más o menos de esta forma: La poesía es el tema del poema, de ella parte y a ella regresa. Lo que subyace en la sentencia de Stevens no es la antigua distinción entre lo culto y lo popular, ni la más reciente entre lo puro y lo impuro, sino una visión unitaria sobre lo que se pone en juego en un poema, cualquier poema, esto es, ¿qué es lo que se enuncia en el poema?, ¿cómo puede enunciarse algo?, ¿lo que se enuncia en el poema es realmente inteligible? (Borges lo llama el enigma de la poesía.) Algo semejante se formula en el ensayo literario, en cualquier ensayo. Sin embargo, no contamos con una distinción léxica entre Ensayo (género) y ensayo (realización), como sí existe entre poesía y poema. Una posible solución para evitar confusiones estriba en escribir el género en mayúscula y sus realizaciones en minúscula, lo que carece de sentido en la oralidad de esta conferencia, pero ¿qué no Derrida propuso su concepto de différance en una conferencia? Lo que quiero apuntar es la distinción entre el género y sus realizaciones. Por eso me tomo la libertad de parafrasear a Wallace Stevens: el Ensayo es el tema de los ensayos, de él parten y a él vuelven. En otras palabras, las realizaciones del género ensayístico se originan en el seno mismo del género, y a él regresan; el verdadero tema de fondo de dichas realizaciones, por más que hablen de una u otra cosa, siempre será el propio género ensayístico; y si en el origen del género se encuentra el conocimiento de uno mismo (no olvidemos nunca a Montaigne), el ensayo siempre estará hablando secretamente de nosotros. ¿A qué viene a cuento todo esto? Ah, sí: porque quiero dejar en evidencia la trampa del ejercicio al que nos enfrentábamos. En realidad, no importaba el tema del ensayo que debíamos escribir, sino el modo mismo de la escritura. Un ensayo que hablara sobre el ensayo podía versar sobre cualquier tema, porque en el fondo, y esto es lo importante, siempre está en juego la idea genérica del ensayo, y, más aun, el conocimiento de uno mismo, nuestra experiencia.

El tema estaba puesto sobre la mesa: ¡el tema éramos nosotros! Cada quien se las había ingeniado para burlar —o no— la paradójica prerrogativa. Pero ahora emergía el problema de la forma del ensayo, cuya amplitud resultaba casi tan vasta e ilimitada como la temática. Para complicar el asunto, la forma del ensayo es también otro de los temas predilectos del género: los ensayos sobre el ensayo suelen tocar, desde una postura en absoluto marginal, el tema de la forma. Esta tarde solamente le dedicaremos nuestra atención —para no caer en un laberinto retórico— en la medida en que nos ayude a entender cómo solucioné el problema de la forma.

En el curso habíamos leído una gran cantidad de ensayos de todo tipo. Inclusive leímos algunos textos —que no son ensayos— como si de hecho lo fueran. Recuerdo unas crónicas de nuestro gran Francisco Zarco, un cuento de Borges, un prólogo de Edmundo O’Gorman, un tratado sobre el ensayo de Liliana Weinberg. Se nos presentaba, pues, una disyuntiva entre qué tipo de ensayo escribir. Teníamos la posibilidad de imitar al Adorno de “El ensayo como forma” o al Benjamin de “Desembalando mi biblioteca”; al Auerbach de “L’humaine condition” o al Brodsky de Watermark. Por supuesto, me decanté por Walter Benjamin y Joseph Brodsky, pues encontraba en sus formas ensayísticas una libertad mayor que en las de Adorno y Auerbach. No quería hilar un argumento sobre el ensayo: el hilo argumental de Adorno o Auerbach no me ayudaba a salir de la encrucijada (además, aunque no he dejado de buscar la sabiduría, nunca he sido sabio como estos hombres). Pretendía más bien deshilar la trama argumental para presentar una ficción modesta que cifrara formalmente el propósito y el tema: encontrar en mi escritura el eje oculto que hallaron Benjamin y Brodsky. Es decir, quería evitar la discusión abierta sobre los problemas genéricos del ensayo mediante la puesta en escena de uno de esos problemas. O mejor, buscaba hacer a un lado el mapa argumentativo para dar cabida al cartógrafo en su día libre, si se me permite la metáfora.

