Asociaciones ilícitas
La literatura es una idiotez.
Rimbaud
Al licenciado se le secó la boca de tanto caminar. Entró a la cantina y pidió una cerveza. El mesero fue por la cerveza mientras por el rabillo del ojo advirtió al cocinero hablando por celular. Al otro lado de la línea su hija gritaba y lloraba: el novio la había golpeado. De inmediato el cocinero cortó la comunicación y salió a la calle, furioso, en busca de un taxi. El taxista sintonizaba una estación de radio donde una adolescente respondía correctamente una pregunta y ganaba entradas para un concierto. El concierto se desarrolló en un clima de violencia, de vigilancia, de permanente tensión. El productor del concierto traficaba drogas. Las drogas en un concierto son necesarias. No es lo mismo un concierto con drogas que un concierto sin drogas. Las drogas se dividen en géneros, como la literatura; drogas duras, drogas blandas; drama, lírica, narrativa. Hay talleres para dejar de drogarse donde la gente cuenta sus experiencias y recibe consejo. Hay talleres de narrativa donde la gente lee cuentos o fragmentos de novelas que son sometidos a consideración de los lectores. Éstos critican los textos en un sentido o bien general, revelando con ello concepciones de la literatura, el arte, las drogas y, por qué no, la vida, o bien en un sentido específico, puntilloso, pasando implacablemente el bisturí por cada uno de los párrafos de un cuento. Los párrafos de un cuento es nada más una manera de decir, pues hay cuentos compuestos por un solo y largo párrafo. El diccionario de la rae define el párrafo como el fragmento de un escrito con unidad temática, de modo que el párrafo de un cuento de un solo párrafo debería tender a dicha unidad temática. Los integrantes de un taller de narrativa tienen esto muy claro, aunque a veces lo olviden, aunque a veces opten por mandar al carajo las unidades temáticas. Olvidarse y mandar al carajo son prácticas habituales en la literatura y en la vida; la literatura es una idiotez, el arte es una tontería, la vida está en otra parte, decía Rimbaud. Bien; pero no por ello aquí hemos de olvidar ni mandar al carajo al cocinero montado en un taxi rumbo a no sabemos dónde. Al respecto, se pueden barajar por lo menos dos alternativas: a) el cocinero se dirige hacia donde quiera que se encuentre su hija a fin de consolarla y de paso propinarle una golpiza al novio; y b) el cocinero va a levantar una denuncia por violencia de género en la delegación más cercana. Violencia de género: una fórmula demasiado opaca, académica, actualmente en boga en el periodismo de tintes progresistas, en el feminismo de tintes policiacos, en las novelas con pretensiones sociológicas, en resumidas cuentas: una fórmula que poco o nada tiene que hacer en un cuento donde un furioso cocinero se baja de un taxi en un barrio peligroso, reúne a una pandilla de adictos macarras armados dispuestos a asesinar a sus madres a cambio de droga, y con ellos se encamina a cometer un crimen en el cual todos, incluyendo la literatura, las drogas, Rimbaud, el licenciado, la rae, el mesero, el taxista, la adolescente, el productor del concierto, los talleres contra las adicciones y los talleres de narrativa, se verán a un mismo tiempo implicados y absueltos.
Cristina Rivero es un seudónimo de Draupadí de Mora (Ciudad de México, 1984). Es traductora y licenciada en Letras Hispánicas por la UNAM, donde también cursa la maestría en Literatura Comparada. Ha publicado El jardín de los violadores amables/Yoya (GoEdiciones, 2016) con Martín Cinzano. Es coeditora de la revista cartonera Puf!