Strangers in the Night
Habían pasado cinco días desde que su padre regresó a vivir a la Ciudad de México; dos semanas desde que comenzó a trabajar en un restaurante de comida rápida en la ciudad de Fremont, California, y un mes desde que cambió su nombre a Daniel Luna. Era 4 de julio del año 2014 y aún no pagaba los cuatrocientos dólares que debía por el alquiler del mes.
El calor abrumador que se encerraba en su pequeña habitación lo despertó poco antes de las 12:30 p. m. Salió del complejo de departamentos montando una vieja bicicleta color verde que, según menciona su padre, “habían encontrado tirada mientras paseaban por el parque”. Era un viernes despejado y el sol doraba su ya bronceada piel. Portaba una playera negra con el logotipo de la marca Fender y la frase Pioneer of Rock, un pantalón de mezclilla azul, un abrigo ligero de color negro y zapatos deportivos. Era un tipo delgado con una sonrisa boba, bien afeitado y con pequeñas cicatrices en el rostro, probablemente a causa de alguna vieja riña. Salió de un restaurante de la calle Mision a la 1:25 p. m. con un sobre en la mano, dentro del cual se encontraba una factura indicando las horas que había laborado y los descuentos aplicados a su pago debido a los impuestos y el costo de su nuevo uniforme, cosa que no había considerado en sus cuentas; también se encontraba un cheque válido por quinientos cuarenta y tres dólares.
Tras cruzar la avenida entró a un negocio de amarillento tono. No pudo evitar sentir náuseas por el aroma a incienso y tabaco que infestaba el lugar. Un musulmán de mediana edad le pidió discretamente su identificación antes de cambiarle el cheque; de manera consecuente dijo en inglés con un acento marcado: “No la traigas ya, deja de cargarla contigo, te reconoceré la próxima vez.” Daniel Luna, de veintiún años de edad, había cometido un delito: Forgery, que he traducido como falsificación, concierne a la elaboración, alteración y uso de documentos falsos, acto que se castiga con una sanción de mil dólares y/o un año de prisión según la sección 470(b) del código penal de California. Es uno de los delitos más comunes en ese estado; después de todo, más del 27.8 por ciento de la población se conforma de inmigrantes ilegales, la mayoría de los cuales se ve obligada a obtener una identificación falsa para poder laborar y, en consecuencia, para cobrar cualquier tipo de cheque.
La adquisición de dicho documento es sencilla. La mayoría de los inmigrantes tiene contacto con polleros y falsificadores. En ocasiones sólo se debe enviar una fotografía desde un teléfono celular con el nombre deseado. El número de seguro social puede ser falso o pertenecer a otro ciudadano. Tras un día de proceso, el documento llega al domicilio donde se cobra el pago. Fue un falsificador, que trabajaba bajo la fachada de lavador de alfombras, quien por ciento diez dólares le brindó una nueva identidad a Daniel Luna.
Llegó a la estación de trenes que se encontraba entre la avenida Walnut y la calle Civic Center poco antes de las 3:18 p. m. Dejó su bicicleta encadenada en la entrada de la estación Fremont del sistema de transporte rápido del área de la bahía —o bart, por sus siglas en inglés—. Por doce dólares compró un boleto de ida y vuelta a San Francisco y tomó el tren a Richmond. Debido a las festividades de aquel día, el tren directo a San Francisco había cancelado sus salidas desde Fremont y el de Richmond era el único que permitía trasbordar en la estación Bay Fair.
El tren se detuvo en la estación Hayward a las 4:33 p. m. Una dulce voz anunció un incidente que tuvo lugar en la estación Richmond y especificó que habría un ligero retraso. El hecho se omitió en periódicos locales como el Richmond Daily News por alguna razón desconocida; de igual forma fue un suceso poco popular en las redes sociales, sólo dos artículos en línea mencionaron el hecho ese mismo día; uno a las 5:35 p. m. y otro a las 8:49 p. m., ambos omitiendo el nombre de la persona, sexo y edad, limitándose a mencionar el lugar y la hora de lo ocurrido. Fue en una publicación del periódico Contra Costa Times del 5 de julio de 2014 que se brindó mayor interés al caso:
Un tren del sistema bart arrolló a un hombre de cuarenta y cinco años de edad procedente de Oakland. El incidente ocurrió el viernes por la tarde, ocasionando el cierre de la estación Richmond por más de tres horas… Dicho suceso tuvo lugar poco antes de las 4:35 p. m… Se declaró la muerte del hombre a las 5:30 p. m. y la estación Richmond reinició sus funciones hasta las 8:00 p. m.