Lo primero que se me vino a la mente fue hablar de mi biblioteca. En esa época tenía desperdigada la biblioteca por las ciudades en que había vivido: Cuernavaca, Barcelona, México, San Luis Potosí. Pensaba escribir una reflexión sobre las particiones de la memoria y el pensamiento a la luz de la biblioteca dividida, hablar de los libros que buscaban otros libros que se encontraban lejos: libros perdidos o en espera del reencuentro. Quería resolver la trabazón del tema mediante un ensayo arriesgado y ambicioso. Después de llenar tres páginas de mi cuaderno tuve que aceptar la derrota. El ensayo no iba a ningún lado y era evidente que no lo graba conciliar en la forma de mi prosa el tema requerido. Ahora pienso que si hubiera escrito ese ensayo seguramente hubiera reprobado el curso pero, eso sí, esta tarde no los tendría tan aburridos. Derrotado mas airoso, y después de darle varias vueltas al asunto, se me ocurrieron dos gustosas soluciones: presentar una estampida de aforismos o inventar un diálogo epistolar entre un par de personajes. La primera resultaba más atractiva porque con ella no sólo buscaba compendiar las ideas de los autores que habíamos leído, sino también lanzar una llamada de atención sobre las posibilidades de los aforismos encadenados, otra vía formal del ensayo. Debo confesar, además, que había leído el deslumbrante libro de notas aforísticas del poeta mexicano Felipe Vázquez, De apocrypha ratio, y estaba influido por él de un modo poco saludable. Sin embargo, descarté esta solución por dos razones principales: por temor a una reprobación moral (estaba consciente del debate en torno a las formas no ya breves sino mínimas de la literatura contemporánea, muy de moda en aquellos años, y también de la crítica enarbolada en contra de la falta de rigor y de lo que en mi país se conoce como flojera académica), y sobre todo por mi incapacidad sintética; ¿cómo iba a condensar en mil y un aforismos, o los que fueren, la doctrina evanescente del ensayo, desperdigada en un corpus de por sí disparejo e inasible? Acorralado por mis demonios, decidí finalmente escribir el ensayo con la forma de un diálogo epistolar. El resultado fue, en retrospectiva, medianamente bueno. Ideé a dos personajes, un filósofo y un poeta, que intercambiaban puntos de vista sobre la memoria del ensayo, las razones de su escritura, el papel del lector, la retórica habitual, los tropos, lo literario en el ensayo, sus planos argumentativo y creativo, las relaciones entre lenguaje y verdad, la experiencia, la duda, el conocimiento de sí. No era difícil reconocer en el filósofo a un discípulo de Feyerabend devoto de Montaigne, y en el poeta a un fanático de Borges y amigo del mentado Vázquez. El peloteo epistolar era un ir y venir de mi entendimiento de sus obras y, sobre todo, de las contradicciones de mi pensamiento (era obvio que yo era el filósofo y el poeta, o como dice Borges, yo era “la mano señalada” y el “rigor adamantino”). Ahora me enorgullezco de las contradicciones, pero entonces buscaba plasmarlas para intentar resolverlas, y creo que por lo menos desde un punto de vista retórico lo logré. La forma epistolar me permitió, asimismo, tocar el asunto formal del ensayo, por lo menos en cierto estilo prestado de Respiración artificial de Ricardo Piglia. No obstante, el resultado final rezumaba un vano alarde de erudición. Por ejemplo, el filósofo escribía párrafos engorrosos como éste: “Sabes mejor que yo —le decía al poeta— que todas las caracterizaciones del ensayo que se han promulgado a lo largo de medio milenio convergen y tienen cabida en una pregunta, no porque yo así lo quiera, un tanto tramposamente, sino porque ellas mismas configuran la pregunta. La pregunta por el ensayo es la pregunta por la filosofía planteada desde una prosa antimetódica, paradójica, subversiva, como la anhelada por el maestro Feyerabend, la misma prosa que reprobó y le echó en cara Karl Popper.” ¡Cuánta vanidad, no ya del filósofo, sino mía, de mis inocentes lecturas! ¡Hablar así de la prosa de Popper y Feyerabend cuando todavía no termino de aprender la lengua germana! La respuesta era predecible: el poeta no estaba de acuerdo porque él pensaba que el ensayo estaba más próximo a la poesía que a la filosofía, etcétera. Ya se imaginarán. El ensayo no tuvo ni pena ni gloria, y si no me arrepiento de haberlo escrito fue porque la única frase que subrayó la maestra, acom pañada de una palomita al margen, es una frase que he ocupado en unos cuantos textos académicos. Dice así: “La anécdota es una parábola de un problema teórico.” Este falso aforismo tan lleno de esdrújulos sólo se convierte en axioma si se pone en contexto, y lo traigo a cuento porque en esta charla les he compartido una anécdota de mis años de formación académica. En ella residen algunos puntos que configuran el enigma del ensayo. Y aquí llegamos al final de la anécdota.