A las 4:40 p. m. el tren volvió a marchar permitiendo que los pasajeros llegaran a Bay Fair; todo esto poco antes de que el convoy que salía de Dublin con dirección a Daly City llegara. Subió al tren, tomó asiento y abrió su mochila. Dentro tenía una botella de agua, una billetera de piel con quinientos treintaiún dólares, su celular, una identificación falsa, su visa y el libro Dubliners de James Joyce con introducción y notas de Laurence Davies. Un libro popular, que compró en una tienda de segunda mano por tres dólares y cuarenta y cinco centavos; se compone de una serie de cuentos. “The sisters”, seguido por “An Encounter” y “Araby”, conforman las primeras veintiún páginas, las cuales leyó tras saltarse la introducción del libro y poco antes de llegar a la estación Embarcadero.
Strangers in the Night fue la canción que escuchó en el momento exacto en que salió de la estación, interpretada por el saxofón de un artista callejero, acompañada por el aroma a sal de mar, el frío viento, el ardiente sol y la mirada de miles de personas desconocidas; mezcla extraña que aún se impregna en su memoria. Se había perdido entre gigantescos edificios que impedían ver más allá de un par de cuadras. Caminó sin rumbo, sin preguntar, un par de cuadras hacia el edificio más llamativo que lograba ver; una construcción blanca de estilo similar al Beaux Arts de Francia, algo que le pareció nostálgico ya que en su ciudad natal solía visitar un edificio parecido; aunque el que tenía enfrente estaba rematado por una ridícula banderilla casi imperceptible y un reloj un poco más abajo.
Fotografías de los edificios, de los ciclistas, de las calles, de los peatones, de todas esas cosas que a pesar de conocer le parecían ajenas; sólo fotografías fue lo que le bastó tomar para recordar ese día. Dio un par de pasos, fotografió un pequeño vagón de trenecillo color rojo, con gente colgando de él, una de las atracciones más populares, el Teleférico de San Francisco; aunque realmente no sabía si “teleférico” sería la mejor palabra para describirlo. Dio un par de pasos más y vio a un chino tocando un extraño violín hecho de materiales reciclados: una vara, trozos de madera y alambres; le tomó una fotografía y siguió caminando sobre la calle Embarcadero. Pasó por los muelles 3, 7, 15, 17 y 19, admirando el puente de acero que se veía a la derecha sobre la bahía, el puente de Oakland; contando cada muelle sin hacer paradas largas. Fue así que llegó al 31, eran las 6:15 p. m.; mientras una extraña y fría neblina abrazaba la vieja prisión de Alcatraz a lo lejos, el viento comenzó a moverse con mayor fuerza y junto a él se escondió entre los edificios, entrando desde la calle Sansome y perdiendo su rumbo.
Llegó al parque Pioneer a las 6:40 p. m.; ahora bajo su abrigo tenía un suéter negro con un estampado de la bandera de los siete colores cubriendo la cruz de Nerón: un diseño bastante peculiar del cual no recordaría el significado hasta un par de horas después. Caminó aún perdido desde la torre Coit hasta la librería City Lights. La noche ya se expandía sobre el cielo junto a sus pálidas luces, eran las 7:10 p. m. Luna entró al primer callejón que encontró tras salir de la librería, volteó a la derecha y lo vio.
Un extenso mural resaltaba el color azul del océano y el verde de las praderas, el café de pequeñas chozas y el de la piel morena de las personas; tenía una bandera de tres colores, cubriendo en rojo la palabra México, en blanco la palabra Paz y en negro la palabra Chiapas, la sujetaban dos palomas y bajo ella estaban tres hombres con pasamontañas negros, paliacates amarrados en sus cuellos, armas en las manos y flores a sus pies. Un poco más arriba había otras figuras con pasamontañas, una mujer con un vestido tradicional chiapaneco y un hombre abrazando un arma (¿Marcos? ¿Ramona?); también había gente con los rostros descubiertos, campesinos diminutos y un hombre con sombrero de charro y un rifle, montando un caballo negro. Cuando ya no quiso verlo desvió la mirada hacia otro mural, más colorido y simple, con la palabra Vesuvio y un corto mensaje:
Cuando la sombra del saltamontes se cruce con el juicio del ratón de campo, sobre el verde y baboso pasto, mientras un rojizo sol se eleva sobre el horizonte del oeste, contornando la silueta de un guerrero indio, demacrado, con músculos tensos, posando con un arco y una flecha, apuntando hacia ti, será entonces momento de tomar otro martini.
Y entró al Vesuvio, antiguo bar concurrido por viejos escritores de la generación Beat; cosa no tan sorprendente: el trago es barato y cerca del lugar hay varios clubes nocturnos de poca monta. Sólo se tomó media hora y un vaso de whiskey antes de salir.
Cruzó la calle hacia un pasillo de luces neón azul, rosa y púrpura. Perdiéndose así por sesenta minutos entre el Condor y una licorería de la calle Broadway, en un lugar llamado Roaring 20’s, de donde salió con una bailarina afro-italiana de piel oscura a quien se dirigía por el nombre de Bianchi. Con un amigable beso se separaron poco antes de llegar al muelle 39. Eran las 9:25 p. m., había llegado justo a tiempo para sentarse en una cómoda banca con dos acompañantes: una mujer hindú de cabello oscuro y largo, vestida con una chaqueta de piel y un pantalón de mezclilla, y un anciano japonés, con una cámara profesional que colgaba de su cuello, pantaloncillos cortos, calcetas blancas largas y playera de algodón. Esperaron los fuegos artificiales. Azul fue el primer color en presentarse; media hora después el espectáculo culminaría tras el disparo de una luz verde. No fueron muchos, tampoco tenían ese “toque especial” de los fuegos artificiales de las ferias en los pueblos de México; no eran castillos, no formaban figuras y las mezclas de colores eran casi deslucidas. Aun así la gente parecía impactada, ya fuera de placer o decepción.
Los tres se despidieron amablemente y cada uno tomó su propio camino. Luna se desplazó por la calle Jefferson guiándose por la multitud; no parecía una celebración, no como las que él acostumbraba, sólo había turistas tomando fotografías y jóvenes bebiendo licor en los bares. A las 11 p. m. todo parecía haber terminado. Ya no permitían el acceso a los bares, la gente se retiraba de las plazas y despejaba las calles tambaleándose; afuera de una licorería Luna encontró a un joven rubio usando un sombrero de copa con los patrones de la bandera de Estados Unidos, recostado en la acera, ebrio, casi inmóvil.
Llegó hasta la calle Hyde, donde se encuentra la plataforma para redirigir el teleférico y un parque poco iluminado. Se había cansado de caminar, pero lo más importante, se había aburrido. Deseaba regresar a casa, pero estaba atrapado. El tren ya no viajaría esa noche y la estación quedaba lejos. Siguió adentrándose en el parque, quería descansar y comenzaba a asustarse un poco. Vio en una banca a tres latinoamericanos intentando dormir: una mujer, un niño y un hombre compartiendo una cobija; al verlos, Luna entendió qué tan mala era la idea de pasar la noche en la calle. Más adelante se topó con aproximadamente veinte jóvenes. Unos eran latinos y hablaban una extraña combinación de español e inglés. Los otros eran afroamericanos. Un minuto después de que Luna cruzó entre los dos grupos, a las 11:09 p. m., comenzó una pelea. Vio cómo un chico roció con gas pimienta a una chica; un joven gritó: “Tiren leche sobre su rostro, eso aliviará la quemadura.” Otros sólo lanzaban amenazas: “Voy a matarte. No huyas. ¿Qué mierdas te sucede?”