Mis “Epístolas”, como intitulé vanidosamente el texto, me valieron la nota aprobatoria y un comentario al pie que criticaba un aspecto fundamental: en la fingida discusión entre el filósofo y el poeta se discurría entre otras cosas sobre las formas del ensayo, pero en la lista que pretendía ser, si no exhaustiva, por lo menos representativa, olvidé enumerar y ejemplificar el vehículo con el que había resuelto el problema formal: la epístola.

¡Cómo pude olvidar el ensayo de Lukács, su famosa carta al otro Popper! El riesgo que tomé al optar por las cartas como vía formal del ensayo produjo un hueco metodológico que no pude —no supe— llenar. La maestra tenía pleno derecho de cerrar su comentario con un venablo de finísima ironía: “¡La carta robada, monsieur Poe! ¡La carta robada!”, escribió. Aprendí la lección y no volví a cometer error tan craso. Lo que me lleva a hacer un último apunte: pienso que si tuviera que intitular esta conferencia lo haría con el nombre de Ensayo de una conferencia, para que no haya duda de que se trata de un ensayo antes que de una conferencia, pues como pronunció Borges en una de sus Norton Lectures, “el énfasis recae, evidentemente, en la primera palabra”. Aunque también tendría que añadir la siguiente confesión: en la relación implícita en el título sugerido entre ensayo y conferencia “la verdad es que no tengo ninguna revelación que ofrecer” (Borges dixit).

Quiero terminar estas disquisiciones con un poema que llevo grabado en mi memoria y que creo que encaja a la perfección. Lo escribió una poeta mexicana hacia el año de 1997 —una poeta, por cierto, a quien quiero mucho y que vive su vejez alegre y sosegadamente en una hermosa playa del Mediterráneo. El poema lleva por título su primer verso y dice así:

Esto que ves aquí no es

Esto que ves aquí no es.
Alguien te oculta una pieza.
Es el fragmento
que da el sentido. Es la palabra
que altera el orden
del furtivo universo. El eje
oculto
sobre el que gira. Este recuerdo
que articulas
no es. Falta el espacio
que ajusta
el caos.
Alguien jala los hilos. Alguien
te incita a actuar. Cambia los escenarios,
los reacomoda. Sustrae objetos.
Cruzas de nuevo
el laberinto a oscuras. El hilo
que en él te dan
no te ayuda a salir.


(Es una lástima, dicho sea de paso, que esta biblioteca no tenga un solo libro de la vasta y maravillosa obra de Coral Bracho.) Ahora sólo me resta preguntar, humildemente: ¿logré esbozar acaso alguna idea? ¿No fue esto un mero salto a la fragilidad del recuerdo, una farsa, una fisura, un desvío de mí mismo? ¿Será que sigo siendo ese estudiante que aún espera el comentario de la maestra?

Tienen ustedes la palabra. Gracias, y buenas noches.



* Conferencia leída en la Biblioteca Erich Auerbach del Centro Chileno de Escritores, en el ciclo de lecturas “El mar de cada uno. Escritores extranjeros en la Ballena Herida”, organizado por Claudio Guerrero Valenzuela y Raúl Rodríguez Freire, Valparaíso, junio de 2046.


Emiliano Delgadillo Martínez (Ciudad de México, 1988). Es crítico literario y ensayista. Egresado de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, cursa actualmente la maestría en Literatura Hispanoamericana en El Colegio de San Luis. Su labor crítica se concentra en el estudio de la obra de Efraín Huerta y de la poesía hispanoamericana.