Varios querían ayudar a la chica; entre ellos Luna, a quien casi golpean. Un minuto después llegaron las autoridades y evacuaron el parque apuntando con sus armas. Sacaron a Luna y lo dejaron en la esquina de las calles Larkin y Beach, junto a cinco jóvenes desconocidos. No dijeron mucho entre ellos y a Luna ya no le interesó continuar ahí. Se dirigió al mapa más cercano y ubicó un restaurante que sabía que estaría abierto y en el cual, según un libro que leyó alguna vez, mucha gente suele pasar toda la noche. Era igual a esa historia. Un joven que había perdido el tren a casa debía pasar una noche en un Dennis, ya que pagar un hotel estaba fuera de su presupuesto.
Llegó a las 11:30 p. m. al Holliday Inn San Francisco-Fisherman’s Wharf, que en la planta baja tenía un Dennis. Quiso olvidar lo ocurrido, beber una cerveza, comer algo y esperar el amanecer. Pidió una hamburguesa con papas que le costó dieciséis dólares; también tomó un refresco de cola, ya que no vendían bebidas alcohólicas. Comió lentamente, lo más lento que pudo. Detestaba comer solo, y cuando esto sucedía lo hacía de prisa; en el trabajo sólo tenía diez minutos para ello y a él le parecía perfecto así. Pero esta vez debía comer con gran lentitud.
Dos horas después seguía sentado en ese lugar; entraron dos hombres de camisa blanca, corbata y saco negros, uno pasaba de treinta años, el otro parecía de poco más de veinticinco. Hablaban español, todos en ese restaurante lo hacían. Aun así, se dirigían a Luna en inglés. El mayor de aquellos hombres pidió una cerveza y se la negaron. Luna sonrió discretamente; el hombre lo vio y con voz indiscreta le dijo a su joven compañero: “¿Por qué ese chino gay me está sonriendo?”, a lo cual Luna respondió: “Soy mexicano y también hablo español.” Fueron las primeras palabras en su lengua natal que Luna dijo en todo el día. El hombre se apenó y guardó silencio, pero su compañero no paraba de reír y agregó en tono burlón: “¡Ay Monquiqui, siempre metes la pata!” Después se disculpó en nombre de su amigo y se sentaron con Luna. Los dos hombres eran pilotos de una aerolínea mexicana, provenían de la misma ciudad que él y platicaron sobre sus viajes.
“¿Por qué gay? Entiendo lo de chino, pero no por qué pensaron que era gay”, preguntó minutos después, cuando ya confiaba un poco en ellos y la plática era fluida. El piloto más viejo señalo su pecho con el dedo índice. Inmediatamente lo recordó, la cruz de Nerón con los colores: rojo, naranja, amarillo, verde, azul celeste, azul marino y violeta. Eran los colores de la bandera de la libertad, la bandera del arcoíris, la bandera lgbt. Luna sólo sonrió.
El más joven preguntó de una manera casi despectiva, pero lleno de curiosidad: “¿Y sí eres gay?”, a lo que respondió: “No, pero mi hermano lo es; además, nunca he tenido lío con ellos.” Olvidaron el tema poco después, pero platicaron de muchas cosas hasta poco antes de las 4 a. m., cuando ellos se retiraron a descansar y prepararse para su próximo vuelo.
Al salir, un poco más animado, Luna pensó en continuar con su viaje. No había dormido desde hacía más de dieciséis horas y su cuerpo no parecía necesitarlo. Sintió la brisa que se había enfriado, sonrió y caminó. Antes de dar otro paso, a un par de metros del restaurante, una mujer coreana con un bonito vestido rojo, piernas largas y agradable escote pidió indicaciones a Luna, quien a pesar de perderse con facilidad sintió la confianza y el interés de asistirla. “Puedo guiarte, me queda de paso”, le dijo en inglés. Ella se negó, por lo que él le dio la información pedida y continuó su camino.
Un par de segundos después sintió una mano presionando su hombro. Eran las 4:10 a. m., caminaba sobre la calle North, no conocía a nadie y sólo intuía dónde estaba, pero no lo sabía con certeza. Era aquella mujer atractiva que pidió indicaciones antes; ella tampoco sabía dónde estaba y había reconsiderado la propuesta de Luna: “¿Puedes acompañarme? Debo llegar a The Pub BBQ”, dijo con una voz firme. Él aceptó y la encaminó. Por lo menos sabía que el lugar que ella buscaba se encontraba en la esquina de Beach y Larkin, lugar donde horas antes había ocurrido aquella riña.
Fue la plática más agradable que había tenido con una chica desde que llegó a California, y sólo duró veinte minutos. Casi olvidaba que caminaba con una desconocida a las 4 a. m. sobre una oscura y peligrosa calle. Al llegar al lugar se despidieron, no pasó nada malo, nada malo, sólo un chico acompañando a una chica, quien al parecer debía recoger a su hermano en un bar y pagar la cuenta por él. Eran sólo dos extraños haciéndose un favor y acompañándose. Nadie tenía malas intenciones. La dejó en la entrada, ella le dio su número en un trozo de papel; como en los viejos tiempos, un extraño conociendo a otro extraño, sólo con el propósito y fin de ser amables, de conocerse.
Él siguió caminando sobre la calle Beach, tomó la Polks hasta llegar a la Norh Point, luego tomó la Bay hasta el bulevar Marina. En ningún momento se detuvo.
Uno podría suponer que pensaba en aquella muchacha coreana, o en los pilotos o en la chica a la cual le habían rociado gas pimienta. Siguió sobre la calle Old Mason, la más oscura de todas las que había visto, luego llegó a la avenida Crissy Field. ¿Seguiría pensando en el anciano japonés o en la chica de la India? ¿O pensaba en su hogar, en su padre, en su hermano? Estaba ya en el bulevar Lincoln, seguro ahí recordó al joven rubio con su gracioso sombrero de copa, marinado en licor afuera del bar y recostado en la calle. Quizá sólo pensó en aquellos inmigrantes durmiendo en el parque.
Aún no se cansaba a pesar de haber caminado por más de una hora, el sol no tardaría en salir y él se dirigía al pabellón del puente. Cruzó el estacionamiento hasta el centro de bienvenida; los guardias no lo vieron pasar. Tras desplazarse por el pabellón prosiguió por Coastal Trail hasta llegar a Battery Lancaster. Sí, seguro ahí pensó en Bianchi, en el Vesubio, en el indio que había imaginado al leer aquella narración afuera del viejo bar. ¿O pensaba en el mural del City Lights, con sus campesinos diminutos y sus hombres con pasamontañas? Tomó asiento, sus ojos casi se cerraban, pero había algo que aún deseaba ver. Ya no tan lejos de él podía observar el Golden Gate, sólo dorado por el brillo de las luces que lo alumbraban mientras la noche prevalecía.
¿Qué es lo que pasa en la cabeza de aquellas personas al verlo? ¿Qué les inspira a arrojarse como gotas de agua a la bahía? Muchos estiman que ha concluido con la vida de mil seiscientas personas desde su inauguración en 1937. Se dice que es el lugar donde más suicidios ocurren en América, “un gigante de acero que devora más de cincuenta vidas al año”; pero Luna sólo vio un puente de 2 737 metros de longitud y 227 metros de altura. Lo cierto es que es un puente aterrador: surge de la neblina y el océano como un barco fantasma, y como coloso, sus brazos se estiran hasta las nubes queriendo partir el cielo, pero aun así es sólo un puente.
Ya comenzaba a salir el sol; era poco más de las 6 a. m.; el monstruo de acero que conecta a San Francisco con el condado de Marin comenzaba a recuperar su tono carmesí mientras las luces se apagaban. Luna no lo notó, porque había cerrado los ojos poco antes del amanecer, justo cuando el primer rayo crepuscular era notable.
Habían pasado seis días desde que su padre regresó a vivir a la Ciudad de México; poco más de dos semanas desde que comenzó a trabajar en un restaurante de comida rápida en la ciudad de Fremont, California, y un mes con un día desde que cambió su nombre a Daniel Luna. Era 5 de julio del año 2014 y aún no había pagado los cuatrocientos dólares que debía por el alquiler del mes.
Dedicada a los incontables inmigrantes que han cruzado el puente de San Francisco y a las más de mil seiscientas personas que jamás regresaron de él.
Mario Daniel Cuautle Valdez (Ciudad de México, 1991). Es psicólogo y traductor. Estudiante de la licenciatura en Lengua y Literaturas Modernas Inglesas de la UNAM. Actualmente trabaja en su proyecto de titulación, que consiste en una traducción comentada del poema épico The Fall of Hyperion: a Dream, de John Keats.